Oficios de la muerte: “Escribí sobre la muerte para entender en qué consiste la vida”
El periodista Álex Ayala recoge en ‘Rigor Mortis’ algunas extraordinarias historias de cómo se vive la muerte en los lugares más remotos de Bolivia.
Me llamo Álex Ayala Ugarte, soy periodista y nací en Vitoria hace 39 años, aunque los últimos 16 los he pasado en Bolivia, un país que me ha dado mucho: Una esposa, una hija, algunos grandes amigos, una profesión y un puñado de buenas historias que contar. Me marché de España en el año 2001, unos pocos días antes del 11-S, gracias a una beca que me dieron; mis padres ya habían fallecido, así que mi hermano y yo conocimos lo que era la muerte y el duelo muy jóvenes. Hace un par de semanas, en la casa familiar del País Vasco, adonde regresamos para quedarnos el pasado enero, mi hija y yo encontramos en un armario un bote de caramelos cerrado con un precinto y pensé: “Qué raro, ¿quién precinta un bote de caramelos?”, hasta que recordé qué era y le dije a mi hija: “Te presento a tu abuela”, porque cuando la incineramos nos quedamos con una parte de sus cenizas para poder recordarla. Los objetos, creo, son un disparador de la memoria, tocarlos es también como escucharlos. Nos recuerdan a alguien que fue importante para nosotros o que está lejos.
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Un ataúd de madera sobre la viga de una casa me obsesionó durante años. O mejor dicho, el hombre que lo construyó para hacerse enterrar en él. Lo conocí por causalidad al poco de llegar a Bolivia, en Suri, un pueblecito lejos de la civilización y los carpinteros. Entonces era demasiado joven y solo escribí un pequeño texto para el dominical de un periódico. Pero un día, años después de que el hombre hubiese muerto, me encontré con su hija en un centro comercial y supe que había una historia mayor que contar, la de Raúl Mercado Salvatierra, que plantó un árbol, se fabricó un féretro y lo guardó durante décadas en su casa para evitar preocupaciones a su familia.
Entonces pensé que podía armar un proyecto sobre la cotidianidad de la muerte, sin artificios, abordándola de forma frontal a partir de las historias ocurridas a las personas de los pueblos con las que los periodistas no hablan a menos que haya ocurrido una gran desgracia. Conseguí la beca Michael Jacobs y me dispuse a viajar… Fui a una isla de viejos, a orillas del lago Titicaca, donde la gente mayor sabe que va a morir y que no habrá una generación que los sustituya, así que la isla morirá con ellos. También reporteé el duelo de un perro a su amo; viví durante semanas casi como un empleado más de una funeraria familiar que, por cierto, ya cerró… y me dio pena; y visité la Pampa Grande, un lugar en la frontera con Colombia tan inaccesible que solo hay un teléfono público que se estropea cuando sopla el viento y las ambulancias son grupos de personas que cargan a un enfermo. Así nació este libro, este pequeño puzle que es ‘Rigor Mortis’ (Libros del K.O, 2016).
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“Si hay algo más allá de la vida, cuando muramos ya nos tocará verlo” – Álex Ayala Ugarte
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Creo que la muerte en América Latina se vive de una forma más pública y natural, y hay un mayor sentido de comunidad que en España. En una de las historias del libro, por ejemplo, hablo del bolero de caballería, que es un género musical que se usa para avisar a la gente del barrio que un familiar ha muerto y pueden venir a velar el cuerpo a la casa. Y también aprendí muchísimas cosas acerca del duelo y de costumbres que pensé que se habían perdido, como tocar las campanas del pueblo cuando alguien fallece, o sobre la dignidad de las despedidas, incluso con muy pocos recursos, porque puedes enterrar a alguien en un ataúd de cartón pero darle todo el sentimiento y toda la ritualidad y sentido personal que llevas por dentro o puedes afrontar el entierro como si fuese algo que no va contigo. Fíjense en lo que ocurrió con el Che, sin ir más lejos; los militares expusieron su cadáver en la lavandería del hospital con el torso desnudo para que se vieran las heridas de bala y la foto dio la vuelta al mundo. Pero les salió el tiro por la culata… en lugar de robarle la dignidad, lo convirtieron en un mártir, un Jesucristo con los ojos mirando muy fijamente y no hacia al infinito como miran los muertos.
Por eso me encanta mi trabajo, porque puedes ir de un universo a otro y que las personas te abran las puertas y te cuenten una experiencia única, y es la suma de esas experiencias lo que nos puede ayudar a entender en qué consiste la vida. Pero también hay otros misterios. Muchos. Las máscaras y los disfraces que usamos como sociedad, por ejemplo. El último año que pasé en Bolivia estuve investigando el oficio de payaso: Cómo nace y muere un payaso, sus luchas sindicales, qué ocurre cuando enferma o cuando se jubila -los payasos son como las misses o los futbolistas, su oficio tiene fecha de caducidad-. Meterme en esos laberintos de los que es difícil salir es lo que más me gusta.
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“Todos, en mayor o menor medida, creemos en cosas en las que no deberíamos”. —Álex Ayala Ugarte
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No soy una persona religiosa, ni creo ni dejo de creer. Si hay algo más allá de la vida, cuando muramos ya nos tocará verlo; pero sí soy muy respetuoso con las tradiciones religiosas del resto. Cuando viajé a un pueblito en la frontera boliviana para escribir una historia sobre la Almita Desconocida, una niña que encontraron descuartizada y a la que el pueblo rinde culto convertida en santa milagrosa, si la gente me decía que había que llevarle tabaco o alcohol a la Almita para darle las gracias yo se lo llevaba. Iban y le rezaban, y le pedían una casa o por asuntos de salud; si era un narco o un delincuente, pues que le fuera bien en sus maleantadas, y yo hablaba con ellos y les preguntaba sin juzgar. Como dicen en América Latina, cada cual hace de su vida un poncho. Todos, en mayor o menor medida, creemos en cosas en las que no deberíamos.
Desde que tengo una hija me hago más chequeos médicos y soy más consciente de mi muerte -de joven te crees invencible-. He pensando que sería feliz si muriera sin dolor, de viejo y durmiendo, y que no me enterrasen bajo tierra porque eso de que te coman los gusanos me parece un poco asqueroso. Quiero seguir el rumbo de mis padres y que lancen mis cenizas al mar, como hicimos con ellos. Mi familia tiene un gran vínculo con el océano, mi hermano es capitán de barco y cada vez que vamos a una playa y escuchamos el rumor de las olas es como si estuviéramos a su lado. Sí, así me lo imagino.