Oficios de la muerte: “El cuerpo es solo el vestido del alma”
Me llamo María Delgado, nací hace 48 años en Barcelona y hace un año que empecé a trabajar en el crematorio. Acompaño a la gente a hacer su último adiós.
Me llamo María Delgado, nací hace 48 años en Barcelona y hace un año que empecé a trabajar en el crematorio. Soy asesora, me dedico a acompañar a la gente a hacer su último adiós y aligerarles los trámites para que sean lo más cortos posibles: comprar un relicario, elegir una urna para las cenizas de sus difuntos, guiarlos a la sala de vela y a la de cremación, donde pueden ver cómo el féretro entra desde detrás de una cristalera.
Los familiares ha pasado ya por el tanatorio y están más enteros, lo cual no quiere decir no seas empática y cariñosa con ellos. De hecho, es tan fácil serlo… Porque tú también has perdido a alguno de los tuyos. Yo jamás imaginé que acabaría trabajando en un crematorio y, aunque hay gente a la que le suene raro, me gusta mi trabajo; siento que hago una labor social porque siempre he sido una persona a la que le ha gustado tratar con los demás, escucharlos. Ese tipo de cosas. Nunca tuve una vocación clara, desde niña, aunque la psicología siempre me llamó la atención. Fui saltando de un empleo a otro hasta que, por fin, encontré trabajo como dependienta en una peletería; vendíamos visones, abrigos de pieles. Era estable y me gustaba; me quedé 24 años y pensé que me jubilaría allí, pero la tienda cerró y estuve un tiempo en paro. Eso sí que fue vivir un luto. Luego unos amigos me animaron para que enviase mi currículum y lo hice. Así ocurrió todo.
No sé por qué todo el mundo te dice: “Vaya profesión has elegido”, cuando lo cierto es que no somos los únicos que viven en contacto diario con la muerte, ni siquiera con su cara más amarga: Tengo conocidos que son policías y han visto morir en accidentes, suicidios, asesinatos. Nosotros lo más que hacemos es dar servicio a personas muy tristes porque ya no van a poder abrazar más a sus seres queridos. Y lo primordial que debes aprender –y no todo el mundo vale, ¿eh?- es a ‘cerrar’ cuando sales del trabajo para no llevarte las historias a casa y desarrollas una gran pasión por la vida, te das cuenta de su brevedad y evitas perder el tiempo en discusiones estúpidas. A veces incluso ocurren cosas graciosas, como cuando llamó una ancianita adorable preguntando cómo podía “expandir” (no ‘esparcir) unas cenizas en el Jardín del Deseo, como si fuera un cuadro del Bosco. Y es el Jardín del Esparcimiento, el de los Aromas o el del Reposo.
Otras, resulta bastante más difícil separarse de la tristeza, y pesa. Te rasga por dentro. Sobre todo cuando muere alguien joven, o un niño, y no puedes evitar emocionarte. Aunque la gran mayoría son gente muy mayor: ochenta, noventa, cien años… Y asumimos que es una parte más de la vida, algo inevitable y que a todos nos llega. Creo que nos deberían preparar desde niños para enfrentarnos a la muerte, cosa que no ocurre, al menos en nuestra cultura. Cuando murió primero mi tío, con el que me llevaba muy bien porque era bromista y desaliñado y luego mi padre, traté de explicárselo a mi hija de la mejor manera que pude. Todavía era muy pequeña y le dije: “El yayo se ha ido al cielo. ¿Ves esa estrella de ahí? Es él”. Porque lo que más duele es no poder abrazarlos nunca más y creo que si hubiera sabido lo que sé hoy cuando murió mi padre, me hubiese dolido igual. Incluso creo que gracias a él conseguí este trabajo en el crematorio, porque está enterrado en Montjuïc, en el Jardín de los Aromas, tan alto que cuando subes parece que estés en contacto con el cielo.
La gente deja todo tipo de cosas en los féretros de sus difuntos que van a ser incinerados: fotos, dibujos de sus nietos, estatuillas de la Virgen, e incluso camisetas del FCB y banderas de Bob Marley. También recibes a gente que profesa otras religiones: budistas, musulmanes… Y debes estar preparado para atenderlos. Muchas personas te explican dónde piensan esparcir las cenizas; a veces se los llevan al país donde nació el difunto, a su pueblo, y esparcen las cenizas en el cementerio o bajo un olivo, o las tiran al mar.
Otras, los entierran en un bosque, en el Jardín del Esparcimiento, por ejemplo; donde familias enteras yacen bajo un árbol, que es lo que quiero que hagan conmigo. Aunque estés fundida con la tierra, al menos tu familia tiene donde localizarte y puede venir a charlar contigo como hacemos nosotros una vez al año visitando a mi padre.
Muchas veces los compañeros hablamos sobre qué nos gustaría que ocurriese tras nuestra muerte. Hay quien dice que no quiere que abran la tapa de su féretro para que la familia lo vea, que mejor pongan encima una foto de cuando tenía 25 años. Coquetos hasta el fin. Yo, si quieres que te diga la verdad, pienso lo mismo. No veo la necesidad. También me gustaría que en mi funeral no llorase nadie, que fuese como una fiesta, o igual no tanto. Pero que no haya drama.
Cuando deje de existir sé que me reencontraré con mis seres queridos. Eso es lo que creo, cada cual que piense lo que quiera. Para mí el cuerpo es un solo vestido del alma y cuando mueres pasas a otro plano; no sé si hablar de Dios, pero sí estoy convencida de que hay algo, una energía divina. Somos alma y estoy bastante segura de que cuando las familias acuden a dar su último adiós a sus seres queridos, ellos vuelven por un rato para despedirse también y darles consuelo.