Luis Sepúlveda, un hombre que escribía novelas de amor
El autor chileno, conocido por ‘Un viejo que leía novelas de amor’, vivió una vida viajera, comprometida y apasionada
Cuando volvió de un festival literario en Portugal, el magnífico escritor Luis Sepúlveda comenzó a sentir los síntomas. No se conocían casos de coronavirus en Asturias, la pandemia no había llegado todavía, a él le tocó ser el primero. Lo ingresaron en un hospital de Oviedo y a las dos semanas su estado empeoró: el 11 marzo supimos que subsistía en un coma inducido. Fallo multiorgánico renal. Insuficiencia respiratoria. Un mes y cinco días después hemos recibido la noticia de su muerte. Tenía 70 años.
Sepúlveda escribió cuentos, novelas, poemas, guiones, ensayos. Su nombre y su apellido, combinados, sonaron con fuerza tras publicar una pequeña novela, maravillosa, que llamó Un viejo que leía novelas de amor. La historia de un hombre que se apartó de nuestro mundo y se acercó a la naturaleza —a través del pueblo shuar— con el recuerdo de su esposa muerta, un evento que lo convirtió en un hombre solitario. Hay magia en esta novela corta o cuento que se escapa de las manos: la pureza de los indígenas, la vileza de los civilizadores. Hay un mensaje detrás de la tigrilla a la que los criollos quieren dar caza por su sed de sangre, que no es otra cosa que sed de venganza por la muerte de sus crías. Nunca repitió Sepúlveda un éxito editorial como aquel.
El escritor chileno vivió una vida fascinante. “Es raro pensar que tu patria es un hotel y ni siquiera de cinco estrellas”, bromeó en una vieja entrevista, la más completa que leí, recordando las circunstancias de su nacimiento. Su madre, adolescente, lo parió en un hotel de la ciudad chilena de Ovalle y se escapó de allí con su novio, o sea el padre del niño —el padre de Sepúlveda— lejos de la tiranía del ingrato abuelo, que “se oponía tenazmente al romance” —tan tenazmente que denunció al novio por rapto—. La historia atrapa desde el comienzo.
Lucho, como conocieron a Luis sus amigos, absorbió sin fisuras los principios rojos de su padre, el militante comunista que alimentó a la familia con el dinero de su restaurante, y conoció siendo muy joven, un adolescente, sus dos pasiones: la literatura y los viajes. Tan bien escribía Lucho que los periodistas que comían en el restaurante de su padre, sorprendidos por su talento, lo invitaron a colaborar con su periódico, El Clarín. Allí se ocupó de escribir crónicas de asesinatos y de adquirir nuevos hábitos; el redactor jefe, como recordó Sepúlveda, le enseñó una lección de vida para cualquier reportero: “Esto es una mierda, es pura literatura. Aquí tienes que escribir como periodista”.
El diario que albergó sus primeras historias cerró con el golpe militar que hundió a Salvador Allende y el ejército ocupó su redacción y su imprenta el 11 de septiembre de 2013. El régimen de Pinochet no se olvidó de Sepúlveda, que militaba en la facción más radical del Partido Socialista: lo detuvieron, lo torturaron y no le dejaron otra salida que el exilio. Sepúlveda nació rojo y murió rojo, lejos de Chile, en el Hospital Universitario de Oviedo y después de una vida apasionante, por dentro y por fuera; su biografía resulta inabarcable en un solo obituario: su estancia en un ballenero, su amistad con Víctor Jara, su historia de amor, desamor y nuevamente amor con Carmen Yáñez. Y, cómo no, sus libros. El último: una fábula que publicó Tusquets, su editorial, hace apenas un año: Historia de una ballena blanca.
El equipo de Tusquets Editores lamenta profundamente la pérdida de Luis Sepúlveda, excelente escritor y luchador incansable. Te echaremos de menos. pic.twitter.com/WXqB9Kjrth
— Tusquets Editores (@TusquetsEditor) April 16, 2020