Hernán Díaz: "Nunca quise ser astronauta, siempre quise ser escritor"
El autor argentino presenta en España una novela asombrosa, evocadora y exquisita llamada ‘A lo lejos’
Hace unas semanas —antes de que la epidemia nos arrollara— estuvo el escritor argentino Hernán Díaz en Madrid. Un hombre encantador, leidísimo, inteligente. Hace cuarenta y seis años nació en Buenos Aires. Su madre y su padre eran libreros, psicoanalista una y cineasta otro. Hernán pasó la infancia entre la Argentina y Suecia, donde huyeron de la dictadura militar, y cuando tuvo la ocasión se marchó a Nueva York y fue alumno de Derrida. Allá lleva 20 años, allá se casó y allá tuvo una niña. Hasta su llegada no hubo negociaciones: la vida le pasaba entre libros y cuadernos, leyendo y escribiendo, sin éxito con las editoriales. «Desde que aprendí a escribir, escribí».
Su hija trajo luz y fortuna y Hernán, con un borrador en cada mano, logró que un sello bien alternativo y bien icónico —Coffee House Press— le dijera sí al segundo de ellos: In the distance (A lo lejos). La historia de un muchacho sueco y ágrafo (Hakan) que viaja junto a su hermano mayor (Linus) a la sucia, remota y prometedora América de mediados del XIX —antes y después de la guerra—, que conocemos ambientalmente por los westerns y que avanza en una batalla implacable entre la civilización y la barbarie. Todo lo que vemos en la novela, lo vemos desde los ojos de Hakan. Durante la primera parada del viaje, en Portsmouth, el joven pierde a su hermano —su guía, su profeta— y apenas guarda un recuerdo de cuál es su destino: el nombre de la ciudad que le espera tras el océano (Nujark). Se equivoca de embarcación, sin embargo, y termina en la costa oeste de Norteamérica. Hakan decide, entonces, que cruzará por tierra y durante el tiempo que sea necesario el extenso e imposible trecho que separa San Francisco de Nueva York.
La novela es lenta cuando debe serlo, es rápida y noquea cuando lo merece, dibuja personajes maravillosos como Lorimer o Asa, que tienen un paso efímero por su vida, pero un peso definitivo. Dios hizo de Hakan un hombre solitario. ¿Qué pensaría él de nosotros si protestáramos por unos días de reclusión, resguardados y abastecidos, cuando él pasó años a la intemperie, entre enfrentamientos, heladas y pérdidas? La novela recibió muchos elogios y algunos premios: el Saroyan International Prize, el Cabell Award, el Prix Page Award, el New American Voice Award. Fue finalista del Pulitzer y del Faulkner. El editor Enrique Redel se propuso seducir a Hernán para que su entrada en el mercado en castellano fuera de la mano de Impedimenta, resguardado por otros maestros como Mircea Cartarescu o Maryse Condé. Y lo logró.
Usted nació en Argentina, se fue muy jovencito a Suecia, luego regresó a su país natal y lleva 20 años en Nueva York. ¿De dónde es usted?
De todos esos lugares, me parece. No siento una ansiedad o necesidad urgente de identificarme con un lugar en particular. Me siento cómodo con esa fluidez. Mis recuerdos de infancia son mayoritariamente suecos y mi primera lengua social fue el sueco. Hablábamos en castellano en casa, pero en el mundo era en sueco. Mi adolescencia y mi primera relación fuerte con la literatura está asociada a Buenos Aires. Pero mi vida adulta y la escritura como profesión siempre ha sucedido en inglés.
Hakan tiene un paso fugaz por Buenos Aires. Decía que su vínculo es más fuerte.
Eso fue algo que no tenía pensado, que no tenía planeado en el libro, que está presente de otros modos en el libro. Como tenía que ir por el Cabo de Hornos, pensé que sería una buena idea que pase. Después se me ocurrió que no iba a desembarcar. No sé si es necesario hacer una sinopsis…
Mejor no la destripemos.
Fue una pequeña referencia alusiva y fugaz a la Argentina, que está presente de otros modos en el libro. Hay una presencia de la gauchesca, en algunos casos velada, en algunos casos muy evidente.
Tengo entendido que su padre es cineasta y que su madre es psicoanalista. ¿Qué les debe?
Les debo muchas cosas. En primer lugar, el hecho de que hubiera muchos libros en casa. Antes de irnos para Suecia, ellos tenían una librería en Buenos Aires que se llamaba Las palabras y las cosas, que es, por supuesto, el título de un libro de Michel Foucault. Era una librería especializada en psicoanálisis y marxismo que, después del golpe de Estado, evidentemente no resultó ser el mejor lugar en el que seguir…
En casa había muchos libros. Hoy, décadas más tarde, sigo teniendo varios de esos libros en casa. Creo que ese es uno de los eventos más decisivos de mi vida: haber tenido la fortuna de haber estado rodeado de libros desde muy joven.
¿Qué libros le abrieron los ojos?
De niño me tomaba muy en serio los cómics. Creo que ese fue mi primer contacto con el western. Lucky Luke y Tintín en América. Cómics de belgas escritos en francés y traducidos al sueco. Ese es mi primer contacto con los Estados Unidos. ¡Muy fiel!
En mi adolescencia temprana, como en casi todos los niños argentino, Julio Cortázar. Él fue el gran descubrimiento. Después, creo que la literatura alemana. Por algún motivo, es algo que me atrajo. Kafka también fue un descubrimiento. Un poco más tarde, Thomas Mann y Hermann Broch. Y el evento decisivo fue Borges, sobre quien he escrito un libro entero. Borges tiene un efecto fractal. Uno lee a Borges y se ramifica en infinitas direcciones, y cada una de esas ramificaciones se ramifica en infinitas direcciones. Vaya, ¡un fractal! Borges fue el mapa que ordenó mis lecturas durante mucho tiempo. Fue mi puerta de entrada a la literatura norteamericana, que es realmente mi gran pasión.
Eso me parece interesante, que Borges le abriera a la literatura norteamericana. ¿Con qué autores descubrió ese otro mundo?
El primero de todos fue Henry James, que para mí sigue siendo un autor crucial. De hecho, reconozco con un poco de pudor que tengo un retrato de Henry James en un estante frente a mi escritorio, que me vigila.
Henry James, por varios motivos. Por la belleza de su prosa, que es tan hermosa. No hay más que decir. Pero también su deslumbrante técnica, su uso del punto de vista, la densidad de sus personajes, su manejo del tiempo. Yo no sabía que se podía escribir de esa manera. Y por la riqueza de sus cuentos… y de sus novelas. Tienen como una veta fantástica con esas intuiciones de fantasmas. Estos libros, como dicen en los Estados Unidos, of manners. De modales, que tienen que ver con protocolos sociales y de cómo la gente —y esto es algo que me interesa mucho— tiene que navegar ciertos códigos y capas tectónicas de represión para poder decir cosas más simples.
Se demuestra que en todo lector hay un escritor durmiente. Pero siempre hay quien da el paso y quien mantiene la posición.
Desde que tengo uso de razón, desde que aprendí a escribir, escribí. Nunca quise ser astronauta, siempre quise ser escritor. Tal vez en un momento quise ser corredor de caballos, por algún motivo, porque no sé montar. Pero, lejos de esa excentricidad, siempre quise ser escritor, vivir de la literatura. Hubo un momento de desvío, en todo caso, que fue cuando pensé que lo que quería ser es académico a tiempo completo. Sigo siéndolo, pero con un pie más firmemente anclado en la escritura. Incluso, como académico, tengo un doctorado en Literatura comparada, escribía críticas, escribía ensayos, siempre literatura. Nunca hubo que dar un paso porque siempre estuve ahí, ese era mi territorio.
¿Y se siente cómodo en esa posición de crítico? Y no me refiero a esas críticas que son sinopsis y un pulgar arriba o abajo…
Ay, sí, qué molestas…
¿Cómo lidia con esa confrontación entre crítico y escritor?
Por suerte, no tengo que lidiar demasiado. Lidio con ello cuando tengo que leer reseñas sobre cosas que he escrito yo. Pero, en general, trato de escribir reseñas. Sigo escribiendo ensayos sobre literatura, pero no son reseñas de libros actuales con mi opinión, que me parece irrelevante. Me gusta escribir sobre literatura, me gusta pensar sobre problemas literarios, sobre problemas formales, y esa sí es una costumbre que mantengo porque me interesa y me sirve también como escritor pensar en problemas materiales y estructurales de la literatura.
Ha publicado su primera novela pasados los cuarenta, pero ¿cuántas novelas y cuántas ideas han quedado en el camino?
Uff. Sí, novela, novela en serio, novela que podría haber sido publicada: una. Cuentos: infinitos. No es que en algún momento haya dejado de escribir o me haya dedicado a otra cosa. Siempre fue esto. Pero es muy difícil ser publicado, es muy difícil ser leído. Creo que doblemente en un país como los Estados Unidos.
¿Por qué?
Es difícil en cualquier país, en general. Pero me parece que allá lo es más por una cuestión de mercado y por una cuestión de estadística. Hay bastante gente que escribe, hay tanta gente que lo hace bien, y los recursos son limitados. Pero es cierto también que el sistema editorial, institucionalmente, está montado para que el escritor joven, para que el escritor nuevo fracase. No está montado para estimularlo de ningún modo. Hay gente que tiene muchísima suerte y talento y despega desde el inicio. Cuando sucede, me alegró muchísimo. A mí no me pasó.
No sé cuánto tardó en escribir esta historia.
Se fue gestando a lo largo de muchísimo tiempo. De hecho, escribí aquel otro libro inédito que comenté antes (The States), como que descarté A lo lejos por un momento, la dejé para más tarde. Y, después de que el otro fracasara en términos editoriales, comencé con esta, que me habrá llevado más o menos cinco años escribir. Pero, bueno, tuve una hija. Ahora encuentro que tengo más tiempo para escribir. Eso es muy bueno, estoy una novela en estos meses. Toco madera. The States seguirá inédita por un buen rato.
No sabemos si definitivamente…
No sé si de manera definitiva, pero cómo voy a volver ahora al anterior, cuando ya saqué la primera novela. Está ahí para algún momento… en algún momento la retomaré. Pero me llevaría mucho tiempo reescribirla, prefería pasar a cosas nuevas. Somos seres finitos.
Hay una curiosidad muy morbosa que tengo: saber cómo afrontan los escritores sus procesos de escritura. El otro día leí a Bong Joon-ho en una entrevista. Contaba que se pone neurótico, que se va a cafeterías con pocos clientes y lejos de su mujer porque se vuelve insoportable.
¿Él?
Sí, sí. Pobre mujer.
No, es que entendí que era su escritura la que se volvía insoportable.
¡Ah! No, él mismo.
Me puedo relacionar con parte de lo que decías. Sé que un proyecto está funcionando para mí —no digo funcionando comercialmente, ni nada de eso— como escritor cuando me coloniza completamente y el proceso de escritura es constante. Cuando no paro, aun cuando no estoy escribiendo. Es tomar notas todo el tiempo, leer libros adyacentes al proyecto, que tengan que ver, que lo informen. Me envío emails a mí mismo todo el tiempo, en el medio de la noche. No lo digo en un sentido heroico, ni nada de eso, es simplemente el modo en que se da. Lo disfruto. Mi esposa, no tanto.
Le he leído en alguna entrevista que tiene ese punto de vista nada reporteril de asumir que la literatura tiene una verdad propia, que posee unos mecanismos distintos que no tienen por qué ir ligados a una documentación, digamos, de lo puramente tangible: esa idea de que para escribir sobre el dolor no es necesario darse un martillazo en el dedo.
Exacto.
Pero me parecía que no le indagaban mucho en la idea. ¿Cuál es la verdad de la literatura?
Ay, caramba, ¡esa es una pregunta gigantesca! Creo que es una verdad que, en primer lugar, no pasa por ningún mecanismo de verificación referencial, como que no puede ir y corroborar que uno a uno los puntos se comparen fidedignamente con lo que se está escribiendo. No pasa por ahí, que es una forma de verificación empírica, digamos. Tampoco me parece que tenga que pasar por criterios de falseabilidad, como en la ciencia, que uno puede hacer experimentos e ir repitiendo y confirmando determinada teoría. Tampoco me parece que sea una verdad lógica que pueda ser confirmada deductivamente.
Curiosamente, para la idea de la verdad de la literatura pasa por su carácter ficticio y por su distancia sobre su mundo referencial. Es ahí donde, de algún modo, se puede jugar. Una relación con la verdad que también tiene que ver con una dimensión ética. Creo que, en la buena literatura, la verdad está relacionada con un valor moral, en el sentido más profundo y menos pacato, y con una belleza. La literatura tiene una relación con la verdad que ni la ciencia, ni lo reporteril, ni la filosofía, ni la lógica, ni las matemáticas tienen. Falta esa dimensión estética. Sabemos que algo es verdadero en literatura cuando es bello, también. Si no está ese elemento, no termina de ser. Y si no hay un elemento emocional y afectivo, tampoco. Entonces, creo que la literatura es el único discurso en el que se conjugan estos elementos tan dispares.
Es complicado. Giramos tragos y hablamos por las próximas cuatro horas.
Hay algo que he admirado profundamente en la novela: la capacidad para hablar de la soledad, de viajar dentro de uno mismo. Hay momentos en que todo está ocurriendo por dentro de Hakan, ¿cómo lo trabajó para que no fuera aburrido o excesivo?
Ese fue uno de los desafíos mayores de la novela: cómo narrar cierta nada. La nada del paisaje y la nada interior. Fue, sin duda, el desafío más grande. También, como bien dices tú, para no fatigar al lector. Me interesa que un libro sea divertido, me importa mucho: que uno tenga ganas de pasar a la próxima página. Esos pasajes tuvieron sus dificultades inherentes. Pero, en términos de la estructura total, lo que descubrí es que era posible crear un pacto con el lector, que quedara claro desde el inicio. Tal vez iba a haber una página o dos que fueran un tanto más densas, ralentizadas y casi viscosas. Pero que, después de esas páginas, iba a haber un momento más explosivo, que la narración se iba a acelerar, que iba a haber eventos más o menos sorprendentes. Una especie de soborno amable, ¿no?
A menudo hay lectores o espectadores que encuentran que un libro o una película son lentos, como si fuera algo inevitablemente negativo. ¿No atenaza saber eso?
Sí, sí, sí. El tiempo en la narración —verás que he empleado muchas veces la palabra tiempo en esta conversación— es algo que me interesa. Me interesaba también en esta novela tratar de conjugar diferentes velocidades, que no hubiera una sola, ni dos. Por momentos la narración o el tiempo casi se detiene, hay elipsis muy abruptas, grandes saltos temporales. Hay momentos en que el tiempo es completamente flotante. En el original hay pasajes enteros sin verbos conjugados, con lo cual produce esta sensación de suspensión temporal. Esto se da también a nivel más íntimo de la sintaxis y con la lengua, o por lo menos intenté que se diera.
Usted crea un vínculo entre el lenguaje y la humanidad muy especial, desarrolla en qué medida define a un ser humano la capacidad para manejarse dentro de unos códigos y con una lengua compartida. Hasta qué punto es Hakan más humano en Suecia que en América.
Sí, me preguntaba qué le pasaría a una persona si estuviera completamente desanclada y desasociada del lenguaje, que es una experiencia que yo no he tenido, salvo en viajes breves donde no entiendo ni siquiera el alfabeto del país porque no es un alfabeto romano. Eso es lo más cerca que he estado de esa sensación sofocante. Además, el personaje es analfabeto, por lo que tampoco tiene esa posibilidad. Como desafío intelectual, como desafío para la escritura, quería un personaje que no entendiera una palabra del entorno y que nosotros, debido a su punto de vista, tampoco lo comprendiéramos. Fue otra de las dificultades del libro.
Que se suman a las del pobre hombre. De cuántas maneras está perdido…
Ah, bueno, él sí. Tiene una dificultad tras otra. Pero también la escritura es ir resolviendo problemas, uno detrás de otro. Así es como yo lo veo.
¿Sabía cómo recorrer el camino de un punto a otro o fue sobre la marcha?
Es una combinación de ambas. Tengo amigos escritores que tienen mapas complejos de sus libros y que, por ejemplo, llenan una pared de notas y anotaciones y dibujos y gráficos y tienen un esquema previo. Yo no escribo así porque —insisto, hablo de mí— creo que la literatura se da en el lenguaje y que descubrir cuál es la trama es parte del proceso de escritura. Tenía una idea general: cuál es la novela y cuáles serían las escenas más o menos importantes. Pero el final me llegó muy tarde y hubo un momento en que me estanqué, no sabía cómo continuar. Lo fui descubriendo a medida que escribía.
¿Cómo se rompe con eso?
Es la pregunta del millón. Lo que hago a veces es dejarlo de lado, salteo ese pasaje y paso a una escena siguiente y sé que queda eso por resolver. Pero, a veces, no es posible pasar si uno no sabe lo que sucede antes. En general, hay que dar un paso atrás y no pensar y tomarse una hora, un día, una semana, y volver. En muchos casos, la lectura es algo que me ha ayudado. Leo sin parar mientras escribo, leo cosas muy relacionados con lo que estoy escribiendo. Sé que hay gente que trabaja del modo opuesto, que no quiere influencias externas, pero a mí me gusta estar inmerso en ese mundo. La influencia puede venir de alguna lectura.
Es un misterio y es terrorífico cada vez que sucede y es la prueba de que uno, como sujeto, tiene una injerencia limitada en lo que escribe. Hay otros factores que deciden por uno.
Estaba pensando en no mencionar en el western en la entrevista…
¡Ja! Para mí sería muy refrescante…
¿Hay más de Cervantes que de McCarthy en su libro?
Esa idea de un héroe desgarbado por un paisaje totalmente distorsionado por su percepción delirante en algunos casos… Puede que esta novela sea muy quijostesca. El compañero más fiel del personaje es un burro. Sin Sancho, pero un burro, al fin. Y el Quijote es para mí… ¡qué voy a decir! Es un libro que leí tres veces y que empecé a leer por cuarta vez cuando empecé a escribir esta novela. Pronto me di cuenta de que era una mala idea. Ahí sí sentí el peligro, ¡es tan genial que te aplasta! Te dices: “Para qué, me rindo…”.
Hay dos cosas que me interesan mucho del Quijote. Una, relacionada con este libro: el Quijote es una crítica y una intervención en un género semiabandonado y caído en desuso, que es en ese caso la novela de caballerías. En mi novela, con toda la humildad del universo, hay una similitud; en mi caso, con el western. El otro aspecto que me interesa es que, en Cervantes, está presente todo el rato esa pregunta de qué es la literatura, qué es este libro. Es un libro rarísimo. Se lo pregunta Quijote mismo mientras lee el Quijote. Me interesa la literatura que se pregunta a sí misma qué es la literatura mediante el proceso de escribir esa obra de literatura.
Yo no sé si mi posición es defendible, pero encontré en su libro una carta de amor no sólo al género, también a América.
La novela tiene esa cualidad bifronte. Por un lado, fue concebida como una crítica a ciertos aspectos de Norteamérica que me parecen muy cuestionables, pero que me parece que son inherentes a toda historia nacional. Tienen costados oscuros, especialmente aquellas naciones con visiones imperiales, como Estados Unidos o España. Pero como Estados Unidos siento que es mi país adoptivo, pero mi país, al fin, me interesaba esta historia. Por otro lado, como bien señalabas, también está esta tradición literaria que para mí es central. Entonces, sí, es un homenaje.
No me interesaba la novela de denuncia, que es un género que jamás me gustó; simplemente es algo sobre lo que no me gusta escribir. Tampoco me interesaba hacer un panegírico o un elogio nacionalista porque eso sí que me desagrada y me resulta obsceno. Es algo a mitad de camino entre los dos polos. O ambas cosas a la vez. Uno también critica a alguien a quien quiere.