Maryse Condé, la brillante desconocida que acaricia el Nobel de Literatura
Los libros con su firma son una rareza en España y, sin embargo, es una de las plumas más respetadas de la Literatura contemporánea
Maryse Condé cumplió el sueño de su hermano Sandrino, el mayor de ocho, que quiso ser escritor. Ella fue la última en llegar a la familia y la primera en conocer el éxito literario.
Dice su traductora Martha Asunción Alonso que Corazón que ríe, corazón que llora es la mejor puerta de entrada al universo de la autora antillana; también cuenta que su primer llanto se confundió con el jolglorio callejero del carnaval. Este libro es una joya y se publicó en 1999, aunque no llegó a España —o al castellano— hasta el año pasado, cuando ganó el Premio Nobel alternativo. Aquel que se concedió ante la suspensión del tradicional. Que tengamos esta autobiografía entre manos, compuesta de cuentos que viajan a su infancia, se lo debemos a la exquisita Impedimenta.
Leemos, dentro de ésta, el relato Paraíso perdido: “Me pasaba la mayoría del tiempo en mi habitación, con las persianas bajadas, acurrucada entre las sábanas, leyendo algunas veces, soñando despierta las más. Me imaginaba historietas inverosímiles que le soltaba a todo aquel que tuviera la santa paciencia de escucharme. Me inventaba auténticos culebrones cuyos protagonistas, a menudo los mismos, andaban siempre viviendo aventuras extraordinarias”.
Y continúa: “Aseguraba, por ejemplo, que todos los días me encontraba con un hombre y una mujer, monsieur Guiab y madame Guiablesse. Vestidos de negro de pies a cabeza, llevaban en la mano un ‘candelabro mágico de dos brazos’ y, acercándonoslo al rostro, me contaban con detalles sus siete vidas pasadas. Primero bueyes de carga en la sabana, después palomas mensajeras revoloteando por los bosques, después… ¡Ni me acuerdo! Mi mitomanía traía a mi madre de cabeza”.
El fragmento nos hace una idea de la escritora que abordamos: evocadora, entusiasta, de una imaginación desatada. Los primeros cuentos comenzó a escribirlos con diez años. Su madre no creyó en su talento. Le dijo que aquellas historias eran horribles, que lo suyo no sería escribir. Pero Maryse no cayó en el desaliento, esperó su momento. La vocación literaria cobró cuerpo de libro cuando rondaba los 40, el debut se llamó Hérémakhonon. Esperando la felicidad. No lo busquen en castellano porque no lo encontrarán. No todavía.
Hasta los 40, la mitad de una vida, pasó por todo tipo de escenarios. Se crio bajo el abrigo de una familia acomodada en la capital de Guadalupe, colonia francesa en el Caribe que cubre parte de la ruta de los huracanes atlánticos. Allí conoció el significado de la palabra racismo. Y sin embargo era un privilegiada. Ni a ella ni a sus hermanos les faltó de nada: tenían cocinera, cuidadora, luz, agua corriente. Parece mucho —y lo es— para aquellos tiempos, especialmente si hablamos de una familia negra. Sus padres estaban enamorados de Francia: la inteligencia, la civilización, el oráculo. Tanto es así que, como ella relata, el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación nazi les resultó un fastidio, ¿cómo demonios iban a pasar allí, a partir de entonces, las vacaciones del año?
Maryse creció con esa imagen del mundo, pero el viaje hacia la edad adulta le mostró otro nuevo e inmenso. Se mudó a París y estudió Humanidades y Filología en la Sorbona, se enamoró y fue madre muy joven, poco después perdió a la suya. Tuvo dos hijos más, se separó. Se marchó a África, buscó sus raíces, confirmó sus sospechas: mi identidad es francesa, bien, pero no es sólo francesa. Se declaró marxista, abrazó el panafricanismo, promovió los movimientos de liberación. Escribió, escribió, escribió. Se marchó a Londres, trabajó como periodista y se enamoró del profesor Richard Philcox, que se convirtió en el traductor de sus obras y en su marido. Se mudaron a América, un poco más al norte, directamente a Estados Unidos, y allí encontró un sincero reconocimiento a su talento.
Decíamos que Corazón que ríe, corazón que llora es una oportunidad perfecta para introducirnos en su universo. Decíamos también que se trata de una autobiografía. Pero me temo que la segunda cuestión no es cierta del todo. La cita inaugural del libro, que pertenece a Marcel Proust, nos pone sobre aviso: “Lo que la inteligencia nos devuelve con el nombre de pasado no es el pasado”. Es parecido a aquello que escribió Ray Loriga: “La memoria es como un perro tonto al que le lanzas un hueso y te trae cualquier cosa”.
Es 2019 y el cuerpo de Maryse Condé parece ahora agotado, consumido por una enfermedad degenerativa y condenado a la silla de ruedas, después de 82 años. Sin embargo, su mente continúa firme, sus ficciones prometen vivir por décadas. Con Nobel o sin él, el secreto que es Maryse Condé no puede durar eternamente.