Magaluf: vidas 'low cost' en la capital del 'balconing'
Un documental estrenado en el Festival de Sevilla retrata la rutina de los vecinos de una localidad vampirizada por el turismo en pleno proceso de reconversión
Como el Lejano Oeste, Magaluf tiene su jurisdicción y sus normas. Como aquel, las normas son pocas. La principal es la ausencia de ellas. Aquí se viene a desbarrar, a mear en portal ajeno. Un turista es un ciudadano en tránsito, un migrante cool autorizado para colonizar momentáneamente el suelo que pisa e incluso, en Magaluf, cuenta con cédula diplomática que lo exime de muchas responsabilidades.
Tal es la relevancia emblemática de esta pequeña localidad balear que incluso ha creado su propio campo semántico: balconing, mamading… Los británicos llaman «Shagaluf» («follaluf») a este enclave que, en tiempos de los musulmanes, se conocía como Ma Haluf, ‘aguas puercas’. Y, en cierta manera, sigue siendo eso: un aliviadero. «Magaluf es una grieta permitida, funciona como un desagüe para que ese tipo turismo low cost y de desbarre no se disperse por la isla», opina el documentalista Miguel Ángel Blanca.
Blanca fue por primera vez en 2015, al calor del sensacionalismo, «como un puro voyeur, a ver si era cierto aquello de que hay concursos de mamadas y la gente se tira por los balcones». Con el tiempo se quedó con todo lo que está fuera de foco. «Descubrimos que lo más interesante es lo que no se ve, lo que está más allá de esa imagen sensacionalista de los guiris borrachos; la gente que lidia con ellos y sobrevive en mitad de ese contexto ultra-turistificado». Sobre ellos hizo pivotar Magaluf Ghost Town, que se estrena en el Festival de Cine Europeo de Sevilla dentro de la sección Nuevas Olas de Ficción.
Por ahí pasan Tere, una sevillana con más de 20 años de residencia en Magaluf ejerciendo de camarera de piso, entre otras mil cosas ligadas al ocio y el turismo, y limpiando si toca la sangre del último cadáver al borde de la piscina; y Rubén, adolescente que aspira a escapar del sino manifiesto de tener que vivir de la juega de los otros. «¿Te imaginas ser turista todo el año?», comenta con su mejor amigo. No se puede ser turista sin interrupción, pero quienes viven en Magaluf tienen la sensación de que siempre es agosto para todos menos para ellos. Eso les ha forjado una máscara para adaptarse a este no-lugar.
«Con los vecinos, se da una dualidad muy interesante y perversa -analiza Blanca-: odiar a esta persona que destroza nuestra ciudad pero que a la vez es la que nos da de comer. Magaluf es una ficción en sí misma, un gran plató donde todos representan algo, así que ellos se forman un personaje. De lo que nos contaba Rubén sobre las cosas de los turistas y lo que hacían con ellos, ya no sabíamos cuánto era verdad o mentira o cuánto hay de esa leyenda de Magaluf que vemos en la tele y que ellos mismos quieren proyectar».
Esta esquina balear tiene 4.861 habitantes censado, según el INE de 2019. La población flotante y estacionaria de la gran industria turística junto con los extranjeros de paso por días o semanas hacen que la cifra se multiplique en temporada alta. En los 70 abrieron los primeros pubs y en los 80 llegaron las discotecas, los flyers, el neón. Come to Magaluf, invitaba una canción de la banda local Los Brios: You will find the reason, each and every season the sun is always high down here in Magaluf. A mediados de esta década de 2010, la fama de Magaluf alcanzaría relevancia mundial en convergencia con la crónica negra: peleas y muertes por precipitación, tocamientos, violaciones o prácticas escandalosas como el famoso mamading. Los demonios de la turistificación de España tenían ya nombre.
Sin embargo, algo está cambiando y de ahí que Magaluf Ghost Town tenga algo de epitafio de la capital del desbarre antes del Brexit, el coronavirus y el cambio de paradigma. Tal vez pronto esta localidad será distinta. Tras años de presión, en enero el Govern balear aprobó una ley para restringir excesos: fuera el 2×1, la happy hour, la barra libre, las nuevas licencias de party boats. Malauf quiere dejar de ser Magaluf. Incluso se plantea renombrar la zona como Calvià Beach. Los hoteles de cinco estrellas proliferan y se fomentan para arrinconar al turismo low cost. «Es fascinante ver cómo Magaluf está viva. El turismo es la forma más clara de capitalismo, es imposible escapar a él y con la pandemia se ha demostrado su importancia. Así que eso tiene que salir por algún lado, aunque sea como turismo cinco estrellas o familiar», añade el realizador.
Mientras, una larga calle resiste, Punta Ballena, la reserva cherokee. La cámara de Miguel Ángel Blanca filma a los piel roja desde lejos, como lo vería un vecino asqueado y atemorizado: vómitos, estrepitosas caídas en el paseo marítimo, bajadas de pantalones y sujetadores por doquier, sexo rápido en la rompiente de la playa. Cada año, al concluir la temporada, se hace recuento de bajas: nueve, siete, once víctimas del balconing. El tributo que se cobra la isla. Como en Las Vegas, aquí la perversión está reglada, enjaulada para que no vuele libre por toda la isla. «Punta Ballena saca lo peor de nosotros, expone nuestros demonios y nuestra inmoralidad. Tal vez por eso haya que preservarla», defiende Blanca.