Jack Nicholson, siete años después
La obra y la personalidad de Jack evolucionan irremediablemente unidas: una y otra se alimentan y es difícil establecer el punto en que comenzó el proceso. Jack es el abogado dipsómano de ideas liberales; el agitado y tramposo paciente de un psiquiátrico; el padre de familia esquizofrénico; el psicópata de cara pintada; el neurótico gruñón con la emoción a flor de piel. Su carácter se dibuja en esas arruguitas alrededor de los ojos y en la frente, en esa mirada que va más allá, que dispara las sospechas, en esos dientes ordenados que no significan nada salvo que algo ahí dentro está fuera de control; en las entradas prominentes, en la barbilla que sobresale.
Por supuesto que el actor es mejor conforme va comprendiendo ciertas inercias del oficio: solo así puede salir corriendo de ellas. Porque el gran actor no memoriza; el gran actor es otra cosa: piensa el personaje, es el personaje. Y va más allá: el actor –como el periodista, como el carpintero– es mejor conforme va conociendo el oficio –y la industria– en cada una de sus facetas. “Creo que no fui un buen actor hasta que comencé a escribir guiones en serio”, dijo Jack Nicholson en una entrevista de 1981. “Me ayudó a entender los problemas que surgen, aprendí cómo abordarlos. En ese momento dejé de limitarme como actor y ascendí a la categoría de cineasta”. Porque escribir es conocerse y Jack –el rompecorazones de las doce nominaciones al Óscar– hizo de su trabajo un templo.
La obra y la personalidad de Jack evolucionan irremediablemente unidas: una y otra se alimentan y es difícil establecer el punto en que comenzó todo. Jack es el abogado dipsómano de ideas liberales; el agitado y tramposo paciente de un psiquiátrico; el padre de familia esquizofrénico; el psicópata de cara pintada; el neurótico gruñón con la emoción a flor de piel. Su carácter se dibuja en esas arruguitas alrededor de los ojos y en la frente, en esa mirada que va más allá, que dispara las sospechas, en esos dientes ordenados que no significan nada salvo que algo ahí dentro está fuera de control; en las entradas prominentes, en la barbilla que sobresale.
Jack siempre fue como un adolescente con la libido desatada y sin freno y su incapacidad para la monogamia destruyó cada uno de sus noviazgos, lo que se trasladó a sus dos matrimonios: el más duradero con Anjelica Huston. La vida de Jack fue conocida por ser caótica como un torbellino y descubrir a los 37 años que su verdadera madre era su hermana mayor no ayudó a poner las ideas en orden. Por eso comprendí que Jack se había hecho mayor en Cuando menos te los esperas, a los 66 años, cuando interpreta a un viejecito resultón que se aburre de conquistar a las chicas jóvenes y se enamora de una mujer de su edad –que, por otra parte, es Diane Keaton: quién no lo haría–. “Todo lo bueno se acaba”, reconoció en una entrevista promocional, “ya no soy el juerguista de antes: me parece poco atractivo e inapropiado”.
No es extraño que Jack vuelva al cine tras siete años de rumores sobre una memoria frágil: este año protagonizará el remake de Toni Erdmann y repetirá el personaje grotesco de un padre obsesionado por encauzar la vida de su hija, anímicamente devastada por un trabajo que le consume. Una etapa –en abril cumplirá 80 años– donde mostrar el estado de su laberíntico paisaje emocional: nadie conoce al verdadero Jack.