25 años sin Lola Flores, la artista que prestigió el flamenco y se convirtió en icono de la posmodernidad
Cuenta la leyenda que Lola Flores nació en un barrio gitano de Jerez en 1923. También que se crió en el seno de una familia humilde, y que empezó su carrera recorriendo los bares del municipio gaditano para ganar algo de dinero y, sobre todo, dar rienda suelta a su vena artística. Lo primero que llama la atención de su biografía es la rapidez con la que pasó del anonimato a convertirse en primera figura del espectáculo en la España de la posguerra. “Su éxito se basa fundamentalmente en la popularidad de [su pareja, el cantaor] Manolo Caracol, que ella supera desde sus primeras apariciones en el teatro. Ese tipo de teatro es extraordinariamente popular en los cuarenta y cincuenta”, señala a nuestro medio Alberto Romero Ferrer, profesor de Literatura Española en la Universidad de Cádiz y autor de Lola Flores. Cultura popular, memoria sentimental e historia del espectáculo, un libro a medio camino entre la biografía y el ensayo sociológico.
El talento artístico de Lola era innegable, como también lo eran su carisma, versatilidad e intuición. Por eso se dice que el salvaje arte de la jerezana estaba predestinado a convertirla en leyenda. “Ella marca importantes diferencias por su carácter provocador y sexual, frente a las otras artistas [de su generación] que eran mucho más prudentes y ‘decentes’. El flamenco en esos años se considera algo residual y bronco. El mundo de la juerga flamenca era un mundo fronterizo con la prostitución. Se relacionaba con la mala vida”, explica el escritor.
Uno de los grandes méritos de Lola Flores —fallecida en Madrid hace ahora veinticinco años— residió en su capacidad para conseguir prestigiar el flamenco y llevarlo al gran público. El enorme éxito y rentabilidad de los espectáculos musicales de Lola —Zambra estuvo en cartel entre 1944 y 1949 de manera ininterrumpida y representándose a diario por los teatros de toda España— contribuyó a que el régimen franquista aprendiese a tolerarla y, sobre todo, acabase apropiándose del flamenco.
Las transgresoras canciones que interpretaba Lola pasaron sin problema la censura y nunca se metió en líos con Franco y los suyos, aunque estos fuesen desde el principio plenamente conscientes de que la imagen de mujer sensual, valiente, libre y excesiva que proyectaba la artista no casaba para nada con la moral sexual femenina y los valores pacatos impuestos tras la Guerra Civil. “Esto se debe a la doble moral del franquismo. Lola Flores, y otros como Dominguín, se aprovechan de esa doble moral. Este asunto, además, funcionaba muy bien como espectáculo y promoción artística. Ella transforma su libertad sexual en parte del espectáculo. Por esta razón Lola Flores —creo— supuso un hito de libertad sexual, frente al discurso oficial del régimen. Fue una feminista sin saberlo, o sí”, opina Ferrer.
Sea como fuere, la popularidad de Lola Flores —que grabó más de quinientos temas musicales a lo largo de su carrera— aumentó después de que, a principios de los años cincuenta y tras romper con Caracol, decidiese cruzar el charco y aterrizara por primera vez en México donde ya entonces era bastante conocida por sus discos. La Faraona viajó a América tras firmar un jugoso contrato con la productora de Cesáreo González, Suevia Films, para hacer una gira por aquellos lares y rodar un par de películas en el país azteca.
Lola soñaba con convertirse en una actriz como Ana Magnani y, durante años, alternó el cine con sus giras y espectáculos teatrales. Además, los cineastas españoles comenzaban en esa época a intentar copiar los métodos de promoción de las producciones hollywoodenses y ella, que como muchos otros actores patrios se subió a aquel carro, comenzaría entonces a publicitarse, además de como actriz, con aspectos de su vida personal, apareciendo desde aquel momento en numerosas revistas del corazón.
“No era la mejor cantante ni la mejor bailaora, pero tenía un don. Ella sacaba una canción y nunca la interpretaba de la misma manera, como hacían otras artistas. Hay artistas que son buenas, y luego hay otras, como ella, que son geniales, que son artistas de inspiración”, comenta Juanito Díaz El Golosina, amigo y confidente de la jerezana, quien pasó buena parte de su primera estancia en México enfundada en un pesado traje de gitana. De alguna forma, Lola se acabó convirtiendo en una gran embajadora de la cultura popular española de la época y sus películas, así como su enorme proyección internacional, sirvieron para tender puentes entre el México republicano y la España franquista, además de para poner fin al aislamiento internacional en los años de la autarquía —Romero Ferrer se refiere a ella como una especie de “Mata Hari con bata de cola”—.
“Lola era la persona más normal del mundo fuera del escenario. Solo era artista cuando sonaba el timbre para que saliera a escena, porque en su casa era una mujer muy sencilla, con su bata y su horquilla en el moño recogido”, apunta El Golosina, que recuerda también lo mucho que conectó siempre Lola con los hombres gay, en años bastante difíciles para las minorías sexuales, y lo muchísimo que el público homosexual disfrutaba escuchando aquellas dramáticas coplas escritas por letristas como Rafael de León —que tuvo que esconder sus intenciones expresivas bajo versos narrados por una voz sin género específico—. “En aquellos años [cincuenta y sesenta], los camerinos de prácticamente todas las artistas eran clubes gay. Cuando los espectáculos terminaban, había mucha relación entre esos fans y todas las folclóricas (Lola, Juanita Reina, Concha Piquer, Marifé de Triana…)”.
Pero el fin de la dictadura se convirtió en un nuevo escollo para Lola. El rechazo de los españoles hacia las folclóricas y la cultura popular era evidente y la artista, que siempre se creció en la adversidad, tuvo que emplearse a fondo para ganarse su cariño y lograr seducir a la progresía intelectual de la época. “Franco y copla se convirtieron, injustamente, en sinónimo. Lola Flores fue su chivo expiatorio (basta recordar su episodio con Hacienda). Su popularidad aumentó gracias a la televisión: había una sola cadena y ella participa como artista. Además, está también la estela de su cine de los años cincuenta y sesenta, que formaba parte de la memoria de toda una generación”, apostilla Romero Ferrer, quien considera fundamental en todo ese proceso el momento en que Lola fue denunciada por Hacienda: “Pasó de delincuente a víctima. Su imagen sentada en el banquillo, vestida de cuero negro (todo muy lorquiano, por cierto) le hizo mucho daño al gobierno socialista, y a ella, sin embargo, le favoreció de manera extraordinaria”.
Lola de España explotó como nadie esa imagen frívola suya —cultivada de forma consciente— y es evidente que su popularidad aumentó exponencialmente en sus últimos años de vida hasta el punto de convertirse en ese personaje entrañable que habita en la memoria sentimental de los españoles y que ha trascendido al paso del tiempo como icono de la posmodernidad. Desde luego, Lola hizo méritos para ello, sobreviviendo a la pobreza, la posguerra, el franquismo y la complicada transición a la democracia. Una pena que no pudiera sobrevivir también al agresivo cáncer de mama que le terminó quitando la vida aquel 16 de mayo de 1995.