“Show me a hero, and I’ll write you a tragedy.” ― F. Scott Fitzgerald
Durante los años 20, más allá del Jazz y los excesos de la noche que se aferran de madrugada a las décadas, con la marca de la Primera Guerra Mundial aparece una generación de escritores estadounidenses que se liberan de sus experiencias bélicas y del sin sentido de la guerra para crear un estilo de vida. Mejor conocida como la Generación Perdida, estos escritores americanos hicieron de Europa –especialmente París– y su liberalismo cultural un nuevo hogar en donde ignorar el pesimismo y los embates económicos de la embestida en casa.
De este grupo surge un prototipo literario que se creó un nombre entre las sombras del dinero y la indecisión de escribir por amor al arte. Francis Scott Fitzgerald, autor americano, decadente por naturaleza, a veces alcohólico y depresivo, casi siempre con un talante atrapado entre la fama y el brillo del Jazz, es la estela de esa generación perdida a la que también pertenecieron Ernest Hemingway, John Steinbeck, Ezra Pound y William Faulkner.
Desde mucho antes de que en el 2013 Leonardo DiCaprio protagonizara la segunda adaptación cinematográfica de una de las novelas más conocidas en el inventario de Fitzgerald, El Gran Gatsby ya era reconocida como uno de los romances elementales de la literatura moderna. Sin embargo, la construcción de esta ficción de superficies fútiles y familias acaudaladas publicada en 1925 por Fitzgerald es solo el costado de un legado que utilizó al Jazz, las fiestas y las apariencias para describir una desesperación colectiva.
Fitzgerald se entendió con el éxito desde temprano, su debut definitivo fue a sus 23 años con la novela A este lado del paraíso, pero ya con anterioridad la pugna entre el amor, al arte y al dinero se mezclaban en una reflexión personal que aceptaba sus propias aspiraciones consumistas. Por ejemplo, en 1920 Fitzgerald publica Los cuatro puños, una historia que el mismo admitió haber escrito “desesperado una noche porque tenía una pila de tres centímetros de cartas de rechazo y era económicamente necesario para mí darle a la revista lo que querían”.
Durante su carrera como escritor ese mecanismo de escribir para los editores o para su tranquilidad artística se presentó como una de sus mayores tribulaciones personales, a pesar de que para 1929 ganaba $4,000 -$55,000 en el presente- por cada historia vendida al Saturday Evening Post.
Gatsby ni siquiera fue el éxito literario que hoy conocemos en su época. Fitzgerald era mucho más conocido en el codeo intelectual y nocturno por su turbulenta relación con Zelda Fitzgerald, también escritora, o por sus relatos cortos y obras posteriores como Hermosos y Malditos, Cuentos de la era del Jazz, y Suave es la noche. Sin embargo es Gatsby la que fue posteriormente considerada como unas de las mejores novelas de la historia de Estados Unidos, un símbolo de esa época, lo mejor y lo peor del sueño americano.
Amor en tiempos de Jazz
La depresión y posterior esquizofrenia de Zelda, añadido a los problemas de alcoholismo y los propios intentos de suicidio del autor, crearon una clásica tragedia de ascenso y caída en donde precisamente esas desventuras fueron el elemento catalizador para una bibliografía casi tan extravagante como sus ficciones.
En una carta a su agente, Harold Ober, Fitzgerald narra el episodio del suicidio: «Conseguí una morfina [vial] y tragué lo suficiente como para matar a un caballo. Sucedió que era una sobredosis y casi antes de poder llegar a la cama vomité todo y la enfermera entró -vio el frasco vacío- y hubo un infierno que pagar por un tiempo. Luego me sentí como un tonto».
Su relación con Zelda fue precisamente famosa por las fiestas, la lujuria, la violencia y los excesos. Cuando Fitzgerald murió vivía en Hollywood con su amante, la columnista de chismes Sheilah Graham mientras Zelda subsistía en un hospital para enfermos mentales en el Norte de Carolina. Zelda no atendió a su funeral, aunque sí adquirió para este un espacio en el cementerio de Rockville en Maryland, donde ella también fue enterrada al morir en 1948 durante un incendio del hospital psiquiátrico de Highland.
Las cartas y archivos de Fitzgerald, quien documentaba minuciosamente su vida y desventuras, reflejan ese estereotipo de escritor de romances e historias tal vez más impersonales de las que hubiera querido contar con el cual sus editores y contemporáneos se afincaban en encerrarlo.
«Sería un milagro o un pirata si pudiera seguir produciendo un producto idéntico durante tres décadas. Sé que eso es lo que se espera de mí, pero en esa dirección el pozo está bastante seco…»
“No es particularmente probable que escriba muchas más historias sobre el amor joven. Fui etiquetado con eso por mis primeros escritos hasta 1925. Desde entonces, he escrito historias sobre el amor joven. Se han hecho con dificultad creciente y creciente insinceridad. Sería un milagro o un pirata si pudiera seguir produciendo un producto idéntico durante tres décadas. Sé que eso es lo que se espera de mí, pero en esa dirección el pozo está bastante seco y creo que soy mucho más prudente al no tratar de forzarlo, sino abrir un nuevo pozo, una nueva veta. . . Sin embargo, un número abrumador de editores continúa asociándome con un interés absorbente en las chicas jóvenes, un interés que a mi edad probablemente me lleve tras las rejas”, le escribe al editor de la revista Collier’s Kenneth Littauer, en 1939.
La rapidez con que se generó este estereotipo fue la que aplacó parte del potencial de Fitzgerald para adentrarse en otras complejidades de la historia americana. Aunque siempre se consideró a sí mismo un novelista, su ficción corta y cuentos fueron a menudo el mayor campo de pruebas y borradores para sus ideas y personajes.
Cuando a Fitzgerald le preguntaron en una entrevista en 1936 sobre los escritores de aquella generación que vivió al ritmo del Jazz y el sabor de la ginebra, este recuerda la futilidad y autodestrucción de una generación que intento regresar a la normalidad después de una guerra que para muchos nunca tuvo sentido:
“Algunos se hicieron especuladores y saltaron por la ventana. Otros se convirtieron en banqueros y se pegaron un tiro. Otros se hicieron periodistas”.
Precisamente ese término de “generación perdida” acuñado por Gertrude Stein se refería a la falta de propósito o impulso resultado de la desilusión y desolación de la Primera Guerra Mundial para quienes en la época tenían entre 20 y 30 años.
Es entonces cuando aparece esa ficción de decadencia, viajes sin rumbo, bebida y fiestas de los círculos de expatriados. Su naturaleza es la frivolidad en las vidas superficiales de jóvenes ricos después de la guerra, historias que juegan con la banalidad de sus personajes y con los roles tradicionales de la época para idealizar un pasado ilusorio, para entenderse en una década de desalientos y excesos.
Fueron esos excesos lo que acabaron con la vida de Fitzgerald un 21 de diciembre de 1940, año en el que murió tras sufrir un ataque al corazón luego de una larga historia de alcoholismo. Falleció antes de poder completar su última novela, El último magnate, desacreditado por su generación como tantos grandes escritores, anhelando esas ficciones decadentes y románticas que terminaron por ser un espejo de su vida detrás de los libros.