Juan Claudio de Ramón: "El referéndum es la forma más marrullera de decisión política"
Juan Cla (Madrid, 1982) descubrió Canadá como una sorpresa: surgió una vacante en la Embajada española en Ottawa y allí que se fue con su esposa. Dice que del país lo desconocía todo, que le impactó el exotismo del frío y de la nieve, de los paisajes y la naturaleza infinita. “Lo que pasa es que además descubrí una historia política fascinante, la de la creación de una democracia ejemplar en esas condiciones, poco conocida, que me apetecía contar”, cuenta.
Juan Claudio de Ramón (Madrid, 1982) descubrió Canadá como una sorpresa: surgió una vacante en la embajada española en Ottawa y allí que se fue con su mujer. Dice que del país lo desconocía todo, que le impactó el exotismo del frío y de la nieve, de los paisajes y la naturaleza infinita. “Lo que pasa es que además descubrí una historia política fascinante, la de la creación de una democracia ejemplar en esas condiciones, poco conocida, que me apetecía contar”, explica. Lo hace en un libro, Canadiana (Debate), donde se abre en canal la historia y el estómago del país: sus orígenes, sus misterios, sus artistas. “El tópico dice que Canadá tiene más geografía que historia. Me di cuenta de que no era cierto: tiene de ambas cosas en abundancia”. En Ottawa estuvo entre 2011 hasta 2015; ahora, destinado en Roma –desde donde colabora con medios como The Objective, El País o Jot Down– conversa sobre Canadá con el recuerdo nítido de un tiempo feliz.
“Unas cuántas hectáreas de nieve”. Los franceses hablaban con desprecio de Canadá, como escribes. ¿Cómo queda marcado el frío en el carácter de los canadienses?
El frío y la nieve de los largos inviernos es parte de la urdimbre que mantiene unido el país, porque se trata de un elemento uniforme en toda su geografía. Es decir, no hay diferencias entre Quebec y Ontario en cuanto a la vivencia del invierno. Es algo que los canadienses aman y detestan al mismo tiempo. Tiene algo también de prueba de resistencia física, porque si te quedas en casa, te tumba y te deprime: has de salir a abrazarlo, y eso conlleva un esfuerzo físico y casi siempre la práctica de algún deporte, como el esquí, las raquetas o el patinaje. Supongo que eso les ayuda a mantenerse en forma. Es también una industria, porque hay un montón de empresas que viven de la gestión del invierno, desde las que te venden los abrigos hasta las que espalan la nieve de las puertas de casa, que en Canadá es algo que debe hacer cada vecino. Pero yo no diría que es el frío lo que marca más el carácter del canadiense, sino el espacio, la sensación de espacio inabarcable: cualquier canadiense sabe que puede conducir 100 kilómetros en dirección norte y quedarse solo, eso le hace más tranquilo, apacible y melancólico, diría yo, que el americano, aunque estas especulaciones no dejan de ser ejercicios literarios nada científicos.
Es fascinante que cuentas que, para Atwood, la supervivencia es el tema central de la literatura canadiense. Lo cual dice mucho de una sociedad.
Claro. Es que piensa que hasta la aparición de la calefacción centralizada en todos los hogares, el invierno te mataba. Eso ha dejado huella en la memoria colectiva. Como también todos los viajes de exploración para domar el territorio, como le pasó a Franklin, que se fue a descubrir el Paso del noroeste y no volvió.
Repasas algunos de los hitos históricos de Canadá, nombres y apellidos que la marcaron como nación. ¿Hay algún personaje que descubriste con mayor entusiasmo?
Son varios los canadienses admirables que descubrí, pero quien hizo una entrada fulgurante en mi panteón fue Pierre Elliott Trudeau, el federalista de origen quebequés que, en mi opinión, salvó la unidad del país y le dio un nuevo relato fundacional. No creo que haya en todo el siglo XX un ejemplo igual de mezcla tan perfecta de intelectual de fuste y animal político. La descripción de Barbra Streisand, que fue su pareja durante un tiempo, me parece muy puesta en razón: una mezcla de Napoleón y Marlon Brando. Es un personaje fascinante al que dedico un largo capítulo en el libro.
Ahora su hijo Justin, que comparte con su padre unos rasgos particularmente seductores, ha vuelto a poner rostro a un país que siempre admiramos, pero que no siempre seguimos de cerca.
Con el padre se habló de Trudeaumanía, y sin llegar a esos extremos, es verdad que el hijo ha vuelto a despertar interés por el país. Tengo, por cierto, buena opinión de Trudeau Jr., que me parece un gran político de su tiempo, es decir, un especialista en exposición a la opinión pública 24 horas al día, además de una persona capaz de movilizar emociones positivas, cívicas, que es algo que se necesita mucho. Es un mérito haberse sacudido la sombra del padre, que era un gigante.
En el epílogo del libro hablas de una cuestión política que ocupó portadas en Canadá —el independentismo quebequés— y otra que las ocupa en España —el catalán—. Lo haces desde la perspectiva de la historia allá, con la celebración de dos referendos.
Es que es cierto que son dos historias con muchos puntos de tangencia. El principal, que Canadá y España son dos democracias pluralistas que albergan en su seno comunidades lingüísticas diferenciadas sujetas a tentaciones independentistas. Lo que yo aprendí del estudio comparado, en esencia, es que si arreglas el tema de la lengua, arreglas casi todo el problema. Y que los referendos no son parte de la solución, sino la expresión más aguda del problema. Todos allí los recuerdan como una experiencia traumatizante.
¿Cuántos mitos sobre los referéndums quebequeses se han colado en España?
El principal mito es que fueron acordados, una especie de solución política ofrecida por el gobierno federal. Es falso, nunca hubo ningún acuerdo para celebrarlos. Fueron unilaterales, y aunque el gobierno de Ottawa no trató de impedirlos, porque la Constitución no los prohibía, lo cierto es que en ambas ocasiones Ottawa dio pistas sólidas de que incluso en el caso de victoria del Sí no se hubiera sentado a negociar la separación. La ley de claridad posterior, no me canso de repetirlo, no nace para facilitar referendos, sino para dificultarlos. Es un dique donde antes no había nada. Por eso los nacionalistas de Quebec dicen no aceptarla.
Dada la experiencia canadiense, ¿podemos confiar en el referéndum como un método resolutivo de conflictos?
No, rotundamente no. Un referéndum puede tener sentido para ratificar decisiones políticas acordadas previamente por los representantes políticos y deliberadas largo tiempo, como paso final de un procedimiento legal y previsto. Pero ni en Canadá, ni en Reino Unido, ni en España, ni en ningún sitio, sirven para solucionar problemas existenciales que dividen a a la comunidad. Además de la objeción de principio (una ciudadanía democrática no se puede poner a votación) está el inconveniente empírico observado: el referéndum es la forma más marrullera de decisión política, en la que todos nos comportamos como energúmenos, la verdad queda tirada por el suelo y triunfa el demagogo. Yo no quiero que mi país pase por ahí. El referéndum es casi siempre el fracaso de la política.
¿Tan cordial y comprensiva es Ottawa con Quebec y tal altiva e inflexible Madrid con Cataluña?
Yo no diría que Ottawa es cordial y comprensiva con Quebec. Si de lo que hablamos es de la relación entre gobiernos, eso depende qué partidos ocupen los gobiernos provincial y federal en cada momento. Hay momentos de cooperación, otros de conflicto, otros de indiferencia. Sí diría que la federación canadiense es cordial con su población francófona, a la que trata de incluir constantemente. Eso es algo que poco a poco vamos aprendiendo en España, la manera de incluir las lenguas cooficiales en nuestra rutina política, pero ojo, tampoco diría que Madrid es altiva e inflexible con Cataluña. Es solo que ponemos nuestros esfuerzos en contentar a gente que no se quiere contentar, en lugar de intentar hacer un Estado más inclusivo para todos, que es el ejemplo canadiense.
Ahora que estás en Roma, ¿observas con nostalgia aquellos años?
Los dones de Italia son muy distintos de los de Canadá. Alguna vez me encuentro el viejo tabardo para temperaturas polares en el armario y me hace sonreír, eso es todo. Canadá me ha dado mucho, entre otras cosas la aventura de escribir este libro. Cariño es la palabra, no nostalgia.
¿Qué te queda de allí?
Un corazón bien temperado, me gusta pensar.