
Breve ensayo sobre el Tinder
En Londres han lanzado un Tinder para donantes de esperma, que es algo así como reconocer, al fin, para qué sirve, con sinceridad, la aplicación. El Tinder, con artículo, sí, con esa familiaridad de barrio, con ese el tan popular, tan de lengua hablada, la lengua del coloquio y de la naturalidad, lengua con la l de las lejanas academias, de la frialdad de los manuales de filología. El Tinder es uno más de la pandilla, al menos desde hace unos meses, desde que surgió en nuestras vidas. Quedas el sábado, ahora que aún se aprovechan los días de sol y otoño, en la barbacoa y en el chalet, en el campo y en el bar de la esquina, y ahí que está el largo, el negro, el canijo, el bola y el Tinder. Confieso que jamás lo descargué, pero siempre me provocó sospechas y recelos, curiosidad y rechazo. Yo en Tinder preferiría no entrar, quizá. Pero no por eso que alguien pueda llegar a imaginarse. No entraría en un lugar que trata estas sucursales de la lascivia con ese ánimo tan burgués, inclinando la balanza del gozo hacia lo prohibido, lo oculto, lo proscrito, lo marginal. Como si el placer fuese pecado para los sentidos.