Reza a Dios, prepárate para la guerra
El neoyorquino Antonio Campos adapta al cine ‘El diablo a todas horas’, un thriller sureño que ahonda en el fanatismo religioso y en la violencia por sistema
La historia de El diablo a todas horas transcurre en la América profunda —de Estados Unidos, claro— y lo natural, con un reparto liderado por británicos, es que ensayaran el acento de esta América profunda: engolado, con altibajos, un desafío para el lector de labios. Tom Holland no tuvo mayor problema, dijo sí, aprendió a manejarlo. Robert Pattinson quiso jugar, dijo no, prometió sorpresas. El director [Antonio Campos], bueno, tenía tantas ganas de contar con Rob que aceptó cualquier cosa. Y lo cierto es que Pattinson, que es un actor extraordinario, que idolatra a Jack Nicholson y que quiere seguir su senda, domina mejor el registro del demente —con la mirada y la mandíbula, con los puños y los hombros— que la cadencia.
El director, con todo, acabó enamorado de su trabajo, alaba su amplitud de referencias —de reverendos del cine a estrellas del pop—, su capacidad para tomar un personaje y reinventarlo. «Lo que hace no se parece a nada que hayas visto antes», dice Campos en una entrevista para Total Film. «Siempre va a la busca de algo que no hayas visto en sus actuaciones, y eso es lo que lo hace tan singular». Una vez, el cineasta David Michôd dijo que Pattinson actúa como si no supiera lo que está haciendo.
Pero vayamos al grano: El diablo a todas horas —otra apuesta fuerte de Netflix— es una historia de historias atravesadas por un hilo rojo nada invisible: los pecados se heredan de padres a hijos, y no sólo los pecados: supersticiones, liturgias, maldiciones. Es la adaptación de la novela de un escritor bien conocido en Norteamérica, Donald Ray Pollock, protagonista de una carrera llamativa: trabajó durante 30 años en una planta cárnica, a los 52 se apuntó a un curso de escritura creativa, en poco tiempo sus libros comenzaron a venderse en decenas de país. Pollock escribe sobre lo que conoce: su pueblo, Ohio. Los críticos vinculan sus escenarios, y parece inevitable, con los escenarios de Faulkner o McCarthy. Campos le sugirió que fuera la voz en off de la película, la carretera que une los caminos, y el hombre se convirtió en el narrador omnisciente de la historia: lo más parecido a un Dios en la obra.
Aquí, en la película, la guerra está en todas partes, siempre, fuera y dentro de casa, en el Pacífico y en Coal Creek, en Vietnam y en Meade. Dios lo está de la peor manera posible, tal vez la única: lejano, ausente, ajeno en el dolor y en la misericordia. «Esta película se fija realmente en un tipo específico de creyente, en uno que lo lleva al extremo», comenta Campos en una entrevista con Efe. «Y mirando al extremo ves el peligro de la religión. Esta cinta saca la presencia de Dios de este mundo y explora la ausencia de Dios, lo que sucede cuando la gente está desesperada por conectar con Dios y él no está ahí, él no responde». Pensemos en esta escena: un padre que apalea a dos tipos —algo habrían hecho; algo como sugerir, en otro momento y en otro lugar, la violación de su esposa— y le explica a su hijo: «El mundo está lleno de hijos de puta». El niño aprende la lección, aprende a esperar su momento, aprende a ajustar cuentas. El niño es Alvin (Tom Holland) y hace lo que puede —cubierto de cicatrices, perseguido por su pasado— para sobrevivir; siendo generosos, para ser un buen hombre.
Pero algo falla en la película, que no es aburrida, que es más que ágil, que aguarda ciertos giros. El diablo a todas horas es una fiesta de violencia que no va a ninguna parte, una lectura disfuncional del eterno retorno, del todo regresa. Algo falla en la película y tal vez sea su guion, el abandono permanente de personajes —desprovistos de cariño y profundidad— en los apeaderos de la ruta. Campos renuncia a la empatía, al juego de luces y sombras, replica las carencias de Dios. Y es una pena.