Hará unos veinte años de esto. Vino a mi colegio un autor de novelas juveniles para dar una charla. Nunca había visto a un adulto sudar tanto.
No hay presencia más avasalladora que la de los maestros. Por eso yo alterno la lectura de los míos con etapas de sana ventilación, oreando lo leído. De lo contrario, esa mano amiga sobre el hombro correría el riesgo de convertirse en una chepa intumescente. Frecuentarlos con cautela y la debida distancia es prescripción ineludible de esa tentativa, tan vieja como el mundo, que consiste en matar al padre. De esto, y de otras muchas cosas, va Un episodio nacional (Espasa), el último libro de Carlos Mayoral (Villaviciosa de Odón, 1986).
Desde que hace cuatro milenios un babilonio desconocido soñase con detener el goteo de la clepsidra, la tentativa de detener el tiempo ha acompañado al ser humano
«Reconciliación nacional» era el eslogan que enarbolaba el PCE cuando, en un informe interno, hizo constar lo que sigue: aunque la República representara los intereses del pueblo, no podía negarse que los campesinos castellanos, navarros o andaluces que se habían sumado al bando de Franco también eran pueblo. Una verdad de Pero Grullo que escondía una advertencia ineludible. Corría el año 1956 y era bien sabido (¡a la fuerza ahorcan!) lo que sucede cuando se levanta un proyecto común excluyendo a la mitad de la población.
Occidente se va al traste de maneras crueles e inverosímiles en las novelas de Michel Houellebecq (La Reunión, 1956) y, justo es reconocerlo, fascina observar cómo se diluye por el escotillón de la historia. Con la debida persuasión y unos cuantos barriletes retóricos, Europa deja de ser un submarino lleno de hombres viriles sudando la gota gorda y se convierte en un kindergarten de flojos y pusilánimes; la democracia liberal, convertida en flor de un día, se marchita en un suspiro; el campo de batalla se nos come de un bocado y el mundo no termina con una explosión, sino con un no menos sonoro regüeldo. Así es la épica de lo fatal: de derrota en derrota, por fabulosas que resulten, hasta el ansiado cataclismo final.
Será que la obligación de leer por trabajo le quita literatura al asunto, o que el morro se vuelve con el tiempo más y más fino, o simplemente que no he sabido elegir buenos títulos, o que no los he sabido leer bien, pero este 2018 que se acaba no ha sido para mí un año de lecturas deslumbrantes. Ninguna me ha dejado sin habla, aunque sí ha habido un puñado de libros que me han gustado hasta el punto de querer recomendarlos en esta lista -otra más- de lecturas del año que nadie necesita ni reclama. Y, sin embargo…