«Me acuerdo de mi tío descubriendo la lectura a raíz de su enfermedad. Me acuerdo de su boda en Ejulve, el pueblo de mis abuelos. Me acuerdo de mi tío llevándome a hombros en la Gran Vía de Zaragoza»
El poder y sus peajes de acceso, nos confesamos, parecen obligar a sus candidatos a una frialdad y un calculo que deshumaniza hasta el punto de convertir casi todo en medida y estrategia
En una de las últimas escenas de la temporada final de The Wire “Slim” Charles ejecuta a “Cheese” Wagstaff en venganza por haber entregado a “Proposition” Joe a Marlo Stainfield
Él era hombre. Yo soy mujer. Él vivía en Barcelona, yo vivo en Madrid. A él le apasionaba la ciencia desde niño. A mí me aburría mortalmente. Él estudió física fundamental. Yo me fui por las letras, pero nada de fundamento, no, periodismo, lo más light del mundo. Él leía vorazmente. Yo me negaba a leer. Él llegaba tarde a todas partes, pero cuando digo tarde, es un par de horas tarde, tres horas tarde, cuatro horas tarde, dos días tarde, si es que era capaz de llegar.
Tras nacer, el niño impacta con el afuera y la vida comienza a ser un viaje, la difícil aventura de concluirse en los demás. El niño desconoce el tú, lo vive todo para sí mismo, es egocéntrico. Esta actitud narcisista, con el tiempo, tiende a corregirse. En algunos casos, no obstante, el niño quiere relacionarse, pero le cuesta. En mi caso, un esfuerzo siempre me ha separado de la vida colectiva. Desde los años escolares se me ha clasificado como un niño introvertido. Y la introversión, en un ecosistema mercadotécnico, es una tara.
No es fácil que una generación entienda a otra. Todavía recuerdo aquella ocasión en que acompañé a una amiga (andábamos ambos por poco más de la treintena) a cierta conferencia de Celia Amorós, matriarca del feminismo hispano, que por aquel entonces superaba la sesentena. Doña Celia disertó sobre un problema que ella reputaba crucial para las mujeres: que la mayoría de los hombres las contemplaran solo como posibles madres de su prole futura. Mi amiga se revolvía incómoda en su asiento. Me había contado a menudo que su dificultad era justo la contraria: encontrar un novio que no la abandonara en cuanto ella hablaba de ir formando familia. Aun así, supo permanecer en la sala durante toda aquella charla sobre “la mujer actual”; si bien como quien escucha una disertación sobre tribus perdidas a orillas del Orinoco.
Marine Le Pen, presidenta del Frente Nacional, tiene ya el programa con el que quiere ser la primera presidenta de Francia de la Historia. Éste incluye las siguientes medidas:
Cuando Robert Lee fue derrotado en 1865 se instaló en Washington College, una pequeña universidad en las montañas de Virginia. El general confederado encontró refugio en el campus de Lexington gracias a su mujer, descendiente del fundador de Estados Unidos. Lee se convirtió en un admirado rector y hoy este college se llama por la unión de dos nombres, Washington and Lee. El ilustre general animaba a los estudiantes a superar las divisiones causadas por la contienda civil. En el código de honor que redactó solo les pedía que actuasen como caballeros. Esta exigencia de auto-corrección, moderación y sentido del deber, la esencia del mejor mundo anglosajón, parece haberse convertido en el paisaje de un país extraño.
Trump firmó el decreto presidencial y al día siguiente los periódicos mostraron en sus portadas un muro que se construirá dentro de unos meses. Vimos vallas que atraviesan El Paso, una muralla que tapa el horizonte en Tecate, mexicanos mirando a través de gruesos barrotes en algún lugar de la frontera. Los periódicos ilustraron la noticia de que Trump levantaría un muro con la fotografía de un muro que ya había sido levantado. No es un milagro. En algunos lugares de la frontera entre México y Estados Unidos, el muro existe desde hace años y no es la única frontera física construida por el hombre que permanece en pie en el mundo. Ni siquiera la más cruel. Las concertinas europeas dan fe de ello.