Enrique Vila-Matas: "No creo en la originalidad"
Hablamos con el autor barcelonés, que presenta ‘Esta bruma insensata’, una novela sobre la convivencia fratricida entre querer y no querer escribir
Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) llega encorvado pero muy recto, a su modo, con las manos cogidas a su espalda. La mirada de Vila-Matas es incisiva, no tanto por sus ojos como por el arco que dibujan sus cejas. Con esta expresión colaboran dos prominentes cavidades oculares que completan un rostro que no confundirías con otro, como si cuerpo y literatura fueran de la mano en su caso; hay escritores tan particulares que son universales. Enrique Vila-Matas camina a paso ligero y se acerca y ofrece su mano en un movimiento algo eléctrico para romper el hielo, dice Hola.
Su nuevo libro se llama Esta bruma insensata y lo edita Seix Barral. Hay dos hermanos en la novela y los dos son escritores, cada uno a su manera. El primero se llama Simon Schneider, es traductor y creador de citas a sueldo, además de un novelista frustrado. El segundo se llama Rainer y con cinco libros ha hecho una carrera exitosa; sobrevuela sobre él un aire misterioso, un aire de Pynchon, dado que nadie sabe mucho sobre su pasado y que vive ocultándose en Nueva York. Sus seguidores le llaman Gran Bros. La novela arranca, por cierto, con la declaración de la República catalana —“ese último viernes de octubre de 2017”—, pero es poco más que un juego kafkiano. Durante la entrevista se comprenderá la referencia
Hablamos un poco antes de la grabación, Vila-Matas pide un café y ruega con una voz muy plana que la entrevista sea soportable: “¿Podemos seguir con la conversación antes de que me preguntes por lo que me han preguntado otros?”. El ruego es exigente y las respuestas, en cualquier caso, vuelan alto. A veces es posible ser un buen artista y ser capaz de explicar de manera inteligente tu trabajo.
¿Cómo lleva un hombre solitario la rueda de entrevistas y conferencias?
Es lo opuesto. He tenido que inventar una forma de estar en público que no existe cuando escribo, que tengo que montarla para teatralizar mi intervención pública. Sí que es un choque y tiene muy poco que ver con escribir en casa o en cualquier sitio. De hecho, yo creo que hay mucha gente que quiere dedicarse a escribir para estar solo y estar tranquilo. Y, cuando se produce lo contrario, pues somos víctimas de lo contemporáneo, salvo que queramos escondernos o negarnos a hacer esto.
Al principio, cuando hablaba en público, tenía que preparármelo muchísimo y salía timidísimo, me cortaba, enrojecía. Una vez estuve a punto de desmayarme. La primera vez que aparecí en televisión de tanto miedo que me daba me fui. Respondí la primera pregunta y a la segunda me fui de cámara. Tal como me fui salió en directo mi intervención y todo el mundo aplaudió el éxito. Los que lo vieron dijeron que era la presentación ideal del libro. Fue la primera vez. Digamos que es un problema resuelto.
Qué cree que viene primero, ¿la timidez o la voluntad de estar solo?
Seguro que la timidez viene primero. Luego te quedas solo por ser tan tímido. Cuando tenía más o menos tu edad, fui a la despedida de un escritor chileno, Jorge Edwards, que se despedía de Barcelona. La verdad es que de allí no conocía a nadie, aunque sabía quiénes eran porque la mayoría eran escritores o escritoras o agentes literarios o editores. Entonces viví una experiencia atroz porque, cada vez que me acercaba a un grupo que estaba hablando, el grupo se disolvía. Por lo visto no podía oír nada de lo que decían. O bien no me conocían y no querían que los oyera.
En todo caso, lo probé varias veces y siempre se apartaban, de modo que salí del lugar a los 15 minutos con la impresión de no haber hablado con nadie. Esta es la experiencia más radical que he tenido de timidez o aislamiento. Luego me esperaban unos amigos en un bar de Barcelona, el Velódromo, y me dijeron: “¿Qué tal? Cuenta, cuenta”. Y yo les dije que no había que contar nada porque nadie me quiso hablar. Este fue mi debut en los festejos literarios.
¿Eso ha mejorado?
[Ríe] Sí, uno se curte poco a poco.
Siempre me ha parecido un misterio que el escritor sea como un corredor de fondo. Veo más natural lo de Rulfo: dos libros y adiós, muy buenas.
Yo ya me lo preguntaba antes del primer libro. Iba a lugares, a bares de amigos, y cuando me despedía solía decir: “Hala, me voy, adiós. Y os tengo que dar una noticia: he dejado de escribir”. Y todos me decían: “Pero si tú no escribes”. En esto estábamos. Previamente, ya estaba con una tendencia a no hacer lo que se dice.
Claro, pero al final no es dejar de escribir, sino hartarse de escribir.
Sí, es el tema del libro. Al final se revela una de las dos conciencias de los escritores que están en juego que rechaza la literatura. Está cansado. No sabemos de qué, pero está cansadísimo.
A menudo dice que se apoya de citas literarias para superar sus bloqueos. En este caso, todo es una gran broma sobre las citas literarias.
Hay de todo, a veces dice que la cita es tal cual y es una cita que no es. Está el problema de continuar, que es una pregunta que hacen a escritores. Cómo seguir al día siguiente. Hemingway, en una entrevista, contesta que, cuando sabe lo que va a ocurrir, para y espera al día siguiente. A mí nunca me convenció mucho esto, no lo entendí del todo. Tampoco me preocupa tanto, me preocupa lo que estoy pensando y cómo desarrollar el pensamiento, no tanto el saber lo que ocurre. No hay mucha acción en mis novelas, a veces ni la menor acción; es más un viaje mental, a veces. Por lo tanto, el sistema que digo que utilizo es levantarme e ir a ciegas a coger un libro de la biblioteca, abrirlo por la frase que oigo e incorporarla al libro. Luego, aunque la frase no tenga mucho que ver, la transformo para que encaje en lo que había escrito el día anterior y va cobrando un sentido inesperado de lo que cuento. Por eso a veces mis historias chocan un poco o parecen oídas antes.
¿La mejor trama es que no haya trama?
Que el estilo vaya por delante o que la trama vaya por detrás. Eso sí. Toda la historia de lo que hago es la historia de la búsqueda del estilo. El estilo es uno mismo, el alma que ofreces a los lectores eres tú. Por lo tanto, uno desea mostrarse alto, mostrar un alma que pueda atraer al lector. Y la trama es siempre para mí un pretexto para hablar de los demás y de todo lo demás.
En este libro hay mucho de aquello de Kafka: “Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”.
En este libro, totalmente. Es heredero de los personajes de Padres e hijos, que permanecen tan preocupados con sus problemas personales que no tiene cabida prácticamente nada más en su vida de cada día. Esta persona, Simon Schneider, verdaderamente considera una injerencia en su vida cualquier noticia que lee en los periódicos o ve en los periódicos o en internet. Es como aquel amigo de Peter Handke que paseaba por París y vio esta noticia en los años 70. Ponía: “Grecia ha declarado la guerra a Chipre”. Y dijo: “Qué fastidio”. Como si le afectara mucho a él.
¿Cuánto hay de afán y cuánto de desasosiego en la obra?
El afán me gusta. Pensé titular un libro mío El afán. El afán es el deseo de escribir, realmente, y de dedicarse a eso. Es algo que está ahí, que es invisible, que existe, que te lleva a hacer cosas, tanto en la escritura como en otras cosas.
¿Y se impone?
Posiblemente a la larga. Tiene algo de ángel de la guarda, que tampoco lo vemos y existe. Tiene nombres como genius en la Antigüedad, ¿no? El genio es algo que todo el mundo tiene, lo que hace falta es buscar el genio personal de cada uno.
Con el paso del tiempo, ¿qué permanece y qué va dejando atrás a la hora de escribir?
Como en todo, experiencia y técnica se superan. Pero lo que hay como diferencia es que el tiempo ha pasado. Se acumula el paso del tiempo, o el peso del tiempo. También que uno va cambiando a lo largo de la vida, en el sentido de que muchas cosas de las que pensaba hace 30 años las pienso de otra manera. Sería un monstruo si pensara lo mismo que entonces.
Tengo algún amigo que sí que está igual y me sorprende mucho. En mi caso voy variando y voy cambiando, veo las cosas con más comprensión. En general, comprendo más la condición humana, los defectos de todos, de alguna forma hay una comprensión de todo lo que hay. Y por otra parte nunca sabes si lo que escribes está bien o no, antes lo tenía que consultar y ahora lo consulto también, pero si está mal ya lo sé yo mismo.
¿Ha cambiado mucho su mirada de la literatura desde Mujer en el espejo…?
Evidentemente. De entrada porque cuando empecé a ser escritor en España era algo absurdo. Básicamente, no solo no había posibilidad de ganarse la vida ni mínimamente, sino que además estaba mal visto como profesión. Incluso prohibido. Empecé en una época en que era muy difícil. Eso me ha servido para conocer las dificultades iniciales de lucha de fondo, de conocer el territorio y de haber incluso vivido mejoras en ese territorio en algún momento.
¿Qué clase de mejoras?
Pues ver que no había problema para publicar, por ejemplo. Que había posibilidades. Ver que podía desarrollar un mundo mío que no acababa de ser comprendido. Ese era otro tema: no acababa de ser entendido. Me formaba más, me ayudaba a seguir, pensaba: “No habéis entendido nada, ahora voy a hacer un libro y será peor todavía”. Y yo siempre me acordaré de que para mí era un misterio por qué no era comprendido; yo entendía perfectamente lo que hacía.
Mira, hay una situación que no he olvidado. Fui a un congreso de la marca Nestlé en Sevilla, aún no sé quién me invitó. Me pagaron algo para hablar del chocolate Nestlé con un público de cientos de personas, creo que en una de las aulas de la Universidad de Sevilla, y venían profesores de todos los lugares de España que promocionaban también la marca Nestlé, supongo que para los colegios o algo así. Yo salí a la palestra, durante media hora hubo un silencio sepulcral, yo tenía todo el rato la impresión de que estaban atónitos. En un momento determinado dos monjas soltaron una risa, dos monjas que formaban parte de las profesoras. Rieron. Eso me animó y continué. Pero continué de una forma tan exagerada que las monjas se enfadaron. Cuando terminó mi conferencia, ellas vinieron a verme. Me dijeron: “Usted se ha pasado mucho al final, pero ha habido un momento que nos hemos reído porque, como no entendíamos nada, hemos entendido una cosa: usted se quiere reír de nosotros. Y hemos reído nosotras entonces”.
Descubrí que pensaban que me quería reír del público con lo que decía, para mí fue una pista de que no acababa de encajar lo que decía con las expectativas de los lectores del país.
¿Le gusta leerse después de publicado?
No, sería muy vanidoso por mi parte. Sobre todo, que me leyera y me gustara. Lo dejo estar. Si me encanta, es el colmo de la vanidad. Si no me gusta, me puedo amargar toda la tarde. Parece ser que Philip Roth se dedicó, cuando dejó de escribir, a leerse a sí mismo. Y se lo pasaba en grande.
Cuenta Noel Gallagher [componente de la banda Oasis] que sabe perfectamente cuántas de sus canciones son obras maestras: 16. ¿Siente usted que tiene alguna en su bibliografía?
No, eso dejo que lo decidan los demás. Estoy en sus manos. Yo tengo un texto que habla de los problemas de hablar en público, de dos páginas de duración. Lo he leído en varios países con públicos muy diferentes y todos han reído en el mismo momento y en las mismas pautas. Todos los públicos son iguales, les hace reír lo mismo. Sin embargo, a mí me hace reír otra cosa del texto. Pero ellos no se ríen con lo que a mí me hace reír. Entonces, ¿qué ocurre? Que dependo del criterio del público, que decide qué les hace reír. Y, por mucho que me empeñe, eso no lo entiende y no le provoca la risa que me provoca a mí.
Tengo un amigo que todavía va al cine y que ríe a destiempo, en los momentos donde el público no ríe para nada. Le hace gracia el disparate y la tontería increíble de la escena que está viendo, de lo tonta que es. Y por su inteligencia le provoca una carcajada. Y nadie del público le sigue con esta carcajada. Siempre le sale mal porque al final tiene que salir del cine y todo, y el público piensa que se fue el loco que ríe a destiempo.
Debe ser un amigo en común, porque el mío se ríe incluso en las películas de Paul Thomas Anderson.
Se ríe de la estupidez humana. Es un tema clarísimo, infinito. Si te da por verlo, no paras.
Un escritor siempre busca inteligencia en otros libros. Sin embargo, ¿con qué inteligencia ha quedado fascinado en la conversación?
Quizás la primera persona que me impresionó mucho fue Salvador Dalí. Fui para entrevistarlo para un libro que había publicado en Tusquets sobre El Angelus de Millet, que es genial, y fui con toda la entrevista preparada, con todas las preguntas intelectuales superdifíciles, tratando de cazarlo para ver qué me decía sobre Lacan y el psicoanálisis, y también para que él viera que yo no lo consideraba un payaso, como lo consideraba mucha gente. De esa entrevista salí con la impresión de haber estado al lado de alguien de una gran viveza e inteligencia, hasta el punto de que, por la noche, cuando volví a Barcelona, estaba con mis amigos y me resultaba difícil hablar con ellos porque los consideraba por debajo del nivel al que había estado por la mañana con Dalí. Este es uno de los casos.
Después ha habido muchos más. También me he encontrado con casos de falsa inteligencia. Aparentemente hay una cosa muy aparatosa, unas pretensiones, una altivez, pero cuando luego lo pienso y vuelvo sobre aquello me doy cuenta de que había algo que fallaba ahí. Son los que dan el pego y parece que están por encima de ti. Hay una cosa francesa que se llama el espíritu de la escalera que consiste en que, cuando tú bajas la escalera, piensas en lo que habrías dicho cuando estabas arriba y lo habrías contestado de haber sido rápido, pasas revista de lo que has vivido y sacas la respuesta que habrías dado, pero ya es demasiado tarde. El espíritu de la escalera es la misma literatura. Tú escribes para vengarte de lo que dijeron o pasó en un momento, ya que no estuviste a la altura. En parte paso revista como una moviola a muchas cosas y muchos encuentros con personas de inteligencia relativa, pero aparentando otra.
Siempre hay personas que impresionan por su inteligencia sencilla.
Sí, personas muy inteligentes que jamás hicieron la ostentación de esto, como mi amigo Raúl Escari. Un amigo argentino que conocí en París, que era muy amigo de Marguerite Duras, de una inteligencia espectacular. Alguien brillantísimo, pero que estaba llevando una vida difícil, dura, y su inteligencia no recibía compensación por lo que merecía tener. Sin embargo, él en el año 66 había hecho una exposición, una performance en la época en que no había performance, en Buenos Aires, un happening, con una noticia falsa. Algo alrededor de un hipopótamo. Con fotografías y notas de periódicos, todas inventadas, todos los periódicos de Buenos Aires habían supuestamente publicado esas noticias. Lo hizo con dos amigos más, uno que se llama Costa y el otro no me acuerdo. Él siempre me había hablado de eso y yo pensaba que no tenía trascendencia. Con el tiempo eso ha permanecido y ahora está considerado el happening inaugural de lo que está pasando ahora en los medios de comunicación.
Está claro que él previó que se podía controlar el invento de las noticias y las situaciones políticas a través de las noticias falsas. Fue un profeta de la situación en la que vivimos ahora. Curiosamente era muy modesto. No pude aplaudirle este happening de su ciudad natal porque nunca le concedí importancia hasta ahora, que sé en qué consistió y qué fue. Son cosas que lamento no haberle podido decir a él. Se debe a su humildad y su manera de entender las cosas. Ha salido a colación esto porque él era una persona de una inteligencia tan invisible, pero brillantísima.
Fíjate que cuando estuve en Buenos Aires, la última vez que lo vi, se presentó en mi hotel, después de varios años de no vernos, y trajo el libro que había escrito sobre sus memorias de París. Lo tenía manuscrito y se fue a recepción y pidió que se lo imprimieran. Claro, en la recepción del hotel le dijeron que no imprimían libros. Hacía estas cosas que además estaban hechas en serio. Es decir, estaba convencido de que ahí tenían una impresora y que su libro merecía ser impreso allí mismo para dármelo. Es una de las historias que puedo contar de él y que me parece perfecta, de una lucidez extraordinaria, estaba convencido de que tenían que estar a su servicio en el hotel para darme ese manuscrito. Volaba muy alto siempre.
¿Pero no lo consiguió de ninguna manera?
Después, lo publicó después [Ríe]. Pero ahí no lo consiguió, no. Era la recepción de un hotel.
A estas alturas, ¿usted sabe qué es la originalidad?
Esta novela que he escrito se puede considerar original porque es difícil encontrar un paralelismo con algo, ni siquiera creo que con algo que haya escrito yo. Diría original, pero entrecomillado. Es difícil creer que la originalidad exista porque pienso que todo, incluso este planeta, es una copia de otro planeta que hubo y del que nos trasladaron hasta aquí. Por eso no encajamos bien con nada, hay lo que llamaba Kafka un malentendido. Si este planeta no es nuestro planeta, que es lo que notamos bastantes, lo mismo sirve para la realidad. Platón decía que lo que vemos son copias de algo que está en otro sitio. No creo en absoluto en la originalidad. Lo pongo siempre en cuestión. El que cree que es original siempre acaba descubriendo que aquello ya lo había dicho alguien antes.
Incluso uno mismo.
Yo me consideré muy original con el libro Asesina ilustrada, que publiqué en París en el 77. Era un libro donde todos los lectores que lo leían, morían. Leían un manuscrito que iba de mano en mano y la asesina mataba a los que lo leían. Me parecía haber tenido una idea que jamás había tenido nadie. Estuve años así, convencido. Después comenzaron a hablarme de Agatha Christie. Como todo el mundo buscaba en sus libros al asesino, en ese libro la asesina era ella misma, la narradora. Y después me comenzaron a hablar de un cuento de Cortázar que es espectacular en el que alguien está leyendo su propia muerte. Va leyendo que un hombre se acerca a su casa, subiendo las escaleras, está oyendo el ruido de la madera que cruje y sube el asesino, y mientras está leyendo esto oye que cruje la madera afuera y se acaba ahí el cuento porque está leyendo su propia muerte. Por lo tanto, tenía también mucho que ver con Asesina ilustrada.
Un libro que cuando decidí escribirlo me preguntó Duras, que era mi casera entonces, que qué escribía. Le dije que un libro que asesina al lector. Me dijo: “Esto es imposible”. Por poco me expulsa de la buhardilla porque le parecía una tontería increíble: “Cómo quieres que un libro asesine, ¿va a salir el puñal directamente del libro?”. Entonces entendí que tenía que buscar el efecto en el lector, que iba a leer algo que iba a reproducirle la muerte a la larga.
Entonces, en la realidad, ¿dónde encuentra la verdad?
En la realidad, ninguna. Encuentro la verdad transformando la realidad, interpretándola como yo creo que es y lo que pasa, acercándome sin acercarme demasiado. Alguien dijo que si veíamos la verdad de golpe no lo superaríamos. Pero sí: toda novela es una investigación sobre la verdad. Mi novela, Esta bruma insensata, quiere saber cuáles son las cosas que no ha dicho el narrador, los puntos ciegos que quedan en el aire.
Muchos lectores dicen de usted que tiene una voz propia y a veces me pregunto si eso existe realmente.
Dicen que se me reconoce a la legua perfectamente. Si es así, que no lo sé, no me extraña. Igual que cuando vemos a alguien en el metro, a lo lejos ya lo vemos de alguna forma. Supongo que es esto. Yo no aspiro a tenerla. Si la tengo, mejor. Si no la tengo, no me preocupa. Me sumo en la voz de la humanidad, en la voz de todos.
¿Está contento o en paz con el libro?
Estoy lleno de curiosidad sobre cómo se reacciona ante este libro. Es uno de los que más me gusta, sin duda. Estoy muy convencido del trabajo que he hecho. Pero ahora dependo de lo que vayan diciendo y de cómo lo vean. Si no, no lo habría entregado.
Después de tantos años de entrevistas, ¿hay alguna pregunta que ha querido que le hicieran y nunca le han hecho?
Si va a llover hoy, por ejemplo. [Ríe con una mueca] Hubo un programa en una televisión chilena que duraba una hora, era un programa en hora estelar que veía todo el mundo. Transcurría como de forma lineal, sin altibajos que yo comprendiera muy bien. En realidad, no comprendía muy bien qué tipo de entrevista era… y hubo una pregunta que subió el tono y entonces pensé: “Esta es la última pregunta, voy a lucirme”. Pensé una frase y yo también subí el tono, y pensé que con eso se había acabado la entrevista.
Pues bien, faltaban 15 minutos todavía. La parte final de esa entrevista es muy buena porque se nota que todo el rato estoy convencido de que es la última pregunta. Yo creo que se animó también el entrevistador y ahí está eso. Esa parte final es buena. Siempre uno tiende a decir en la última pregunta la respuesta que cierra bien lo dicho, desmintiendo todo lo dicho anteriormente. Así que avísame cuando lo sea.
Esa era la última pregunta.
Pues vas jodido.