Algunas verdades desagradables
En estos días atroces que vive Venezuela, cuando logro desconectarme de la mecánica nacional, he vuelto sobre las páginas de un texto clásico de la historia del siglo XX. Se trata de “La República española y la guerra civil (1931-1939)” del estadounidense Gabriel Jackson, que ni más ni menos permite entender, literalmente desde su incubación, cómo se fueron dando los pasos hasta llegar a la guerra civil, cuyas heridas aún no están curadas del todo en la España del siglo XXI.
En estos días atroces que vive Venezuela, cuando logro desconectarme de la mecánica nacional, he vuelto sobre las páginas de un texto clásico de la historia del siglo XX. Se trata de “La República española y la guerra civil (1931-1939)” del estadounidense Gabriel Jackson, que ni más ni menos permite entender, literalmente desde su incubación, cómo se fueron dando los pasos hasta llegar a la guerra civil, cuyas heridas aún no están curadas del todo en la España del siglo XXI.
No trazaré acá un paralelismo entre aquello y lo que vivimos en Venezuela, aunque no tengo dudas de que sería un terreno de interesante indagación. En realidad, Jackson me ha permitido dar con algo que desde hace varias semanas me viene dando vueltas en la cabeza. Se trata de las verdades incómodas, aquellas que nadie quiere oír, pese a que pocos segundos antes en una reunión social o familiar alguien te dice ¿Y cómo ves la vaina?
Jackson lo sintetiza de esta forma: “las pasiones políticas impidieron a la mayoría de los observadores reconocer las verdades desagradables con respecto al bando con el cual simpatizaban”. En no pocas ocasiones he manifestado públicamente mi voto de confianza a la dirigencia de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD). En mi rol de periodista e intelectual público intento que el apoyo a la MUD no me empañe la visión y el análisis del momento tan dramático y definitorio que vivimos.
Esta adhesión pública, sin que medie un interés económico o un vínculo partidista, no la hago sólo ahora cuando día por medio tenemos a algún diputado opositor herido o vejado por estar al frente de las manifestaciones de calle. Lo expresé sin ambages en noviembre-diciembre del año pasado, cuando la vocería opositora pasaba por una hora oscura tras el fracasado diálogo con el gobierno y lo que fue, en el imaginario popular, el enfriamiento de la calle.
Sobre esto último hay mucha tela para cortar, pues si se revisan las cifras del Observatorio Venezolano de Conflictividad Social en realidad la calle tiene bastante tiempo sin estar lo que se dice fría, aún pese a la represión y la criminalización de la protesta popular, ésta última ampliamente denunciada por Provea.
Primera verdad. No hay ninguna señal de un resquebrajamiento serio al interior de las Fuerzas Armadas, al menos al momento en que escribo estas líneas. Hay malestar en mandos medios y cansancio en los uniformados que deben salir a la calle, pero el duopolio represivo de alto mando de la FAN y gobierno de Nicolás Maduro se mantiene amalgamado. Sin una ruptura en esta alianza no habrá cambio. La represión de la protesta, junto a las muertes a cuentagotas que se vienen registrando, hay que decirlo, se pueden mantener por largo tiempo.
Segunda verdad. Un escenario de cambio no nos conducirá necesariamente a la democracia. Como demócrata que soy y venezolano que vive en Venezuela sin plan B de emigrar, deseo profundamente que cualquier posibilidad de cambio desemboque en la restauración democrática, bajo los principios trazados en la Constitución de 1999. Ese es, sin duda, mi deseo más profundo.
Pero existe un claro riesgo (y la constituyente empujada por Maduro le pone fecha a ese escenario) de que pasemos no a más democracia sino a más dictadura. La represión puede subir de tono, se eliminen instancias judiciales independientes y sencillamente se militariza todo aquello que tenga que ver con la protesta política (ya hay bastante señales de que se puede ir en esa dirección). El punto culminante de tener más dictadura podría ser la salida de Maduro del poder y su reemplazo por alguna junta militar que asuma bajo la lógica de que “hay que poner orden”.
Tercera verdad. La caída de la dictadura no se resolverá en cuestión de horas con la huida del tirano. En el imaginario venezolano pesa mucho la visión idílica de que una vez que Pérez Jiménez huyó hubo en el país un florecimiento democrático inmediato, en 1958.
El madurismo, como degeneración autocrática del chavismo, combina no sólo la condición de una dictadura convencional (represión, censura, control de las instituciones) sino que hay dos elementos que a veces soslayamos. Por un lado, la condición de narcotraficantes que han adquirido muchos de quienes son figuras oficiales, junto al poder tras bambalinas que tiene la dictadura cubana en Venezuela, asunto que se ha acrecentado tras la muerte de Hugo Chávez y la asunción de Nicolás Maduro.
Cuarta verdad. Tarde o temprano llegaremos a una mesa de negociación. El enquistamiento del chavismo en la estructura del Estado y la adhesión sin reticencias del sector militar (que además se encarga del trabajo represivo) no se acabará solamente con la renuncia de Maduro (en caso de que éste renuncie por voluntad propia o forzado por los militares).
Lo último que se ha discutido, de un grupo de países “amigos”, con naciones que sean colocadas a partes iguales por el gobierno y la oposición, podría ser una vía concreta no de dialogar (el tiempo del diálogo creo yo se acabó el 1 de diciembre de 2016) sino de negociar. Si usted le da crédito a lo que he dicho en las líneas anteriores entenderá que hay mucho que negociar.
Ni la crisis económica (aún agudizándose como se prevé) ni una agenda permanente de protestas en la calle (con la intensidad que viene sucediendo) generarán –por sí solas- el anhelado cambio democrático.
Ni será rápido, ni será fácil. Esa es la quinta verdad. Un buen amigo me considera un pesimista, cuando le comparto esta visión. Trato de mirar la realidad sin que los cristales de mis anteojos estén empañados por lo que deseo para mis hijos (que vivan en un país libre y próspero). No estoy diciendo que estamos condenados como sociedad, sólo que debemos afrontar este momento definitorio para la vida nacional mirando no sólo las posibilidades, sino también los riesgos.
Se trata de mantenerse, en esta hora de crisis, con convicciones firmes y resiliencia en la actuación cotidiana, tanto social como individualmente.