La historia "verdadera" de Juan José Millás
Anna María Iglesia entrevista al escritor que lleva toda su vida escribiendo: Juan José Millás
Juan José Millás lleva toda la vida escribiendo. En 1975 publicó su primera novela, Cerbero son las sombras y, a partir de ahí, se ha labrado una sólida carrera literaria. Ha conseguido casi todos los premios posibles, desde el Premio Nacional de literatura hasta el comercialismo Premio Planeta, pasando por el Premio Nadal en 1990. Mi verdadera historia (Seix Barral) es una nouvelle sobre el sentimiento de culpa que envuelve a un adolescente que, un día, lanza una canica desde un puente y provoca un grave accidente de tráfico. Al sentimiento de culpa se suma el deseo de ser tomado en consideración por un padre ensimismado en los libros, donde encuentra refugio ante una vida que no lo satisface. Para el protagonista, la lectura, lejos de ser un refugio, es un espejo en el que verse reflejado y la escritura una vía de escape donde crear una ficción que termina coincidiendo con la realidad, pero ¿qué es lo real? ¿Aquello que está dentro o fuera de los textos?
En su novela El Mundo, un escritor iba a dar una conferencia sobre cómo lo irreal interviene en lo real. En Mi verdadera historia, el protagonista se plantea algo parecido, se pregunta si está dentro o fuera de la ficción.
Sí, efectivamente y es un asunto complicado. Yo suelo hacer la distinción entre aquello que nos ocurre y aquello que se nos ocurre: muchas veces aquello que nos ocurre es consecuencia directa de lo que se nos ha ocurrido antes. Todos somos hijos de un relato, ya antes de nacer, nuestros padres fantasean con si seremos niño o niña, abogados o ingenieros… claro que el relato pertenece a la ficción y nosotros pertenecemos a la realidad, pero como decía Shakespeare, estamos hechos de la materia de nuestros sueños. Es decir, es imposible una frontera entre la ficción y la realidad en nuestra propia historia o, dicho en otras palabras, es difícil encontrar la frontera entre lo que nos ocurre y lo que se nos ocurre.
En varias de sus novelas, hay como protagonista un escritor. En esta ocasión, tenemos un niño que escribe, pero aquí la escritura está desligada del deseo de ser escritor.
Sí, en esta ocasión la escritura aparece a pesar de quien escribe, puesto que este niño que escribe no lo hace porque le interesa la escritura o la literatura. A él, la escritura le interesa solo en tanto en cuanto su padre es crítico literario: cuando ve a su padre leer un libro, el niño imagina que ese libro lo ha escrito él, es decir, que él es el autor del libro que lee su padre. En este sentido, la escritura es una forma de soñar con que su padre le mira y la hace caso. A parte de esto, como en otras novelas, aparecen algunos ingredientes sobre el hecho de escribir, sobre por qué se escribe y sobre lo inquietante que hay en el hecho de la escritura y de la lectura.
Una cosa curiosa es que los títulos de los libros que lee el padre parecen contar la historia del protagonista.
Al niño lo que le pasa es que le da miedo leer, porque los libros que tiene su padre tienen para él títulos inquietantes: Crimen y castigo, por ejemplo, novela que el niño cree que se refiere al crimen que ha cometido, o El Idiota, título que cree que lo describe. Y, efectivamente, en los títulos que el padre lee, el niño va viendo su propia biografía y, por esto mismo, le da mucho miedo abrir un libro y leerlo. Tiene miedo de encontrarse a sí mismo desde de los libros.
¿La literatura funciona como espejo de un yo que se refleja?
Claro, porque en la escritura nos encontramos y nos desencontramos de forma simultánea y las dos cosas, el encuentro y el desencuentro, dan miedo. Por esto, salvo excepciones, frente a la escritura hay una ambivalencia tremenda: los escritores decimos que lo que más nos gusta es escribir, pero también es cierto que es un placer que retrasamos permanentemente. Es decir, no hay actividad para la que se busquen más coartadas que para la escritura: “hoy no empezamos porque nos duele la cabeza”, “hoy no tenemos bolígrafo” …. Y esta ambivalencia es común a casi todos los escritores y esto es así porque en la escritura uno se juega mucho y, como sucede con todas las cosas en las que está mucho en juego, gustan a la vez que asustan.
Para un lector como el padre, sin embargo, la lectura se convierte en un refugio ante una vida que no le convence.
Sí, porque el padre está ensimismado en sí mismo y en sus libros. Seguramente él no habría querido tener un hijo, él hubiera deseado más tener un libro y, en el caso de no tener más remedio que tener un hijo, habría preferido que su hijo fuera de ficción. Por esto precisamente gran parte de la novela trata de los esfuerzos que hace este crío para convertirse en un hijo de ficción.
Sin embargo, al final hay una reivindicación de lo real.
Sino una reivindicación absoluta de lo real, sí hay un intento de plantear una negociación entre lo irreal y lo real. Yo creo que lo irreal interviene mucho en nuestras vidas, porque lo irreal tiene sin duda más fuerza que lo real. Basta ver que la gente sigue matando por Dios y, de hecho, el otro día uno de los terroristas detenidos en Inglaterra decía que mataría a su madre por Alá lo que significa, en otras palabras, que mataría a su madre por una idea. Esta es la prueba de que lo irreal tiene mucha fuerza y, por esto, lo que se quiere mostrar en el libro es un intento por parte del padre y por parte del hijo de llegar a un acuerdo entre las dos dimensiones, lo real y lo irreal.
En gran parte de su obra usted ha jugado mucho con la mezcla, más o menos explícita, de lo autobiográfico y lo no autobiográfico.
Siempre, en todos los libros, hay este juego. Cuando me preguntan sobre si un libro mío es autobiográfico, siempre respondo que el libro es autobiográfico en la medida en que puede no serlo, puesto que cuando escribimos una novela nos nutrimos de nuestras experiencias o de las experiencias de personas cercanas nuestras. Es decir, siempre hay un grado alto de autobiografía, lo que pasa es que metamorfoseamos nuestra propia experiencia de manera tal que entre lo que nos sucedió y lo que finalmente contamos se produce una transformación a la de un gusano cuando se convierte en mariposa. Por esto, cuando me preguntan qué hay de autobiográfico en este libro, contesto que en su literalidad hay poco, pues yo no viví el suceso fundacional que vive el protagonista, pero en la sustancia el libro es completamente autobiográfico. Es autobiográfico en las dudas que sufre el adolescente, en el sentimiento de culpa, real o imaginario, tan propio de la adolescencia, que es un periodo en el que se viven incluso cosas banales de forma muy trágica. Finalmente, si atendemos a lo anecdótico, el libro no sería autobiográfico, pero sí lo es si vamos al tuétano.
¿Y es ese tuétano autobiográfico lo que, al mismo tiempo, convierte lo anecdótico del yo en lo universal?
Efectivamente. El objetivo de toda novela es que aquello que cuentes sea metáfora de algo mucho más amplio. Si contamos la vida de cualquiera de las personas que nos rodean ahora estaríamos contando la vida de todos. A esto sirve la literatura.
Usted afirmaba que siempre le interesado narrar vidas corrientes y hablar de gente anónima. ¿Es en la anónima cotidianidad donde reside lo universal?
La vida más corriente del mundo es una vida absolutamente singular, porque la singularidad está en lo normal. De manera que no hay que hacer grandes aspavientos, pues para contar grandes historias no hay que viajar al centro de África, basta con viajar hasta la tienda de chinos de tu barrio. Se trata de ver lo cotidiano para así iluminarlo de tal manera que eso que nos resulta familiar se convierta en extraño. Yo creo que una de las obligaciones de la literatura es desfamiliarizarnos de aquello que nos es familiar, porque es precisamente así que los hechos banales adquieren significado.
Su planteamiento recuerda la idea de Freud de que lo extraño o, como él decía, lo siniestro está en lo familiar.
Sí, Freud decía que lo siniestro es aquello que es simultáneamente familiar y extraño. Esta afirmación es un acierto brutal. Esto lo experimentamos perfectamente cuando volvemos a casa de nuestros padres y entramos en la habitación en la que fuimos niños, donde todo está igual; la habitación nos resulta un espacio muy familiar, pero a la vez muy extraño en cuanto ya no somos el niño que creció en esas cuatro paredes. Yo creo que una de las obligaciones de la literatura es justamente hacer que lo familiar se convierta en extraño y esta extraña combinación, la de lo familiar y lo extraño, es lo que Freud llamaba lo siniestro. Solemos pensar que lo siniestro es algo que viene de fuera, pero no, lo siniestro es algo que nace de dentro.
Antes le preguntaba sobre el juego autobiográfico en sus novelas, ¿le interesa la autoficción?
Es una literatura interesante, lo que pasa es que como aquí funcionamos mucho por voces de péndulo y etiquetas, hablamos ahora de la autoficción como si fuera un invento cuando la Divina Comedia ya era autoficción. Y contestando a tu pregunta, es un género que me interesa en cuanto es un género fronterizo, al tener un pie en la realidad y otro en la ficción. Los grandes hallazgos siempre se han producido en la frontera, por esto son tan interesantes las Crónicas de Indias, escritas desde un mundo absolutamente desconocido, un mundo que les era completamente extraño a sus descubridores, que no tenían otro lenguaje y otras referencias que las suyas para poder describirlo y explicarlo. Se producía así una mezcla, otra vez, entre lo familiar de las referencias y lo extraño del nuevo mundo. Los relatos fronterizos son siempre fantásticos, porque no solo mezclan lo raro que está más allá de la línea de frontera con lo familiar de quien habla, sino porque obligan a un ejercicio lingüístico: contar lo extraño con el lenguaje de antes. El espacio natural del artista es siempre la frontera.
¿Podemos decir que la idea de mezcla se concreta para usted en el concepto de escritor bastardo, término con el que se definió en una entrevista con Nuria Azancot?
Sí, esta idea proviene de un texto de la ensayista francesa Martha Robert. Ella parte del trabajo de Freud La novela familiar de un neurótico, donde el psicoanalista dice que todos, en algún momento, hemos fantaseado con la idea de que nuestros padres no eran nuestros padres. Martha Robert, por su parte, dice que sí que hay gente que siente que sus padres son sus padres y, por tanto, señala que el mundo se divide entre los bastardos, que son aquellos que se preguntan si sus padres son verdaderamente sus padres, y los legítimos, que son aquellos que no tienen dudas sobre la paternidad de sus padres. La pregunta que se hace Martha Robert es a qué grupo pertenece el escritor y, evidentemente, la respuesta es que el escritor es el bastardo porque la primera obligación de un escritor es cuestionarse la realidad, es preguntarse si sus padres son sus padres. Aquel no dude nunca sobre la paternidad de sus padres, es decir, aquel que no cuestiona la realidad podrá escribir el código civil, pero nunca Madame Bovary.
Usted definió a Vargas-Llosa como un escritor bastardo y un periodista legítimo, ¿Juan José Millás es también un escritor bastardo, pero un periodista legítimo cuando escribe en los periódicos?
Yo no creo que en mi caso se produzca una diferenciación en el momento de escribir, no creo que cuando escribo para prensa soy legítimo y cuando escribo novelas soy bastardo. Yo soy bastardo siempre, porque de hecho yo practico un periodismo más propio del bastardo que del legítimo. No establezco, además, esta división porque para mí la frontera entre el periodismo y la literatura es una frontera muy artificial. Si vamos al género estrella del periodismo, el reportaje, nos damos cuenta de que lo único que diferencia el reportaje de un cuento es que en el primero los datos vienen de fuera, tú no puedes inventar nada. Sin embargo, el modo de seleccionar los materiales y de articularlos para el reportaje es el mismo que se lleva a cabo en la escritura del cuento y en ambos casos hay una selección. El hecho de seleccionar algunos materiales para un reportaje, excluyendo otros, ya es una forma de “manipulación” y no lo digo en el mal sentido de la palabra; la selección es imprescindible, la cuestión es el criterio que se utiliza. Y normalmente el criterio empleado es seleccionar aquello que puedes poner al servicio del significado, lo mismo que haces cuando escribes un cuento.
Y por lo que se refiere a los lectores, ¿hay el lector del Juan José Millás escritor y del Juan José Millás articulista?
Sin duda, hay lectores que solamente me leen en el periódico, pero sin embargo no hay lectores que solamente me lean en las novelas. El lector de novelas lee todo. Y luego hay quienes se acercan a las novelas a través del periódico. Pero sí, esta división existe, solo que resulta imposible cuantificar los diferentes tipos de lectores.
Es su novela se lee: “Mi padre no lee textos premiados, textos que nacen con el pecado original de la comercialidad”. ¿Quiso representar a través del padre un determinado tipo de lector con prejuicios? O, en otras palabras, ¿somos demasiado prejuiciosos con los premios literarios?
Hay un prejuicio con los premios, pero es un prejuicio que es natural. Casi todos los premios nacen con el estigma de la comercialidad, es indudable. Precisamente por esto, por los prejuicios que pueden rodear siempre a un escritor, suelo decir que lo mejor es ser un escritor muerto. Siempre puedes tener prejuicios hacia un escritor vivo, sobre todo prejuicios por su presencia pública: a uno escritor vivo, no sólo lo lees, sino que lo escuchas por la radio, lo ves en televisión y en otros medios y su figura pública puede no gustarte para nada. Y esto es problemático, porque es difícil leer a un escritor que te cae mal, aunque sepas que es bueno. Sin embargo, con un escritor muerto esto no pasa: seguramente a mí me habría caído mal Truman Capote, porque, digamos, era un hombre muy complicado, pero no lo leo con prejuicios. Un escrito vivo, que actúa y es un personaje público, cae bien o mal, y los lectores se relacionan a partir de la percepción que tienen, de ahí que lo mejor es estar muerto.
¿La sobreexposición es un arma de doble filo para el escritor?
Sí, claro y, de hecho, puede haber casos excepcionales, pero creo que el sueño íntimo de todo escritor es no tener vida pública ninguna, publicar incluso con seudónimo y ver, a través de un agujero, lo que pasa con su obra, aunque esto no puede ser.
Yo diría que hay excepciones más que notables y reconocibles.
Sin duda hay escritores a los que le gusta visibilidad, pero creo que en la mayoría de los casos no es así. Lo que pasa es que, en una sociedad tan mediática como la nuestra, es difícil ser escritor y no tener una cierta visibilidad, comenzando por el hecho de que el editor, que está en la misma aventura que tú con el libro, te pide que hagas promoción. Sin embargo, mi sueño sería desaparecer como autor.