David Lizoain: "Garantizar nuestras democracias pasa por democratizar nuestras economías"
Este ensayo es un análisis político de la realidad que funciona también como advertencia y llamada a la acción, en este caso desde una indisimulada posición socialdemócrata alejada de una Tercera Vía que define como «una nostalgia que la socialdemocracia no se puede permitir».
No sobran los vaticinios funestos en medios y libros como para acercarse con alegría a un ensayo que lleva por título El fin del Primer Mundo. No obstante, el nombre tiene más de advertencia por el futuro próximo si persisten problemas como la desigualdad, la precarización o la degradación medioambiental, que de diagnóstico fatalista del presente. Este ensayo es un análisis político de la realidad que funciona también como advertencia y llamada a la acción, en este caso desde una indisimulada posición socialdemócrata alejada de una Tercera Vía que define como «una nostalgia que la socialdemocracia no se puede permitir».
Su autor, David Lizoain Bennet (Toronto, Canadá, 1982), se define como un economista «español vasco-judío-canadiense». Ha estudiado en Harvard y en la London School of Economics, pasó su infancia en Canadá y ha vivido en Francia. Aunque reside en Madrid, antes lo hizo en Barcelona, por lo que si algo podemos concluir es que difícilmente su análisis pecará de localismo, tanto en su visión del mundo como de los problemas internos de España. Las comparaciones entre sus distintos lugares de residencia son constantes y su conclusión es clara: aunque con matices, el Primer Mundo está en peligro en su conjunto y por razones económicas, laborales, políticas, sociales y medioambientales similares. Problemas a los urge, según Lizoain, dar respuesta con un mayor y mejor reparto de la riqueza y de las cargas.
Escribe que «El espíritu de la época lo marcaba el optimismo». ¿Por qué ya no es así? ¿Hay razones para tanto malestar? Muchos contraponen datos de mejoras objetivos en series históricas más amplias y, en cambio, su libro habla nada menos que del fin del Primer Mundo y sus certezas.
En Estados Unidos, los atentados de las Torres Gemelas pincharon una burbuja de seguridad y prosperidad que se asociaba con los años finales de la década de los 90. La deriva posterior de la Guerra en Irak también lastró la autoestima y la confianza del país. Pero para mí lo más relevante, porque también pasa en Europa, fue la Gran Recesión y los años posteriores de estancamiento económico y de pérdida de protección social. Si comparamos la Atenas de ahora con la Atenas de Pericles, pues es muy fácil decir que se vive mucho mejor. Pero si la comparamos con la Atenas de los juegos olímpicos de 2004, pues el país es más pobre que hace más de una década y no creo que haya mejorado la calidad democrática desde entonces. Grecia representa un caso extremo pero también sirve de advertencia para todos los demás países supuestamente ricos.
Cita a un asesor de Donald Trump que dijo que «el capitalismo es mucho más importante que la democracia». Esto, que antes era algo que tenían China o Rusia, ya lo piensan gran parte de los ciudadanos de las democracias occidentales. La democracia necesita ser eficiente para sobrevivir. ¿Tiene tan claro que el futuro de occidente a largo plazo es democrático?
Creo que el futuro de nuestras democracias va ligado a la capacidad de nuestro modelo económico de satisfacer nuestras expectativas materiales. Si miramos el futuro, se puede observar que el modelo actual es insostenible, al menos en sus fundamentos energéticos. Si no se lleva a cabo una transición energética para descarbonizar nuestras economías, nos veremos abocados a unos escenarios de cambio climático muy indeseables. A mi juicio, garantizar nuestras democracias pasa por democratizar nuestras economías, sobre todo para abordar ese reto del cambio climático. Si no se hace, veo bastante factible un proyecto de eco-apartheid que combine la desregulación de los mercados con un control muy rígido sobre las fronteras y las sociedades.
Dice que «la acumulación de riqueza amenaza con arrollar nuestra capacidad compartida para el control democrático». La desigualdad parece insostenible, y así lo consignan casi todos los análisis. Sin embargo, no parece que la dinámica fiscal en el mundo (rebajas generalizadas de impuestos a ricos y empresas grandes, competencia fiscal desleal, etc.), vaya en esa dirección.
La primavera árabe se inicia a finales de 2010, en la primavera del 2011 aparece el 15-M en España, y en el otoño del 2011 el movimiento Occupy se instala en Wall Street. Cuando Thomas Piketty publica El capital en el Siglo XXI unos años más tarde, por una parte está constatando rigurosamente unas ideas ya muy extendidas: está aumentando la desigualdad y esto es peligroso para nuestras democracias. Pero si se titula “en el Siglo XXI” es porque también nos advierte que esta tendencia irá a peor si no se toman unas medidas contundentes para limitar la concentración de la riqueza. Será cada vez más relevante la brecha política entre quienes quieren luchar en contra de la desigualdad y los que no.
Si no le entiendo mal, la desigualdad no se explica por la irrupción tecnológica, sino por una respuesta ideológica e interesada a la misma.
Al hacerse más palpable esa desigualdad creciente, también se hace más urgente el debate sobre sus causas, sean la tecnología, la globalización, la inmigración, etc. El capitalismo y la destrucción creativa de la que hablaba Schumpeter van de la mano, y que haya ganadores y perdedores es intrínseco al funcionamiento de una economía de mercado. Pero lo determinante es cómo se abordan estos choques constantes para repartir las ganancias y las perdidas. Las economías nórdicas son de las más abiertas a la globalización porque son las más socialdemócratas. Garantizar una buena red de seguridad es la mejor manera de asegurar que los grandes cambios se puedan vivir como una oportunidad y no simplemente como una amenaza.
¿Cómo debería financiarse esa solidaridad y en qué prioridades debería reflejarse?
En nuestras sociedades crece la precariedad y la polarización, y ya no se puede dar por hecho ni los buenos salarios ni la permanencia de las protecciones sociales. La inseguridad económica genera un caldo de cultivo para mensajes insolidarios, racistas, ultra-nacionalistas, etc. El reto principal, y lo que debería ser la piedra angular de nuestro contrato social, es garantizar la seguridad económica universal. En un país como España, eso supone un mayor gasto social financiado mediante una mayor recaudación de impuestos. Señalaría un par de prioridades: unas buenas políticas familiares –por ejemplo de infancia, de cuidado al largo plazo– y un mayor gasto en la economía verde y la transición energética.
Las empresas financieras y las multinacionales funcionan con lo mejor de ambos mundos: marcos legales nacionales garantistas y más propicios para contratar barato, y con marcos globales para sus diseños fiscales, financieros y contables. Siendo así, ¿cómo confiar en que es posible llevar a cabo medidas fiscales como las que apunta? Es decir, subir impuestos.
Sería pecar de ingenuidad pretender financiar un estado de bienestar avanzado exclusivamente a través de subidas de impuestos a los ricos, lo cual no quiere decir que eso no debería formar parte de cualquier reforma fiscal progresista. Sabemos que es más fácil subir los impuestos sobre los factores de producción que difícilmente se pueden mover – en este caso el trabajo y el suelo– que sobre el capital. Pero una parte cada vez mayor de la riqueza es inmobiliaria, así que un nuevo marco fiscal para el suelo es un tema urgente. A la hora de gravar los capitales más líquidos, necesitamos buscar respuestas transnacionales (europeas en nuestro caso, para empezar). En esta materia, que es fundamental para la lucha contra la desigualdad, podemos percibir claramente las limitaciones intrínsecas de cualquier proyecto soberanista.
«Un sector financiero hipertrofiado es un lastre para el resto de la economía. Las finanzas son como las tuberías, que sean necesarias no justifica que se ponga un baño en cada habitación de la casa». Dice que hay que volver a un marco nacional para las finanzas. Esto suena aún menos realizable.
Más bien lo que digo es que hay que acabar con el tabú en contra de los controles de capital. En nuestro caso, el marco no sería nacional sino más bien europeo. Pero como sabemos que el capital tiene la tendencia de desplazarse para buscar el trato fiscal más favorable, no tenemos porque descartar que se hagan más complicados esos movimientos. Hasta el FMI empieza a razonar en este sentido. Esto supondría una herramienta más en la lucha contra los paraísos fiscales .
En cuanto a las propuestas para afrontar retos como la desigualdad, el cambio climático o la cohesión social, habla de una coalición progresista que unas minorías en pos de un objetivo común. ¿Quién debería conformar esa colación? Algunos científicos sociales opinan que esta estrategia ha llevado a disgregar el voto progresista. Se le afeó a la campaña de Hillary Clinton. Corbyn, en cambio, ha vuelto a un relato más clásico y las encuestas le sonríen.
Tratar como incompatibles las luchas por el reconocimiento y la lucha por la redistribución es a mi juicio un error analítico que se convierte en un error catastrófico a la hora de elaborar estrategias políticas. El reconocimiento y la redistribución van de la mano. A Zapatero se le tacha de haberse centrado en temas supuestamente simbólicos; pero que todo el mundo se pueda beneficiar de los incentivos fiscales asociados al matrimonio es una cuestión económica. El derecho de visitar a tu pareja en el hospital, o el derecho de disponer sobre tu propio cuerpo son temas radicalmente concretos y no simbólicos. La existencia de unas brechas salariales de género, o de jerarquías raciales dentro de los mercados laborales, o de un muro invisible de los jóvenes, deberían servir para recordarnos constantemente de lo plural que será, por necesidad, cualquiera coalición que defienda una mayor redistribución de los recursos y del poder.
De su libro se infiere que no tiene la mejor opinión de la Tercera Vía para que el centro-izquierda recupere el poder. Desde algunos ámbitos del centro-izquierda muchos reclaman la necesidad de un «centro radical», a la Macron.
La Gran Recesión pilló por sorpresa a la Tercera Vía y sus equivalentes. El centro-izquierda se volvió excesivamente complaciente ante el funcionamiento del capitalismo financiero. Y como no acertó entonces en su análisis, no nos debería sorprender que le esté costando recapacitar. Si los partidos socialdemócratas se encuentran en horas bajas en términos electorales, es más bien por su inercia, no por la audacia de su reconstrucción. Que ahora unos partidos con un ADN más conservador reclamen ser los auténticos herederos de la Tercera Vía tiene su gracia, pero también su parte de razón. Representan la continuación de su matriz neoliberal. Si miras la base electoral de Macron, no tiene nada que ver con la base electoral de un partido clásico de izquierdas, lo cual es lógico porque su proyecto defiende otros intereses económicos. La socialdemocracia no puede permitirse el lujo de instalarse en la nostalgia por las recetas de la Tercera Vía, porque a quienes pretende representar han sido los grandes damnificados de esta crisis, que no es ajena a las políticas de la Tercera Vía.