Hay algo que une a los escritores y a los fotógrafos sin reparo: la necesidad de observar para narrar. Si un escritor quiere relatar una historia necesita empaparse de experiencias, de ese “tener ojo” que es propio del fotógrafo. La representación fotográfica comienza desde la selección del momento, del encuadre, denotando una realidad que a través del ojo del fotógrafo sigue siendo subjetiva.
De la misma manera, el escritor encuadra lo que necesita decir, decide qué, quién, cómo, dónde, una estructura con la que se va a contar esa realidad ficcionada.
Martín Caparrós acaba de publicar Postales (Altaïr, 2018) un libro de fotografías alineadas con pequeñas crónicas donde narra sus viajes por distintas partes del mundo. Caparrós revela su oficio frustrado, el de fotógrafo, ese que le enseñó su padre en un laboratorio de revelado en los tiempos donde la fotografía analógica era lo usual, no una simple convención creada por la nostalgia, los hipsters o los marcos de Instagram.
Martín Caparrós sobre «Postales» from ALTAÏR on Vimeo.
“La imagen debe verse como un compuesto de signos, que debe compararse más con una frase compleja que con una palabra individual” afirma el experto en representación John Tagg. Es habitual que Caparrós nos deje sin aliento al leer sus crónicas, sin embargo, sus fotografías pueden adentrarnos a otra intencionalidad, quizás más ingenua ante esa mirada de fotógrafo. Su estilo narrativo sigue igual de mordaz y descarnado.
En la primera crónica del libro, titulada El asco, Caparrós retrata a tres niños desnudos en una playa de Sri Lanka. Una imagen que podría hacerla cualquiera si pasa por la playa y se le acercan tres niños casi adolescentes. Pero el retrato va más allá al explicarse con la crónica, pierde inocencia y exotismo, pero gana información, creando una pieza conjunta imagen – texto – titular, eso que hace el buen periodismo.
En otra de sus crónicas titulada Mal trago, hecha mientras viajaba por Mongolia, la imagen se convierte en excusa y salvoconducto: el mal trago no lo siente el que contempla la fotografía, ni quien está en ella, es la experiencia vívida del periodista quien, cual travel blogger, se adapta y posee la experiencia como recuerdo, afirmando que las fotografías son eso, un recuerdo del viajero. Una experiencia como la de esta crónica, y sin ánimos de hacer spoiler, le pasa a cualquiera.
Estas fotografías estructuradas a modo de postales en el libro abarcan 27 años de viajes de Caparrós por el mundo, sin embargo, las crónicas no pierden vigencia en sus temáticas sociales, cualquiera de ellas puede darle más impulso con los años o entenderse con alguna situación del contexto actual. Por ejemplo, en uno de sus viajes a Egipto fotografía El miedo. En la imagen se puede ver a una mujer con un velo y luego, casi en un acto erótico de apropiación, Caparrós la desnuda contando su historia en una crónica que resume el cambio de la sociedad egipcia y la posición de la mujer. Ese #MeToo que siempre ha estado ahí y nunca hemos querido ver.
Para cerrar el libro, en su última postal, Caparrós nos invita a su intimidad en Vietnam, con un selfie, no ese que están imaginando hecho con la cámara apuntándose a sí mismo, ni volteando la cámara del iPhone, ni un autorretrato frente a un espejo: esa intimidad del cronista, quien nos ha mostrado sus debilidades y hazañas a lo largo del libro en sus textos y fotografías pero que ahora nos lleva a la metáfora del selfie, del autorretrato; eso tan difícil de ver, nosotros. Es en Hanoi donde Caparrós encuentra un objeto-deidad que lo mira y en él se reconoce, en el viaje como medio transformador se encuentra con ese otro que en el fondo también somos nosotros mismos.