Qué fue de los cafés de tertulia madrileños
La última noche que entré en el Café Gijón era jueves y aquello parecía muerto y en silencio. No había humo, ni tertulias, todos descansaban en sus sillones, todo era espacio entre las mesas, y no había caras ni conocidas ni desconocidas, quizá una o dos a las que uno puede poner nombre. Sentado de espaldas a la barra se podía ver aquello, entre las cañas a 4,60 y la ración mínima de patatas, como un funeral alargado en el tiempo, como un viajar al pasado en un sentido estrictamente espacial. ¿Qué fue de las viejos cafés de tertulia?
La última noche que entré en el Café Gijón era jueves y aquello parecía muerto y en silencio. No había humo, ni tertulias, todos descansaban en sus sillones, todo era espacio entre las mesas, y no había caras ni conocidas ni desconocidas, quizá una o dos a las que uno puede poner nombre. Sentado de espaldas a la barra se podía ver aquello, entre las cañas a 4,60 y la ración mínima de patatas, como un funeral alargado en el tiempo, como un viajar al pasado en un sentido estrictamente espacial. ¿Qué fue de las viejos cafés de tertulia?
Hubo un tiempo en que Madrid era un avispero agitado de intelectuales, una ciudad con cafés literarios a cada paso que se extendía con la fuerza renovadora de las ideas de la Ilustración francesa. “El fenómeno del café es un fenómeno urbano relacionado con la discusión y la libertad de expresión”, explica el historiador Fernando Castillo. “Es un signo característico de las ciudades del siglo XIX y XX, del periodo que va desde el último tercio del XIX hasta la Segunda Guerra Mundial. El café se convierte en un centro de creación cultural y política”.
En España existe una mitología muy profunda y muy arraigada que conocen bien los escritores jóvenes que llegan de las provincias y se imaginan a sí mismos en aquellos tiempos cuando miran fijamente las placas doradas que presiden las paredes color madera. La memoria de aquellos días resiste únicamente en los libros; aquellas tertulias han provocado novelas inmensas. “La generación del 98, la del 14, la del 27. Todas eran generaciones cafeteras”, dice Castillo, regresando a la conversación. “Antonio Machado era un asiduo del Varela, Valle-Inclán era un asiduo de la Granja el Henar. Azorín era más moderado: acudía menos a tertulias. Pero Valle-Inclán y Machado eran unos entregados a las tertulias.”.
Aquella entrega correspondía a un periodo de convulsiones, donde la influencia de las tertulias y de los tertulianos era evidente; escribió Raúl del Pozo que “Madrid puso para la historia a los tertulianos, los escritores y hasta los diputados cuando no había Parlamento”. Más allá de la retórica se esconde una verdad que Castillo se afana por recordar: “Las tertulias eran acontecimientos elitistas que se producen en una sociedad analfabeta. Muchos de aquellos intelectuales eran, además, políticos. Es el caso de Azaña –presidente del Gobierno en la Segunda República-. Muchos pasaban de tertulianos a ministros”.
De acuerdo con el historiador Fernando Castillo, la muerte de las tertulias puede fecharse en los principios de los 60
Las mejores tertulias de literatura tenían lugar en el Pombo, que estaba en la esquina de Carretas con Sol; las conversaciones políticas, los encuentros políticos, movían a los intelectuales hasta la Granja, donde Valle-Inclán y Azaña se conocieron. Y luego estaban el Café Varela, el Café Negresco, el Café de Levante, el Café de la Unión… Son tantos y tan fluctuantes que sirvieron como una ruta de peregrinación para los artistas locales y también para los visitantes. “Porque los autores extranjeros que acudían a Madrid”, continúa Castillo, “eran invitados a las tertulias, les llevaban a las charlas. Aquello se convirtió en una mezcla de conferencia, de reunión en casa, de sacar los salones a la calle…”.
Sin embargo, existe una muerte de la tertulia y Castillo se aventura a lanzar una fecha aproximada: entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta. “Eran factibles cuando Madrid era asequible andando, cuando se iba de un sitio a otro a pie, cuando los horarios eran mucho más relajados. Las tertulias desaparecen en el momento en que Madrid se convierte en una ciudad moderna”, concluye.
Dónde se encuentran, entonces, los últimos resquicios de las tertulias ilustradas. Qué queda del Comercial –donde las mesas eran lápidas puestas del revés-, qué ha sido del Gijón y del Varela.
Al Comercial se lo dio por muerto en 2015, después de 128 años, y su fachada, en la glorieta de Bilbao, se llenó de flores y cartas, en las redes todo eran tuits de lamento, y la única certeza es que cerró por la implacable ley del mercado. Sin embargo, volvió a abrir el mes pasado con un nuevo dueño y un nuevo aspecto: del Comercial solo queda el nombre y el recuerdo. Una suerte distinta ha corrido el Varela, que se fundó en 1884 y que fue en otro tiempo un lugar de encuentro para Carreré, Unamuno, los Machado. El Varela es ahora la cafetería de un hotel que se llama Preciados.
En cuanto al Gijón, pudo resistir por muchos años, recorriendo los tiempos duros de la posguerra y los años prósperos de la Transición, con los recuerdos lúcidos de Umbral y Cela y las juergas eternas de una tropa de novelistas, poetas, músicos, pintores y prostitutas que es memoria reciente de nuestra literatura. El Café Gijón fue, de algún modo, el último asidero de la tertulia madrileña. Castillo dice, sin embargo, que el Gijón es «una mistificación, un parque temático» que «ya no existe como tertulia desde hace mucho tiempo».
Con todo, el recuerdo del sábado en que Paco Umbral descubrió el Gijón o la historia tantas veces contada de la visita fugaz y atropellada de Truman Capote, que apareció buscando a un chapero y acabó comiéndose unos callos, eleva al Café Gijón a la categoría de santuario. Hay lugares que ni el tiempo ni los precios pueden echar abajo. Si las paredes hablaran.