7 amistades literarias que se correspondieron con tinta y pluma
Para comprender cómo funciona la mente de un escritor la persona más adecuada probablemente sea otro escritor, estos 7 pares lo sabían muy bien.
“Yo no quiero ir al cielo. Ninguno de mis amigos esta ahí.”
—Oscar Wilde
Ningún hombre es una isla y los escritores/as, como integrantes permanentes de la especie no son la excepción. La imagen de esa persona que escribe por horas sin interrupción en medio de una soledad permanente, gracias a la cual producirá una obra de arte imprescindible es levemente incorrecta, porque aunque la tranquilidad y el silencio pueden ser esenciales al momento de poner a la imaginación a trabajar un escritor es mucho más que una mesa de madera con cientos de hojas escritas.
Para comprender cómo funciona la mente de un escritor la persona más adecuada probablemente sea otro escritor que pueda descifrar y roer los bloqueos creativos o explosiones de inspiración que se dan cuando las palabras tienen todo el trabajo que hacer. Revisar borradores, leer decenas de veces la misma página, retar y criticar al autor que al igual que sus afines busca contar una historia que trascienda paredes, son algunos de los encargos que tienen espacio en una amistad donde ambos escritores intentan dejar atrás el retrato del escritorio de madera.
Entre generaciones y ‘booms’ los escritores suelen hacerse mutua compañía; Jack Kerouac era íntimo de por lo menos la mitad de la Generación Beat; Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway solían coincidir entre copas y diatribas en los cafés de París; y Frank O’Hara le dedicaba poemas y epifanías a John Ashbery.
De aquí podríamos deducir que en la compañía, el arte y la creatividad tienen más sentido. Gracias el soporte moral de otra pluma las alianzas surgen con la misma espontaneidad que las historias y por eso en el día internacional de la amistad, recordamos algunas de las amistades literarias más cercanas y memorables en el mundo donde se bosquejan los escritores.
Katherine Mansfield y Virginia Woolf
Esta fue una de esas amistades provocantes en donde ambas partes se retan contantemente para alcanzar el nivel de la otra. Woolf, escritora británica conocida por sus ensayos y aproximaciones al feminismo moderno y Mansfield, escritora nacida en Nueva Zelanda y autora de Fiesta en el jardín entre otros, se conocieron durante la época de la Primera Guerra Mundial y de aquí en adelante su relación se convirtió en un intercambio constante de letras, regalos y combates discursivos que se hicieron sentir en una alianza con gran influencia para la literatura inglesa.
Las cartas y documentos conservados entre estas escritoras son una dicotomía entre admiración, amistad y rivalidad; sin embargo, ambas compartían el reconocimiento por su talento y la crítica constructiva que las destinó al reconocimiento público y del gremio por partida doble.
James Baldwin y Toni Morrison
Baldwin y Morrison son autores conocidos por su lucha contra los estereotipos y el racismo. Su literatura es la suma de esas batallas y experiencias personales que drenaron como un proyecto personal en donde su enfrentamiento contra la discriminación y la desigualdad racial en los Estados Unidos resultaron en mucho más que una pila de libros escritos. Tal vez fue ese, entre todos los comunes, el sitio que los unió como profesionales y futuros aliados de ideas. Ambos se conocieron cuando Morrison, entonces editora de Random House, buscaba negociar con Baldwin el contrato de un libro en 1973.
Desde entonces hasta la muerte de Baldwin ambos reconocieron una mutua influencia tanto en sus trabajos como en la visión de un país en donde pudiera prevalecer la tolerancia.
Cuando Baldwin murió en 1987, Morrison escribió un recordado y sentido tributo en el New York Times en donde habla sobre el arte de Baldwin y su influencia en la vida de sus allegados.
«Jimmy, hay demasiado que pensar sobre ti, y demasiado para sentir. La dificultad es que tu vida se niega a la sumatoria, siempre lo hizo, y en cambio invita a la contemplación. Como muchos de los que aquí quedamos yo pensé que te conocía. Ahora descubro que en tu compañía es a mí misma a quien conozco. Ese es el asombroso regalo de tu arte y tu amistad: nos diste a nosotros mismos para pensar y atesorar”.
Harper Lee y Truman Capote
La autora de Matar a un ruiseñor y el escritor de A sangre fría fueron vecinos en Monroeville-Alabama durante su infancia. En aquél lugar aprendieron a entender sus rarezas y a hacerse compañía entre su amor por los libros. Esa amistad duró lo que sus carreras como escritores, es decir toda una vida, y su relación ha sido dramatizada y reescrita varias veces por biógrafo y actores.
Cuando Capote escribió A sangre fría Lee lo acompañó en su viaje de presentación. Cuando Lee escribió Matar a un ruiseñor el personaje de Dill tuvo su principal inspiración en Truman Capote. Lee también editó el borrador de A sangre fría y aunque ambos disfrutaban de maneras completamente diferentes el foco público, a Capote le encantaba mientras Harper Lee se escondía de la multitud, su admiración por Sherlock Holmes y sus veranos en Alabama plantaron la semilla para una dupla que se entendería-juzgaría para toda la vida.
Elizabeth Bishop y Robert Lowell
Elizabeth Bishop y Robert Lowell se dedicaron a intercambiar una extensa correspondencia que fue interrumpida pocas veces por las visitas personales.
Bishop, entonces de 35 años, y Lowell, de casi 30 años, se conocieron en 1947 durante una cena en Nueva York. La admiración mutua, la devoción genuina y el hecho de que rara vez se veían marcaron una amistad concebida en la lectura y la crítica de sus versos.
«Creo que debo escribir completamente para ti», le escribe Lowell a Bishop en una de esas cientos de cartas que aún se conservan y que confiesan una abstracción común en donde las confidencias e inseguridades de ambos funcionaron como el medio que los condujo a la cima del gremio poético norteamericano.
J.R.R. Tolkien y C.S. Lewis
Dos de los escritores con mayor producción en la literatura de fantasía fueron además grandes amigos. Lewis, autor de las Crónicas de Narnia, y Tolkien, creador de la trilogía de El señor de los anillos, se hallaron en la Universidad de Oxford para descubrir que la escritura no era el único espejo que los unía. Ambos pertenecieron al grupo de los Inklings, una especie de sociedad literaria secreta de escritores británicos, y su amistad contribuyó a la aclamada mitología de sus historias.
Su relación se mantuvo antes y durante la fama, entre retos y críticas personales que establecieron un mapa de práctica para ambos. Lewis escribió su primera impresión de Tolkien en su diario con la frase: «no hay daño en él: solo necesita un bofetón».
Sylvia Plath y Anne Sexton
Plath y Sexton fueron dos intelectuales que tenían mucho más que la poesía como destino común. Las reflexiones de ambas en donde expresaron las frustraciones de género en la época y el entorno cultural de sus conversaciones, hicieron de sus encuentros un lugar repetido. Ambas brillantes, ambas volátiles, sus estudios en la Universidad de Boston las llevaron a un refugio en el programa de poesía de Robert Lowell, en donde se dedicaron a escribir sobre comunes como la ausencia de la figura paterna y la presencia de la depresión en sus rutinas diarias.
Luego del seminario se reunían para tomar martinis y enfrentarse a sentimientos compartidos que transformaron en versos y poesía. Su relación, escasamente documentada, se enfrenta a la rebeldía de dos mujeres brillantes y orgullosas que ven en las palabras el lugar ideal para drenar la imposibilidad de sus heridas.
Lord Byron y Mary Shelley
La creadora de Frankenstein y uno de los poetas más importantes de Gran Bretaña entablaron amistad en Suiza durante una noche alrededor del fuego con amigos e historias de fantasmas. Esta es de hecho una de las noches más citadas en la literatura cuando se busca narrar el origen de la criatura de Mary Shelley, porque Byron fue el responsable de sembrar aquella semilla que se convertiría en un clásico literario.
El poeta fue el pájaro en la oreja de Mary que le continuó recordando durante aquellos días sobre la creación hasta que finalmente Shelley introdujo la historia de un cadáver que era re-animado de las cenizas. Esa historia se convirtió en la de Frankenstein, y la relación entre Shelley y Byron creció entre la admiración mutua y una especie de fijación que se evidencia con la presencia Byron en múltiples de los personajes posteriores de Shelley.
Shelley siempre describiría con entusiasmo al responsable de la creación de su mítico monstruo re-animado.