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Nunca serás un genio, Picasso, a menos que trabajes como una mula

Si Pablo Ruiz Picasso se convirtió en genio se debió —fundamentalmente— al empeño inquebrantable del padre, que continuó en su hijo la vocación frustrada de ser un pintor de éxito. No cabe duda de que lo logró, con el coste de implantar en el pequeño Pablo una disciplina militar que nunca abandonó. De aquella época se conserva el queridísimo El picador amarillo, pintado por el alumno precoz en 1889 bajo las instrucciones determinadas del padre. Aquella obra anticipaba una trayectoria deslumbrante.

Nunca serás un genio, Picasso, a menos que trabajes como una mula

Si Pablo Ruiz Picasso (1881-1973) se convirtió en genio se debió —fundamentalmente— al empeño inquebrantable del padre, que continuó en su hijo la vocación frustrada de ser un pintor de éxito. No cabe duda de que lo logró, con el coste de implantar en el pequeño Pablo una disciplina militar que nunca abandonó. De aquella época se conserva el queridísimo El picador amarillo, pintado por el alumno precoz en 1889 bajo las instrucciones determinadas del padre. Aquella obra anticipaba una trayectoria deslumbrante.

Nunca serás un genio, Picasso, a menos que trabajes como una mula
Pablo Picasso, junto a su hermana Dolores en 1889. | Fuente: Wikimedia

Pablo Picasso vivió una infancia inquieta. Nació en Málaga, donde pasó los primeros 10 años; luego se mudó junto a su familia a La Coruña después de que a Don José Ruiz y Blasco le surgiera un empleo en la Escuela de Bellas Artes. No fueron más que cinco años en Galicia, pero marcaron tanto al joven Pablo que mucho tiempo más tarde los definió como una “fiesta”. Allí comenzó a dibujar cada vez más –se hacía castigar para encerrarse con su cuaderno–, aprovechó las enseñanzas del padre y no se limitó a imitarlo: se convirtió en un autodidacta. Su padre, asombrado por su condición virtuosa, le regaló a los 13 años su paleta y sus pinceles como el rey que rinde el trono ante el príncipe, confiando en su descendiente el peso del linaje.

Por Galicia adoptó algunas costumbres extrañas, como comer percebes para acompañar el té —desde el momento en que los médicos le prohibieron el alcohol—, y otras más desconocidas: Picasso comenzó entonces a escribir con soltura, y confiaba tanto en sus cualidades que apostaba —diremos que sin atino— que se le recordaría tanto por sus cuadros como por sus letras.

Tampoco se libró Pablo de las turbulencias en los años que siguieron. Después de mudarse a Barcelona, donde entró en contacto con las corrientes vanguardistas que llegaban de Francia, y Madrid, donde se convirtió en un elemento más del atrezzo del Museo del Prado; después de comprimir su firma de Pablo Ruiz Picasso a simplemente Picasso y de formar una revista llamada Arte Joven de la que apenas se publicaron cinco números —pero que incluyó firmas privilegiadas como Pío Baroja o Valle-Inclán—; después incluso de sufrir la traumática muerte de su hermana Concepción y de su amigo Carlos Casagemas —loco y perturbado—, se trasladó a París para vivir una vida que no solo mereció ser vivida, sino que podría reproducirse en bucle en una sala de proyecciones.

En Francia se construyó definitivamente el hombre que recordamos, se tejieron las amistades que lo encumbraron, encontró el espacio artístico y las mujeres que inspiraron sus obras cubistas y se produjeron las anécdotas más escandalosas que conocemos de su biografía. Porque Picasso, entre otras aventuras, pudo contar que corrió el riesgo real de ser encarcelado por su relación con una banda de traficantes de arte, que apuntó igualmente sobre su amigo Guillaume Apollinaire, al que traicionó sin clemencia.

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La muerte de Casagemas (1901). Museo Picasso de París.

Cuentan sus biógrafos que la policía investigó al maestro malagueño por sus supuestos planes para robar la Mona Lisa, por la que sentía una atracción irresistible. La desaparición de la obra en agosto de 1911 —“el robo de propiedad más famoso en tiempos de paz», como escribió Noah Charmey— le puso en el disparadero junto al poeta Guillaume Apollinaire. A su amigo lo detuvieron, lo dejaron un par de días en el calabozo, y después fueron a por Picasso. Cuando los reunieron para un interrogatorio conjunto, el malagueño no dudó en dejar a su amigo en la estacada: “Nunca lo había visto antes”.

Aunque ambos fueron absueltos, Apollinaire vivió las consecuencias de aquel percance hasta su muerte, que apenas llegó siete años más tarde, y Picasso dejó un aviso imponente al mundo: nada detendría su ambición feroz. El maestro trabajó sin descanso cada día de su vida, y esta es —con toda probabilidad— la mayor lección que nos dejó al resto: nada se consigue sin esfuerzo, no hay talento que evite el sacrificio, solo serás un genio si trabajas como una mula. Él lo expresó con mejores palabras: “La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando”.

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