El Fringe de Edimburgo: teatro experimental, comas inducidos y un abucheo para el Brexit
Fringe Festival, el mayor festival de teatro alternativo de Edimburgo no pierde fuelle pese a la alargada sombra del Brexit.
Con más 3.000 espectáculos en marcha y la ciudad de Edimburgo convertida en un inmenso escenario teatral, el Fringe se ha confirmado como lo que es, el mayor festival de teatro alternativo europeo. Y todo, pese a que el alargado nubarrón del Brexit provocó más de un aguacero.
El día que nos encontramos a Boris Johnson en una hamburguesería llevaba una “senyera” dibujada en la camiseta. Estaba sentado con Trump y Kim-jong Un, compartiendo una fuente gigante de nachos con guacamole. No intento ser demagoga, ni tampoco se trataba de un sueño; los había visto pasear a los tres juntos y a la gente pararse a mirarlos como si fuesen una aparición. Es Edimburgo; hay tantos fantasmas como vivos, un censo oficial de espectros; es Edimburgo, repito, cualquier cosa puede ocurrir durante el Fringe, el festival de teatro alternativo que cada agosto convierte la ciudad durante doce días en una descomunal función teatral. Y este año batió su récord de asistencia. Lo sé yo y lo sabe Boris; tuvimos ambos que abrirnos paso a codazos por la Milla Real, la calle más importante de la ciudad, esquivando a muchachos que repartían programas teatrales y actores representando versiones libres de Otelo.
La tensión se palpa, a veces incluso te encajona, y no solo porque el elenco de muchas compañías se haya visto obligado a compartir piso debido al aumento de desorbitado del precio del alojamiento en la ciudad –un 5% en el último año-. Es algo más… Un descontento general, o imperial. Pero al otro Boris ni le despeina, protagoniza un musical satírico sobre el Brexit, “Now, That’s What I Call Brexit”, tan canalla y divertido que los escoceses se relajan un poco de sus reclamos de un nuevo referéndum de independencia para evitar salir de la Unión Europea el próximo mes de octubre. No obstante, las compañías turísticas no están para bromas: “Reino Unido está actualmente negociando la salida de la UE, pero eso no significa que viajar a Escocia debería estar fuera de sus planes. Escocia está mucho más abierta a los visitantes extranjeros, y unas vacaciones aquí seguirán siendo tan mágicas como siempre”, leo en Visit Scotland.
“La vida se ha encarecido mucho desde que los británicos empezaron a mudarse a Edimburgo; los alquileres están por las nubes, por el precio de tres pintas ahora puedes tomarte una”, me cuenta Anna, que trabaja en una empresa que organiza viajes para grupos de ejecutivos al país del whisky. Lleva una década viviendo en la ciudad y la considera su hogar, y la entiendo. Escocia es una tierra acogedora, la gente es campechana como un vasco pero educada como un inglés –un inglés educado, vaya–; y para colmo hierve de vida cultural. Sobre todo en verano, cuando se alternan festivales de fotografía, literatura, arte y, claro está, teatro.
El Festival Internacional de Teatro de Edimburgo es, por así decirlo, la niña prodigio con tres másters y un doctorado; el Fringe, la rebelde mochilera que toca en la calle. A mí me cae mejor la segunda. Aunque hay quien, como Vicente, guía turístico de la ciudad, crea que se ha vuelto tan pija como la primera: “Antes podías ver obras de teatro experimental, cosas realmente reveladoras, pero ahora solo traen a las mismas compañías de circo premiadas año tras año; el precio de las entradas se ha disparado. Todo se ha masificado, se está convirtiendo en una franquicia”, asegura. Lo cierto es que, pese al gran aluvión de público, puedes encontrar más de tres mil shows diferentes en tres centenares de localizaciones por toda la ciudad: teatros, pubs, salas de concierto, carpas, e incluso peluquerías. Y algunas, sin duda, son sensacionales.
Locura y muerte: ¿Hay algo más que eso?
Sí, no suena muy apetecible. Pero, ¿quién dijo que el arte deba hacerte sentir cómodo? Como abrir los ojos bajo el agua, lo que ves te maravilla, pero escuecen como una condena. Ella escuece, Briony Kimmings. La artista británica es una alquimista, aunque no del tipo que crees; convierte literalmente, sus traumas en oro puro, de ese que hace que no pares de gotear con el corazón encogido. Trabaja con sus estigmas, tabús y traumas, y la emoción estalla a través de sus obras multimedia. Te desgarra. Como en I’m a Phoenix, Bitch, uno de los shows más aclamados del festival, donde Kimmings regresa a 2015, momento en que su vida se rompe: termina su relación de pareja, cae en una profunda depresión y a su hijo le diagnostican epilepsia. A través de cámaras estacionarias, grabándose en vivo y utilizando maquetas para contar su historia, nos dirige de un estado mental y emocional a otro, mientras un demonio interno, un narrador masculino y cruel, la increpa y nos enseña el odio a sí misma. Su culpa.
Vamos a verla un sábado. Llueve. Ella nos noquea con la fuerza de su dolor. “Esto no es lo que yo entiendo por unas vacaciones”, me dice Andreu. Pero le ha gustado, esa es la sensación. Una angustia. Anna tiene los ojos irritados de tanto llorar. Acabamos con unas pintas y escuchando folk; asistimos a un espectáculo de danza del vientre, un showman nerd monta y desmonta un cubo de Rubik en cuestión de un parpadeo. “Esta ciudad no da respiro”, les digo. Primero se te encoge el corazón, luego un lanzador de cuchillos quiere hacer diana conmigo. “No te muevas”, me susurra. Es que llevo ya cinco pintas, ya no sé si me muevo. No sé si estoy despierta o dormida.
Y entonces, otro día. Sigue lloviendo, a ratos. Propongo ir a ver una obra de pequeño formato; bueno, en realidad, dos. Ladybones, escrita y representada por Sorcha McCaffrey, explora cómo es vivir con un desorden obsesivo-compulsivo a través de la historia de una joven arqueóloga que desentierra un esqueleto y empieza a cavar en el misterio de esos huesos, que es el de su propia experiencia vital. Sorcha utiliza al público como sustituto de su terapeuta, de su compañera de piso, de su colapso nervioso. Mientras la mitad del pequeño auditorio le grita: “¡No sirves para nada! ¡Eres nula!”, la otra le repite al mismo tiempo que no es ningún monstruo, que ser extraña no es lo mismo que ser una weirdo. Adivina en qué grupo estábamos nosotros… Una obra dramática, divertidísima, intensa. Que nos dejó a todos con espíritu de redención y orgullo de la propia extrañeza. Tan animados que no se nos ocurrió otra cosa que someternos a Coma, una obra de teatro inmersivo de diez minutos que te transporta a una supuesta ensoñación colectiva.
“No voy a dejar la mochila en la puerta. No voy a quitarme los zapatos”, Andreu se queja, pero se tumba. Somos ocho o diez personas en el interior de un contenedor de mercancías con literas a lado y lado. La experiencia durará poco, pienso. Apagarán las luces, te colocarán unos auriculares, escucharás una voz. Punto. En el momento en que todo empieza, una voz te invita a que te relajes. Te dice: “Acabas de tomarte una pastilla y vas a ir a otro lugar. Relájate”. Un ataque de ansiedad, el corazón latiendo. Yo, como Ladybones. La voz empieza a actuar como si no estuvieras, como si fueras solo una conciencia atrapada en un cuerpo-ánfora. Se escuchan pasos que se acercan y se alejan, personas que susurran y el hombre que habla, que te ignora y saca un café de una máquina. ¿Huele a café? Sí, huele a café. Lo sientes a un palmo de tu cara, respirándote, y el aliento te golpea en la mejilla, pero cuando abres los ojos solo ves oscuridad. Como Ladybones, tengo un ataque de ansiedad. Como ella. Y empiezas a pensar en lo vulnerable que eres, de una manera poco lógica, sumida en ese coma, moviendo los dedos de las manos para comprobar que no está ocurriendo de verdad. La experiencia, por fortuna, dura poco. Pero cuando termina, únicamente tienes ganas de otra pinta, de ir a un concierto, de irte al cementerio de Greyfriars y comerte un bocadillo sentada sobre una lápida. Sí, un poco weirdos sí que somos.
El sopor de los viejos y un cabaret berlinés
Me quedo dormida veinte minutos y en todo ese tiempo los viejos no han llegado aún a la mesa. Un matrimonio de nonagenarios, él llevándola a ella, con pasos diminutos y movimientos leeeeeentos. La obra empieza tratando de llegar a la mesa, la obra sigue y ellos no llegan. “Es Beckett. Es Esperando a Godot. Es eso y expresionismo alemán”, a Andreu le encanta cada gargajo que escupen los actores y cada vez que intentan meterse el tenedor en la boca; yo solo quiero que esos puñeteros viejos se mueran de una vez. La obra, de la compañía Ridiculusmus, es Die! Die! Die! Old people, die!. Parece que el título lo haya puesto yo. Es una agonía similar a ver una película de Tarkovsky, a escuchar a esa gente que presume de gustarle Tarkovsky. Al propio Tarkovsky; así que voy a regarle algo necesario, una elipsis.
Cuando me pongo rímel imagino que me transformo en Bernie Dieter. Me crecen unas piernas largas, de Bernie. Me nace un acento alemán y una lengua afilada como la de Joan Rivers, pero de Bernie. Es la presentadora-dominatrix del Little Death Club, el cabaret berlinés más punk del Fringe, y también, si no ha quedado claro ya, ¡una diva!. Te sientas entre el público y notas cómo tiemblan ellos; si Bernie se lo pide son capaces de ponerse a cuatro patas y montarla a caballito hasta el escenario. Les ordena: “Baila”. Y bailan. Los hombres en este cabaret no tienen la sartén por el mango, son el huevo frito. Andreu se lo perdió; para seguir con la jerga culinaria, estaba en casa envuelto en una manta, hecho un burrito y respirando con la boca abierta. El clima de Edimburgo no perdona, o igual fueron los viejos. “Die! Old people, die!”, le bromeo ya de vuelta. Estoy tan enloquecida y excitada como Bernie, en el mood de Bernie, y ni bien me pregunta, disparo: “Había una mujer barbuda, pero resultó que no tenía la barba en la cara. ¿Me pillas? Y luego escupía fuego como un dragón. Y también un transformista, ¡dios, qué gracioso era! Incluso entendiendo las bromas por contexto era gracioso. Y luego había una persona de goma, parecía un ángel, se colgaba del techo y hacía piruetas. Se te encogía el estómago. Y entonces Bernie, ¿pero te he hablado de Bernie?”. Me mira, sorbe un mejunje caliente, levanta una ceja y es un dolor.
Anna está rellenando la solicitud de residencia permanente, el settled status, para poder continuar viviendo en Reino Unido tras su salida de la Unión Europea. “Llevo muchos años en Escocia y no me imagino ya en otro lugar, pero si un día me hicieran pagar por mi permiso de residencia ya no la sentiría más mi casa”, nos explica. Se nos pasan las risas, se nos pasa el subidón de Little Death Club. Diga lo que diga, Irvine Welsh, hay cosas que no puede curar un poco de palique y priva. Y volvemos a casa con una sensación agridulce de quien intuye que tarde o temprano el telón va a bajar, pero no quiere que la obra acabe.