Isaac Rosa: “Hoy consumimos amor, antes que crearlo”
Isaac Rosa indaga en ‘Final Feliz’ (@Seix_Barral) cómo vivir el amor y el desamor en el tiempo de la precariedad económica y la inseguridad laboral. Lo cuenta @AnnaMIglesia
Feliz final tiene poco de feliz. La felicidad aquí es irónica como irónica es la construcción “invertida” de la novela. Isaac Rosa indaga en el lenguaje del amor y del desamor, construye un relato acerca de la ruptura para preguntarse y preguntarnos cómo narramos el amor y el desamor, dos ideas heredadas, mitificadas y cargadas de clichés que chocan violentamente con la realidad, con la experiencia realmente vivida. Rosa indaga en como vivir el amor y el desamor en el tiempo de la precariedad económica y la inseguridad laboral, en el tiempo sin tiempo para las relaciones, en el tiempo en el que todo está destinado a caducar, porque la obsolescencia es precisamente esto: el motor que hace que todo caduque para seguir consumiendo. De esta manera, el amor se convierte en un capital de consumo, en algo que aprender a gestionar hasta que no llegue ese final. Feliz final es una historia de desamor y, al mismo tiempo, una indagación sobre como lo íntimo ha sido conquistado por lo político.
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Repasando tu obra, se puede ver una línea de continuidad: lo político como estructura sobre la que se construyen relatos sociales y personales, con la diferencia que ahora, en Feliz final, lo político confluye en lo íntimo.
Sí, a lo largo de estas novelas he ido achicando el espacio, encerrando cada vez más la historia y los personajes. El vano ayer se desarrolla en un país, El país del miedo se centra en un barrio y a lo largo de una semanas, La mano invisible se desarrolla dentro de una nave y en La habitación oscura están dentro de una habitación. En Feliz final, los personajes están encerrados en la pareja, en su relación y en el relato que están contando y recontando. A lo largo de todas estas novelas he buscado el punto de confluencia entre lo político y lo personal y entre lo social y lo íntimo, puesto que, como es el caso de Feliz final, el malestar amoroso es reflejo de un malestar social.
En palabras marxistas, la estructura económica determina las relaciones personales.
Aquí quería hablar de esa parte del amor de la que no hablamos habitualmente, esa parte que tiene que ver con las condiciones materiales del amor y del desamor, puesto que ni todo el mundo es igual ni tiene los mismos recursos y presupuestos. Al mismo tiempo, quería hablar de todos esos otros elementos que forman parte del sistema, que no tienen que ver directamente con lo laboral o lo económico, y que son más bien culturales y que intervienen directamente en nuestras relaciones.
Como se comenta en la novela, lo paradójico es que buscamos la seguridad y la estabilidad, que creemos que nos da el amor en la época de la obsolescencia.
En la época de la obsolescencia y en la época de la incertidumbre en la que vivimos, necesitamos aferrarnos a algo seguro. Por mucho que decimos que ya no creemos en el amor, que el amor es su cuento de Hollywood y nos mostramos descreídos hacia el amor, al final, seguimos viviendo con la ilusión de que el amor nos salve, nos proteja y nos quite de la soledad en la que vivimos.
Al mismo tiempo, el amor o las relaciones sentimentales se convierten en un capital social a tal punto que nos referimos a ellas en términos empresariales, como es el de gestionar.
En toda relación hay un proceso de acumulación de recursos emocionales y de administración de estos recursos y hoy más que nunca hay una cierta lógica empresarial de la relación de los afectos. Esto no es nuevo: la retórica del mercado se ha metido en nuestras casas y esto se ve, no tanto en las parejas, como sí en las familias. En los últimos años, las familias parecen cada vez más una empresa, mientras que las empresas cogen la retórica familiar, que intentan crear una relación familiar entre sus clientes y sus empleados. En la segunda mitad del siglo XX, el concepto de amor romántico se ha reelaborado y ha confluido la lógica de mercado de la sociedad de consumo de tal manera que en el amor y en las relaciones hay un elemento de consumo. Hoy consumimos amor, antes que crearlo.
Y en cuanto a la retórica, Feliz final es también una novela sobre cómo contar el amor y el desamor.
En el contar el amor, el lenguaje siempre es un problema. En sus Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes sostiene que intentar describir el amor es entrar en el embrollo del lenguaje, cuando el lenguaje es, a la vez, demasiado y demasiado poco y parece que no sirve. En el amor hay algo indecible, una parte emocional que se resiste a ser narrada y, al mismo tiempo, hay una parte retórica, una parte hecha de clichés, de frases hechas, que repetimos, aunque siempre entre comillas, porque no terminamos de creérnoslas.
No nos la creemos, pero, una parte de nosotros, asume o, como diría Barthes, naturaliza estos mitos, estos clichés.
Sí, al enamorarnos o al desenamorarnos, todos nos sentimos de alguna manera protagonistas de una historia y todos sentimos que nuestras vidas son como esas películas en la que hemos sido educados sentimentalmente, sin embargo nuestra vida está muy lejos de ser como una película. Y si antes hablábamos de las condiciones materiales del amor, hay que hablar también de las condiciones materiales del desamor. Los hombres de mi generación fuimos educados en la idea de que el divorcio era algo normal e, incluso, aspiracional, una etapa más de la vida: de la misma manera que tendrías derecho a una pensión, tendrías derecho a un divorcio, que te permitiría rehacer tu vida. Todos hemos sido mal educados en la idea de que cuando tendríamos 60 años viviríamos como Woody Allen, en un loft en Manhattan y con una novia de 20 años. Sin embargo, para gran parte de mi generación divorciarse implica un descenso social.
Feliz final es también una novela sobre las frustraciones, sobre el fracaso de las expectativas fruto de esos imaginarios recibidos.
Tenemos un problema de representación de amor, en parte, por todas aquellas ficciones que nos dicen que el amor mantiene siempre una intensidad emocional alta, que el amor cuando comienza es épico y cuando acaba es trágico… Estamos faltos de narraciones que nos cuenten el amor tal y como lo vivimos la mayoría y, a la vez, que nos cuenten ese terreno intermedio entre el amor y el desamor. Esta falta de representaciones hace que cuando comparamos nuestras relaciones con esos amores con mayúsculas nos frustremos y tengamos una sensación de fracaso.
En sus obras, sobre todo en Clavícula, Marta Sanz observa cómo lo material, lo social o lo político se refleja y proyecta en el cuerpo…
Yo con Marta tengo afinidades y amistades desde hace muchos años y creo que es la escritora que mejor ha entendido las intersecciones entre lo emocional y lo material o lo emocional y lo político y como estas intersecciones se reflejan en el cuerpo.
Aquí tú también lo haces y lo haces indagando en las distintas expresiones que tienen el querer, el amar y el desear.
Estos tres sentimientos son diferentes y son sometidos a redefinición constante dentro de cada pareja, sobre todo a partir de cuando el amor deja de ser un relato sincronizado entre los dos miembros de la pareja. Siempre buscamos elementos de referencia que nos llevan, en la mayoría de las ocasiones, a la decepción, a pensar que nuestro amor no es un amor bueno como el de los demás. Vivimos dentro de un mercado de ofertas amorosas que no deja de ser un mercado de deseos.
Otra idea clave del libro es la del compromiso y la de su imposibilidad.
La frase inicial del libro, “nosotros íbamos a envejecer juntos”, suena a cliché y a expectativas defraudadas, pero tiene también a algo de proclama antisistema. “Nosotros queremos envejecer juntos” tiene algo de enmienda a la totalidad de un sistema que nos quiere obsolescentes, que no quiere que nos comprometamos. En un momento de corto plazo, de obsolescencia y de vínculos frágiles, el propósito de querer envejecer juntos implica esa idea de compromiso fuerte que va en contra del sistema y que tiene todo en contra para mantenerse.
Y la idea de compromiso enfrenta, en parte, a la pareja.
Sí, en cuanto ella busca el refugio pequeño en el que cabemos los dos, busca construir un estado del bienestar en minúscula en el que cuidarse mientras todo falla alrededor. Él, por lo contrario, sigue pensando que necesitamos un estado del bienestar con mayúscula. En su discusión está en juego la idea de compromiso, pero también la idea del amor. El tipo de amor que consumimos es un amor que nos encierra y, seguramente, necesitaríamos un imaginario amoroso que amplíe los márgenes del amor. Marina Garcés habla precisamente de crear un entramado de afectos amplio, abierto a los demás y sólido. De ahí que sea importante repensar el amor para saber querernos más y mejor, pero este repensar es una tarea colectiva, no individual.
Pensar diferente implica no replicar la lógica, sino romperla.
Claro y esto vale para el amor, pero también para otras muchas relaciones sociales, política y humanas. Estamos en un momento en que se están cayendo viejas instituciones, pero no tenemos todavía nada con que reemplazarlas y, si no tenemos nada que nos ofrezca esa seguridad que antes nos daban estas viejas instituciones quedamos a la intemperie.
Pero, ¿es posible construir un nuevo relato cuando nosotros ya no confiamos en los relatos únicos?
A pesar de todo, seguimos necesitados de relatos para contarnos y para tener nosotros mismo un propio relato de vida. Antes las personas tenían un relato lineal, marcado por la certidumbre hacia el futuro; ahora, nuestras vidas son un relato discontinuo, fragmentado, incierto y que no tiene ni pasado ni seguridad en un futuro. Nuestro presente es un presente eterno e inasible. Nos cuesta mirar hacia atrás, volver a las causas de todo. Es necesario recuperar esa memoria compartida, ese momento en el que se rompió todo. Esto es lo que hacen los personajes de Feliz final: recontarse para ver en qué momento se rompió su relato común y lo hacen como una especie de ajuste de cuentas, pero también en un intento de reencontrarse en un relato común
Pero, insisto, cuando se habla tanto de las fracturas, ¿no resulta difícil pensar en un relato común?
Yo creo que es necesario, porque si no somos capaces de construir un relato propio como sociedad, acabamos consumiendo otros relatos narrativamente redondos e irresistibles, pero no que nos narran. Pienso en el relato de la crisis: ¿Qué ha sucedido cuando no hemos sido capaces de levantar un relato propio que nos explique lo que nos ha pasado? Pues que hemos terminado quedándonos con el relato hegemónico.
Muchos de los relatos de la crisis se ha narrado desde la primera persona, desde la autoficción, negando ese nosotros al que haces referencia.
En un momento en el que no solo hemos vivido una tremenda crisis social, sino que la sociedad se ha repolitizado colectivamente, dice mucho de nuestra cultura, del papel que juega la cultura y de lo que los creadores esperan de su propia obra que el género que más ha crecido y que mejor acogida ha tenido por parte del mundo cultural haya sido la autoficción. Si bien esto dice mucho del tipo de cultura que tenemos en España desde la Transición, creo que, visto su éxito, la autoficción tiene un gran potencial, no aprovechado, para poder ser un género a partir del cual contarnos. Echo de menos ficciones sobre el yo precario: vivo rodeado de colegas escritores y todos hemos sufrido un empobrecimiento en los últimos años, vivimos con incertidumbre y precariedad, pero la autoficción no lo cuenta.
¿Puede ser consecuencia del carácter burgués que la novela ha tenido la novela desde sus inicios?
Llama mucho la atención que los escritores hablen tanto de sí mismos, pero no de su contexto material. Quien sí lo ha hecho y muy bien es Marta Sanz que en Clavícula habla de lo que nunca hablan los escritores: del dinero. La novela formalmente realista surge al servicio de una clase, la burguesa, que quiere ganar la hegemonía cultural y lo hace a través de la ficción, de ahí que hoy, seguramente, para contar este tiempo y para contarlo de manera crítica haya que buscar otras estrategias, haya que huir del realismo formal. La literatura española anterior a la crisis era mayoritariamente realista y, sin embargo, dejaba fuera muchas realidades, evitaba las realidades conflictivas y mostraba una visión falseada de la realidad. Frente a esto, hay que buscar otras estrategias narrativas.
Y esta búsqueda de estrategias narrativas es lo que aplaudía Ignacio Echevarría cuando definía El vano ayer como “una novela necesaria”.
No creo que la literatura tenga que ser vanguardia de nada ni tenga que dar voz a nadie. No me gusta esa idea de “dar voz a quienes no la tienen”, porque sí que tienen voz, otra cosa es que no les escuchemos, pero sí que creo que la literatura puede utilizar sus herramientas y su potencial para la construcción de otro relato, de ese relato que nos narre y que cuestione el discurso hegemónico. Se trata, eso sí, de un relato colectivo. La literatura es solo una aportación entre muchas otras a ese relato compartido.
Afirmas que Feliz final es tu novela más política. No digo que no, pero ¿acaso toda novela no es política en cuanto abordar lo político es de por sí una forma de posicionarse?
Aquí volvería una vez más a Marta Sanz, que siempre dice que si toda novela es política, entonces ninguna lo es. Yo diría que toda novela es ideológica. No hay autores inocentes ni que escriban en el vacío y la novela que no intenta enfrentarse a la ideología dominante o al lenguaje dominante lo acaba reproduciendo. La novela política que es toda aquella novela que tiene una intención crítica y transformadora, es la que plantea lo conflictivo no solo en el tema sino también en la forma.