Escritores al borde de un ataque de nervios (II): «Busque por acá en que se le haga merced”. La peor entrevista de trabajo de Cervantes»
El autor de “El Quijote”, harto de empleos precarios, ‘aplicó’ a cuatro cargos en América, pero ni su elaborado currículum ni las cartas de recomendación le sirvieron de mucho ante un tribunal que lo despachó en el primer corte
España es un país de más de 3.8 millones de cadáveres laborales (según las últimas estadísticas). A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo, consulto InfoJobs y maldigo el Estado del Bienestar. En estas circunstancias, pedir empieza a ser más triste que robar. O al menos más habitual de lo que un mendigo consideraría ajustado a convenio.
Antes de ‘robar’ (según todos los indicios historiográficos), Cervantes se hartó de pedir, de doblarse genuflexo, de lamer botas, soneto va soneto viene. Es difícil hallar una generación más genial ni más arrastrada que la de nuestro Siglo de Oro. Les salva que no lo hicieran por gusto sino por simple supervivencia, y hasta con arte: así se las gastaba España en el reparto de prebendas. De Lope pa’bajo, todos chaperos. Con más razón Cervantes, a quien nunca tomaron realmente en serio.
Los ingleses se precian (¿pero de que no se precian los ingleses?) de haber inventado el memorialismo. De facto, es cierto, ya que España no supo dar lustre a la gran cantidad de ejemplos del género que, por desidia y por ineptitud, acabaron opacados y olvidados. Con el tiempo se han ido redescubriendo, a Dios gracias. Ahí están, no sé, la Monja Alférez, Cabeza de Vaca, Torres Villarroel, Alonso de Contreras… En la práctica, varias de estas memorias (por ejemplo, la última citada) eran extensos currículums de la época: relaciones de méritos, agravios, etc… Armas de pedir. En última instancia, se buscaba la ‘paguita’, deleitando por el camino al personal. Como en LinkedIn, todos eran más guapos, más altos y más emprendedores que el vecino; todos tenían muchas cabezas de turco en el morral.
También Cervantes tuvo que pasar por esta clase de ordalía tan común hoy, si bien en su versión redux. El suyo es un CV más al estilo del nuestro, un resume, que dicen los ingleses, con sus cartas de recomendación incorporadas. Se puede consultar en la web del BNE y es para echarse a llorar. Cuando el alcalaíno redactó su “Representación de Miguel de Cervantes Saavedra, exponiendo sus méritos y servicios hechos en Italia, en la batalla naval de Lepanto, y en otras partes, con motivo de solicitar uno de los oficios vacantes en Indias” estaba nel mezzo del camin di nostra vita, tirando claramente del lado de la Parca. En cualquier caso, se hallaba en ese embarazoso punto intermedio en que no cabe sino reciclarse con vistas a aspirar a algo más. No muy distinto a un cincuentón de hoy. A sus 42, era ahora o nunca. De ahí el dramatismo de la carta y de la baza.
Nada de lo que había hecho hasta el momento había deparado una posición al escritor, que por entonces no era ni siquiera tal: La Galatea, recién publicada, se vendía de saldo y su poesía pasaba muy de rondón entre tanto ingenio avecindado en la Corte. Después de consumir los gloriosos años del boom hispano entre batallas y cárceles, las vacas flacas de finales del XVI le habían pillado tan mal situado que se vio obligado a ejercer un trabajo nada estimulante: recaudador de abastos para la Armada Invencible. En la práctica, requisador. Gracias a este empleo, trabó buen conocimiento con la ciudad de Sevilla. En la Nueva Babilonia debió despertar en él el fantasma de América, que ya había tentado sin suerte alguna 8 años antes: “No se le provee por Su Majestad”, se le respondió entonces.
Cuando el alcalaíno redactó su “Representación de Miguel de Cervantes Saavedra, exponiendo sus méritos y servicios hechos en Italia, en la batalla naval de Lepanto, y en otras partes, con motivo de solicitar uno de los oficios vacantes en Indias” estaba nel mezzo del camin di nostra vita, tirando claramente del lado de la Parca.
La Armada, para colmo, había acabado como el rosario de la aurora. Así que (año 1590) era el momento justo, y también el último. El memorial de Cervantes presenta sucintamente sus méritos al servicio del Rey, con una ‘cotización’ total de 22 años: Lepanto (“donde le dieron muchas heridas, de las cuales perdió una mano de un arcabuzazo”), Italia, Túnez, Argel y su cautiverio (“donde gastaron el patrimonio que tenían en rescatarse, y toda la hacienda de sus padres y las dotes de dos hermanas doncellas que tenían, las cuales quedaron pobres por rescatar a sus hermanos”), el espionaje en Orán y los “negocios de la Armada”. A la luz de este expediente, al que se suman distintas credenciales enviadas a su hermana y su esposa Catalina para que las muevan en la Corte y una Hoja de Servicios firmada por el Duque de Sessa, Cervantes se postula para cuatro cargos vacantes (“vacos”) en América: “el uno la Contaduría del nuevo Reino de Granada, o la Gobernación de la Provincia de Soconusco en Guatemala, o Contador de las Galeras de Cartagena, o Corregidor de la Ciudad de la Paz”. Para todos ellos, se reputa como “hombre hábil y suficiente y benemérito”.
Señala Andrés Trapiello que el demandante “limosnaba, más que una gracia, justicia”. Un cargo “vaco” y no ex profeso, un empleo más administrativo que otra cosa, nada del otro jueves. Añade el biógrafo que en aquellos siglos de Oro “todo estaba regido por un sistema complejo de mercedes y méritos”, de tal modo que no era demérito “exigir” mercedes, si bien quedaba siempre en manos del dador concederla. Para Trapiello, Cervantes “se tenía en más de lo que le tenían a él” y se creía merecedor de un pasaje, digamos, de primera a la Indias, en vez de lanzarse a la buenaventura, a sus 42 años, como todos aquellos que veían en América un “refugio y amparo de los desesperados de España”, según escribiría poco después con amarga ironía en El celoso extremeño.
Para varios cervantistas, su impureza de sangre está detrás del fracaso de sus aspiraciones. Otros, inflamados hagiógrafos del XIX, lamentan la contumaz cerrazón de España con los españoles notables. Lo único cierto es que parece que Cervantes, a juzgar por los tempos del ‘proceso de selección’, nunca estuvo en cupo. No pasan ni quince días, de mayo a junio de 1590, desde la instancia al Consejo de América y el “Vaya con la música a otra parte”, que dice Jean Canavaggio, y que en fórmula administrativa crudelísima quedó consignado para la posteridad con el célebre “busque acá en que se le haga merced”. El laconismo de la respuesta al margen, añade Trapiello, “habría servido a Larra para uno de sus mordaces artículos de costumbres”.
A Cervantes no le queda sino regresar al camino, de Madrid a Sevilla, una y otra vez, a las excomuniones y los encarcelamientos por líos de cuentas, por mor de pedir para los que tienen. Triste vejez, sin duda, que, sin embargo, forjó en él la figura del Quijote, su planta, su alzado y su cosmovisión. De aquel baño de hiperrealidad se trae consigo la fantasía descarnada o el naturalismo bizantinista, irónico, cruel y al mismo tiempo compasivo, de la primera novela moderna. Sólo los más grandes han sentido esa descabellada necesidad de crear una vida (y una justicia) de remplazo. “La literatura nos defiende de las ofensas de la vida”, decía Pavese. Precisamente ese credo quia absurdum del genio antes su obra, tan semejante al devoto con el Cielo, es lo que lo hace, eso mismo, genial. Muchos otros han “incubado esa ilusión” frente a una realidad desapacible, que diría Cartarescu, atenazado por el comunismo rumano, a punto de tirar la toalla. En esas circunstancias, la literatura, la fantasía, es un refugio precario en la tundra, en pleno invierno, pero también es el único refugio.
La geografía de El Quijote bebe de aquellos años andariegos de Cervantes poco antes y sobre todo después de aquel ‘proceso de selección’ fallido, de las gentes con las que trató y las anécdotas que fue atesorando entre personas tan apabulladas como él por un Imperio del que les tocaba el currusco.
Para los hacedores de ucronías queda fabular con un Cervantes en América. No es mal asunto para especular: ¿Hasta qué punto la realización de sus aspiraciones llamémoslas terrenas habría modificado su deriva literaria? “¿Se habría perdido para las letras? -se pregunta Canavaggio-. Tal vez no, pero nos cuesta imaginar a Don Quijote y Sancho viniendo al mundo bajo los cielos de Colombia o Guatemala”. Lo que está meridianamente claro es que la geografía de El Quijote bebe de aquellos años andariegos de Cervantes poco antes y sobre todo después de aquel ‘proceso de selección’ fallido, de las gentes con las que trató y las anécdotas que fue atesorando entre personas tan apabulladas como él por un Imperio del que les tocaba el currusco. Una concatenación de fatalidades y malentendidos (sin descartar que, realmente, tuviera las manos largas), lo llevó en 1597 a la Cárcel Real de Sevilla, donde es tradición que comenzó su obra magna. Precisamente a la vista de aquellos cargueros de Indias en lo que había pretendido buscar fortuna hasta en dos ocasiones.
Para entonces, Cervantes había dejado ya de reclamar mercedes de postín, si bien, a su manera, siguió lamiendo botas hasta el final de sus días. Un trabajo, el de pedir, que sus contemporáneos elevaron a categoría de arte, como siglos después harían los bohemios con el más mundano sablazo, el “arte de la pirueta”. A su último protector, el Duque de Lemos, a punto de entregar la cuchara Cervantes, le escribió el más bello proemio que imaginarse pueda: “Puesto ya el pie en el estribo,/con las ansias de la muerte,/gran señor, ésta te escribo”.