Hablamos con la autora de ‘Fantasmas, apariciones y regresados del Más Allá’ (ed. Sans Soleil), una antología de textos inéditos sobre lo fantasmal que nos conduce al origen de algunas de nuestras supersticiones y leyendas urbanas más terroríficas.
Barcelona es una ciudad embrujada, en cada una de sus calles habita el misterio. En la plaza de Sant Felip Neri, en el barrio del Gótico, los balones de los niños que salen del colegio impactan contra los muros heridos de metralla que fueron testigos del horror durante la Guerra Civil. Y bajo aquellos mismos adoquines por los que caminan los turistas aún permanecen los restos de un antiguo cementerio medieval. Es una plaza donde muertos y vivos conviven en un paz que impone el tiempo y, por eso, un lugar ideal para una historia de aparecidos.
“¿Habéis escuchado hablar de la amante fantasma? Había una mujer llamada Filínion que tras morir se enamoró de un joven con el que pasó los días y las noches, y comió y bebió, y mantuvo sexo con él como si estuviese viva”, nos cuenta Alejandra Guzmán, doctora en Filología Clásica y autora del libro ‘Fantasmas, apariciones y regresados del Más Allá’, publicado por la editorial San Soleil.
Diana y yo esquivamos los balones y contenemos el aliento. En los muros de la plaza, picados de viruela, nos parece que se esconde el origen de muchas de las leyendas en las que seguimos creyendo, aunque sean más antiguas que la primera piedra de la murallas de la ciudad. Porque la mayoría de las supersticiones que nos acompañan desde la infancia provienen, dice Alejandra, del Más Allá de la historia, en concreto, de la Antigua Grecia y Roma.
Tras años investigando y traduciendo del latín y el griego textos clásicos y documentos medievales y renacentistas, ha recopilado asombrosas historias sobrenaturales que revelan que aquello que nos asusta -las chicas de la curva, las Verónicas que aparecen en un espejo si las nombras, los errantes espectros vengativos y las casas encantadas-, también erizó el vello de nuestros ancestros. Y sus testimonios son tan reales como un crujir de muebles o la temblorosa voz de una psicofonía.
“Las damas blancas, las lamias y las ninfas han sido muy temidas por los hombres no solo por su componente sobrenatural, sino erótico”
“En la Antigüedad ya se hablaba de fantasmas que vestían una mortaja blanca y arrastraban cadenas. Recojo en el libro un relato de Plinio El Joven que fue considerado el primer cuento de fantasmas de Occidente e influyó en los escritores del siglo XIX y las películas del siglo XX, a pesar de que él lo narrase como algo real, porque recuperó una leyenda urbana que debía explicarse en todo el Mediterráneo. En su crónica ya figuraba el tópico de la casa barata que nadie quiere habitar y el muerto sin descanso que sigue rondando porque falleció de forma violenta. De hecho, en Roma se podía denunciar a quien te vendiera una casa sin informarte de que estaba poseída por espíritus. Los arquetipos son universales y hay historias similares de ‘poltergeist’ y platos que vuelan que han seguido en nuestro imaginario hasta la actualidad”, cuenta Alejandra.
Vengativos fantasmas femeninos
En uno de los nueve libros de ‘Historias’, el erudito griego Heródoto explica el caso de un tirano de Corinto, Periandro, que recurre a su difunta esposa a través de un oráculo para preguntarle por un dinero oculto, y ella le reprende desde la tumba por haber “metido el pan en un horno frío”. Es decir, el cruel Periandro además de asesino era necrófilo y ella, ofendida y helada, le pide un tributo para poder descansar en paz.
El tópico del difunto que vuelve para vengarse ha sido una constante a lo largo de la historia. Sobre todo, recalca la autora, cuando se trata del espíritu de una mujer, las llamadas ‘damas blancas’. “Una de las cosas de las que me he dado cuenta leyendo toda la literatura desde la Antigüedad hasta los siglos XVI y XVII es la poca presencia femenina en la historia, que luego se reivindica más allá de la muerte. Los fantasmas femeninos empoderan de alguna manera a la mujer. Desde la época romana se narra cómo esposas y madres que sufrieron las afrentas de los hombres, fueron asesinadas o murieron en circunstancias trágicas, cuando regresan como fantasmas tienen más poder del que tuvieron en vida”, asegura.
Como las chicas de la curva y las novia perpetuas que rondan a quienes viajan por una carretera de madrugada o las seductoras entidades que arrastran a la muerte a los caballeros que atraviesan un bosque solitario. “Criaturas como las lamias, las ninfas de agua y las ondinas de los lagos fueron muy temidas por los hombres no solo por su componente sobrenatural, sino también erótico. Luego, en la literatura medieval, esos mismos poderes demoníacos se les atribuyen a las brujas, de las que se dice que son esposas del diablo y que pueden arrebatar la virilidad masculina”, resume.
“Desde la Antigüedad, los filósofos justificaron que la gente veía cosas porque tenían los sentidos distorsionados”
Estas supersticiones llegaron a ser tan reales que incluso acabaron en los tribunales. Quintiliano, abogado y orador romano, refiere el caso de una mujer que denunció a su esposo por malos tratos porque no le permitía relacionarse con su difunto hijo que la visitaba cada noche en sueños.
En otras ocasiones, no era el fantasma quien obraba una venganza, sino que penaba lastrando una condena el resto de la eternidad o hasta que se celebrase una misa por su alma. “En la Edad Media aparece la idea de Purgatorio y la imposición de un castigo en el Más Allá. Los muertos regresan para reclamar misas y decirles a los vivos lo que les puede ocurrir si acaban pecando. En una de mis historias favoritas del libro, que titulé ‘Los zapatos de la concubina’, se narra cómo la amante de un sacerdote le pide antes de morir que mande hacer unos zapatos de piel para ella. Una noche, la dama se le aparece a un caballero únicamente vestida con un camisón y aquellos zapatos, la persigue un cortejo de perros y diablos con antorchas por el bosque. En su huida, el caballero le arranca un mechón de pelo y al día siguiente, cuando lo explica en el pueblo, abren la tumba de la concubina y descubren que le falta un mechón”.
¿Fantasía o fantasma?
A la mayoría de nosotros nos produce vergüenza confesar que seguimos siendo tan supersticiosos como quienes nos precedieron. Sin embargo, en los pueblos se mantiene la creencia en lo sobrenatural sin que por ello nadie se sienta estúpido ni desconfíe en los beneficios de la Ciencia. “Muchísimos rituales como que la sal es catalizadora de buenas y malas vibraciones o que el novio debe coger en brazos a la novia en el umbral las heredamos de los romanos. Las sociedades rurales que tienen un apego a lo espiritual funcionan prácticamente igual que en la época grecolatina”.
Mucho antes de que Google se convirtiera en nuestro oráculo de Delfos, ya existían los escépticos. Filósofos como Platón o Aristóteles se preguntaron sobre la naturaleza de las apariciones fantasmales y otros fenómenos de corte paranormal.
“Los filósofos griegos justificaron que la gente veía cosas porque tenían los sentidos distorsionados o porque recordaban algo y lo reproducían en su mente como si fuera real. Esta idea luego se retomó con la aparición del Diablo en la Edad Media, que era el culpable de las ilusiones fantasmagóricas. La palabra alemana ‘poltergeist’, de hecho, surgió en los círculos protestantes y los seguidores de Lutero negaron que existieran almas en pena y un Purgatorio. Ahora le damos muchísima prioridad a lo científico y parece que la historias que nos han acompañado siempre sean absolutamente ‘freak’ y secundarias, cuando pertenecen a un acervo cultural que se debe reivindicar”, concluye la autora.
Cuando era niña, mi abuela solía colocar un limón bajo las camas si notaba en la casa alguna energía ‘perturbadora’, y si se te dormían los pies debías hacerte cruces con saliva en las plantas. Los nietos llevábamos puñados de sal en los bolsillos el día de un examen. Decía cosas como: “Hay que fregar el suelo del interior hacia la entrada para que se vaya lo malo” o “ni se te ocurra barrer la puerta de un cementerio”. He crecido escuchando historias de fantasmas familiares, de caserones de pueblo donde unos brazos invisibles salvaron a uno de mis tíos de caer en una piscina y de hombres que aparecen en el quicio de la puerta vestidos de época y se sorprenden de verte tanto como tú a ellos.
Los fantasmas que me producen más miedo son los de carne y hueso, le digo a Diana. Y ella asiente y busca calles oscuras y solitarias para tomar una fotografía. Ninguna de las dos quiere volver sola a casa.