Un cráneo hallado en un viejo olmo, rumores de rituales extraños y espías nazis, y un mensaje escrito por alguien que parecía conocer a la víctima y a su asesino. La verdad podría ser más prosaica que todo lo anterior… Esta es la historia de uno de los misterios sin resolver más enigmáticos de Inglaterra.
Los niños habían salido a buscar nidos de pájaros por el bosque ajenos al avance de la guerra. Era un domingo de abril de 1943 y todo Hagley Wood (Worcestershire), en el centro de Inglaterra, olía a tierra húmeda y a un tipo de pureza difícil de casar con las sanguinarias batallas y los bombardeos librados durante la Segunda Guerra Mundial.
Pero la muerte va a la zaga de los chicos, se oculta en un viejo olmo. Y cuando trepan por el tronco, lo que les parece un huevo resulta ser un cráneo, incrustado entre las ramas puntiagudas que señalan al cielo. Huyen asustados con la idea de guardar el secreto, pero, finalmente, Tommy Willetts, el menor del grupo, se lo confía a su padre. La policía acude al lugar, rastrea el bosque y encuentra muy cerca del esqueleto encajonado en el árbol unos zapatos de crepé y un anillo de oro.
“Era una mujer, llevaba muerta cerca de 18 meses y tenía dos dientes muy curiosos, montados uno encima del otro, y un mechón de cabello adherido al cráneo, sin carne. Toda la boca estaba llena de tafetán, que supusimos pertenecía a su falda –declaraba a la BBC el patólogo forense James Webster, que a sus más cien años todavía tenía fresco en la memoria el horror y la sorpresa del hallazgo. Y había algo más, un detalle que alimentaría los negros rumores y las leyendas que aún se susurran de noche los cazadores de eclipses y quienes pasean por Hagley Wood: al cuerpo le faltaba una mano. ¿Habría sido desgarrado por los animales o se trataría, temblaron los agentes, de un ritual de magia negra?
El hijo del soldado que tuvo que vigilar el olmo la noche antes de que fuera talado relató a los periodistas que su padre pasó una noche de infierno; influido por las historias que se contaban sobre aquelarres celebrados en los campos, le parecía que todo el bosque embrujado murmuraba. Pero no hubo mayor indicio de ritual que aquella mano perdida, ni tampoco ningún otro dato sobre la identidad de la mujer más allá del testimonio del hijo, quien recuerda cómo su padre le refirió en una ocasión que unos miembros de la Armada pensaban que podría tratarse de una espía nazi muy conocida: “Le hablaron de una mujer educada en Cambridge u Oxford que habría formado parte del círculo de Göring –lugarteniente de Hitler- y que tenía unos dientes muy distintivos; los incisivos se le montaban un poco. Pero unos años más tarde cambió su relato y me dijo: No quiero saber nada de todo eso; sí, esas fueron sus palabras ”, le explicó a la BBC.
Una maraña de mensajes y acusaciones
Transcurrido algo más de un año del hallazgo del esqueleto, cuando el final de la guerra ya se vislumbraba, una misteriosa pintada apareció en un obelisco de piedra de una finca:
“¿Quién puso a Bella en el olmo de la bruja?”
Los agentes, creyendo que podría tratarse de una pista dada por alguien que conocía a la víctima, empezaron a buscar entre las denuncias de personas desaparecidas a cualquier mujer cuyo nombre respondiera a Bella, Anabella, e incluso Isabella, pero no obtuvieron resultado alguno. En tanto, según refiere la prensa, todas las pruebas, incluyendo aquel cráneo, desaparecieron de los archivos. Quienes alguna vez trataron de investigar el caso de forma independiente explican cómo chocaban contra un muro de piedra, o contra un obelisco con un mensaje cifrado, quizás inventado… Al que siguieron otros, solo que esta vez en forma de cartas enviadas a los periódicos.
En 1953 un diario local recibió una misiva firmada por una persona que se hacía llamar “Anna Claverly”, tras haber publicado una serie de artículos dedicados al caso. En la misma, no solo advertía de que no iban a lograr desvelar el misterio y que no se trataba de ningún ritual de magia, sino que también afirmaba:
“Las únicas pistas que puedo ofrecerles son: la persona responsable del crimen falleció en 1942, la víctima era holandesa y llegó ilegalmente a Inglaterra en 1941.
No quiero recordar nada más.”
No obstante, el enigma de Bella siguió retorciéndose como las nudosas ramas de aquel olmo talado, cuando una mujer que se identificó como Judith O’Donovan informó a la prensa de que Anna Claverly, o mejor dicho Una Mossop, era la esposa del primo de su padre, Jack, quien trabajó durante la guerra en una fábrica de munición e iba a menudo acompañado de otro hombre, un holandés. “Toda la familia sabía que Jack andaba metido en algo, pero por su empleo en la fábrica asumían que pasaba información; luego se rumoreó que estaba implicado en el asesinato de una mujer”, señaló.
Ese mismo año, según se recoge en las crónicas, Una Mossop acudió a la policía para confesar un crimen tan increíble como aterrador en el que se vio implicado su difunto esposo…
Ella aún vivía cuando el olmo se la tragó
Es sábado por la noche. La primavera de 1943. Jack entra en el pub como de costumbre y encuentra a su amigo holandés, Van Ralt, discutiendo con una mujer también holandesa. Ella parece elegante, distinguida; va vestida con una blusa rayada, azul y blanca, y una falda de tafetán marrón; el cabello corto y castaño enmarca una cara bonita y una boca llamativa, con un diente montado sobre el otro. La discusión se recrudece y ella acaba desmayándose. “Eh, Jack, ayúdame a sacarla del pub”. La llevan al bosque y la meten en un árbol. “Bah, así entrará en razón”, le dice Van Ralt.
No fue eso lo que ocurrió…
Mossop despertaba por las noches empapado en sudor y preso de horribles pesadillas en las que veía a veces una calavera en el interior de un olmo y otras una mujer mirándole fijamente entre las ramas. El colapso mental y la culpa que sentía, dijo la esposa, lo condujeron a un psiquiátrico y poco después murió sin que nadie pudiera corroborar la historia.
Entonces, ¿quién puso a Bella en el olmo de la bruja?
El crimen sigue sin estar resuelto. Pero quienes visiten Hagley Wood aún pueden encontrar la pregunta garabateada en uno de los obeliscos de una finca derruida esperando que alguien la responda.