Cuando tenía unos dos o tres años mi padre me llevó al circo. Cuenta que estaba sentada a su lado y al rato desaparecí, miró hacia la pista y me vio subida a lomos de un elefante enorme. Probablemente no sucedió exactamente así, pero por efecto de escuchar tanto esta historia me gusta pensar que estoy en cierta manera emparentada con ellos. Aunque nunca se me ocurrió hasta que leí Memorias de una osa polar (Anagrama, 2018) si a ese paquidermo gigante le pareció bien que una niña humana lo cabalgase y si yo, sin proponérmelo, no acabé formando parte de un show circense.
Dice la escritora japonesa Yoko Tawada, cuyo universo literario está hermanado con el de Kafka, que nuestra sociedad es tanto un circo como un zoológico, que somos como los animales a los que se les enseña a montar en triciclo y en el acto de humanizarlos, enseñándoles monadas para nuestro disfrute, creamos un vínculo de comunicación con ellos que no existe en la naturaleza. E incluso los convertimos en verdaderas estrellas, como el oso Knut, heredero de una familia de osos circenses cuya abuela es escritora en la Unión Soviética y escribe sus memorias -un ejercicio de estilo- con la intención de recordar quién era antes de ser la artista que recibe azotes y azucarillos; o su hija Tosca, que fue la diva de un circo. Porque los protagonistas de esta novela tejida, como todas las obras de la escritora japonesa, entre las brumas de la vigilia y el sueño, en un lugar sin tiempo donde todos y no solo los niños hablamos con los animales, son tan reales como la vida. Si no que se lo pregunten a Knut (igual os contesta), que enamoró a la cámara de Annie Leibovitz, a Tawada y a todo el que visita el Zoo de Berlín.
Memorias de una osa polar es una historia de tres generaciones de osos que nos habla, como todas las fábulas, del ser humano, de las luchas de poder, de lo que significa ‘obligar’ a los otros, disponer de su cuerpo y su talento, y si acaso podemos amar aquello que es posible que acabe matándonos. ¿Podemos domesticar el instinto? «Con el inicio de la infancia, la naturaleza terminó», escribe Yoko Tawada.
¿Qué tienen en común los humanos y los osos polares?
Tanto los osos polares como el resto de animales son artistas en un escenario. El primer oso polar que vi cuando tenía 3 o 4 años fue en un circo moscovita que visitó Tokio; era fascinante porque los animales podían hacer de todo, incluso montar en bicicleta. Y ya como niña pensé: «¿Por qué lo hacen? ¿Es lo que quieren y están felices porque tienen una audiencia o están forzados a hacerlo por formar parte del sistema?».
Soy escritora pero a veces hago lecturas, así que soy también artista y me gusta tener audiencia aunque a veces sea solo un negocio para presentar un libro. No puedo decir que me sienta forzada a hacerlo, pero también somos animales sobre un escenario.
Más tarde, conocí a Knut, el oso protagonista de la última parte de mi libro, en el Zoo de Berlín. Tiene mucho público, hay turistas internacionales que vienen a verle y mira a los visitantes y hace esas monadas que no son naturales en los osos polares. No es un oso de circo como su madre, que trabajaba en un circo socialista; Knut es libre y no está forzado a hacer ningún movimiento en el interior de su jaula. Y eso me llevó a pensar: ¿Qué tan cerca estamos de los animales, sobre todo los que viven en zoológicos? No tenemos comunicación con los animales que viven en la naturaleza, pero sí en los zoo, aunque no sea bueno para ellos… Pero la sociedad tampoco es buena para los seres humanos. La sociedad es un zoo.
¿Al final la cultura es más fuerte que el instinto?
Sí, Knut no es como su madre ni como los oso polares. Parece muy mono, pero los osos polares no lo son, no reconocen al ser humano ni les importamos. En mi libro hay una conversación entre un oso panda y un oso polar, donde el panda cuenta cómo después de estar en peligro de extinción acabó en un zoo y de repente se convirtió en algo adorable.
La osa Tosca y su entrenadora se comunican a través de sueños. Su escritura también tiene esos matices brumosos entre el sueño y la vigilia, ¿son los sueños son el mejor canal de comunicación?
Es una comunicación diferente a la que hay en la vigilia. A veces hay buenos amigos que aparecen en mis sueños y hablo con ellos de un modo muy distinto, veo otras facetas suyas que no había visto en la realidad. Creo que los sueños son una adición a esta comunicación, porque se pone en suspenso el pensamiento normal.
Sucede lo mismo en invierno, que para mí es la mejor estación para escribir. Suspendo todo deseo de relación, no me importa lo que piensen los demás ni si me entienden y me refugio en mi escritura del sueño invernal.
Muchos de los protagonistas de tus obras son mujeres. ¿Es difícil ponerse en los zapatos o las zarpas de una osa polar?
Siempre digo que es más difícil meterme en la piel de Napoleón Bonaparte que en la de una osa polar. No hay muchos libros en Occidente donde el protagonista sea un animal, la mayoría son libros infantiles porque en la infancia tenemos la habilidad de comunicarnos con los animales. Los adultos se sienten superiores y separados de los animales, supongo que porque el Dios judeocristiano creó al ser humano mucho antes que a ellos, y eso tiene su lado positivo, porque las personas en países como Alemania se sienten responsables de los animales y protegen la naturaleza. En Japón, al contrario, no nos sentimos superiores a la naturaleza, sino parte de ella. Somos más vulnerables, sus hijos.
Kafka o Hoffmann tienen historias sobre animales, pero en la literatura japonesa contemporánea hay muchos libros protagonizados por animales.
La comparan con Silvia Ocampo y con Kafka. ¿Cómo se sientes con esa comparación?
Kafka es mi escritor favorito desde que tenía 15 años. Me pregunto por qué me siento tan cerca de él si no tenemos nada en común: Kafka era judío, hombre, vivía en Praga… Y lo que más me gusta de él es su alemán, que es muy diferente al de Thomas Mann, po ejemplo. La lengua alemana en la que escriben los foráneos, los escritores judíos, es un alemán roto, como un idioma artificial que no es alemán del todo.
Usted escribe en japonés y alemán, ¿en qué medida utilizar un idioma que no es el materno afecta a sus historias?
He escrito unos veinte libros en japonés que no traduje a otros idiomas e igualmente otros veinte en alemán que no se tradujeron al japonés. Sin embargo, Memorias de una osa polar lo escribí primero en japonés y luego lo reescribí en alemán para que fuera más fácil traducirlo a otras lenguas. En el libro uno de los personajes dice que la lengua materna es la mejor para escribir sobre sentimientos, pero no hay suficientes palabras en ningún idioma para escribir sobre la complejidad de las emociones. De hecho, en la niñez las emociones se ordenan dentro de un sistema de palabras y creo que cuando escribes en una lengua que no es la materna quedas libre del sistema, puedes explorar mejor tus emociones. La lengua materna es una jaula como los zoológicos.
Amamos a los animales a pesar de que puedan matarnos o herirnos. ¿Podemos amar algo que nos puede destruir?
¿Puedes amar a los seres humanos? Ellos también pueden matarte solo por diversión, los animales no. ¿Cómo podemos amar a los seres humanos que son los animales más terribles?
Algunos escritores escriben desde las entrañas y otros son muy cerebrales. ¿Desde dónde escribe usted?
Desde ambos lugares, porque tengo ideas que son muy abstractas, una ideología, crítica y un lenguaje… Pero no es suficiente para la literatura. E intento poner ambas partes a dialogar, escribir desde diversos sitios.
La osa matriarca de su libro escribe sus memorias…
Debo decir que la ‘memoria’ no es la palabra que yo utilicé. En alemán el título es étude, que es una pieza musical complicada que se utiliza para practicar una destreza, como los ejercicios de estilo. Pero los editores norteamericanos pensaron que era demasiado difícil, que solo unos pocos lectores lo iban a entender. No me gusta la palabra ‘memorias’ porque tiene algo dulce y nostálgico y, en cambio, un étude es como la vida, donde debes practicar y practicar para sobrevivir.
Leí en alguna parte que a los 12 años escribió su primera novela. ¿De qué trataba?
Trataba sobre un oso marrón que viajaba para ver mundo… (Risas) ¡No he cambiado nada! Lo que me llama la atención es que a los niños les fascinen los osos y que sean los protagonistas de muchos libros infantiles, más incluso que los gatos o los perros. Hay algo extraño que nos vincula con ellos…
En 1992 cuando publiqué una novela titulada El novio fue un perro que ganó diversos premios, los periodistas japoneses me dijeron que había tardado veinte años en cambiar al perro por el oso.
¿Está trabajando en otro proyecto?
A finales del próximo mes la editorial New Directions publicará en inglés Emissary, que explora el drama de Fukushima.