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Escritores al borde de un ataque de nervios (III): “Le habla el camarada Stalin”. Bulgákov se baja los pantalones

¿Qué hacer si te llama el hombre que decide sobre tu vida y tu muerte? Bastó unos segundos al teléfono para que Mijaíl Bulgákov, que había osado escribir una soberbia carta de libertad al terrible Koba para que le dejara salir de la URSS, se retractara y aceptara suicidarse literariamente   

Escritores al borde de un ataque de nervios (III): “Le habla el camarada Stalin”. Bulgákov se baja los pantalones

Alexandra Semenova | IG: @sash.smotri

Los tiranos, como las coplas, son del pueblo: la manifestación última de su instinto histórico, de su energía creadora/destructora. Al igual que las coplas, nadie asume al cabo su autoría. Conviene elegir con cuidado el monstruo con el que decidimos pasar nuestro tiempo y del que, luego de auparlo, hemos de renegar como si no hubiésemos tomado parte en el pathos generacional que le dio forma. Los tiranos, como los poetas y los humidificadores, se nutren del aire circundante, del ánimo y la emoción general, cuidadosamente filtrado y depurado. Se asombraba Fazil Iskander de que “el mecanismo de cristalización de las ideas es el mismo en el verdugo y en el poeta”. En el fondo, tiranos y poetas definen por igual un periodo histórico concreto. Y ambos comparten, ya de paso, la misma furibunda necesidad de ser queridos. De ahí que siempre hayan hecho buenas migas tanto como han rivalizado por el espacio etéreo de los afectos del pueblo.     

Al filo de los años 30, ser escritor en Rusia era profesión de riesgo, a expensas de la arbitrariedad de un poder omnímodo que, con una mano, abrazaba a los creadores como “ingenieros del alma” y con la otra les estrujaba el pescuezo a la altura de las cuerdas vocales. A veces, bastaba un detalle nimio para pasar del Teatro del Arte a la Lubianka: a Bulgákov, en concreto, lo salvó una inesperada simpatía por parte del terrible Koba, que había disfrutado a mediados de la década con el montaje teatral de Los días de los Turbin, una curiosa exaltación del valor de los rusos blancos de Kiev. El propio Mijaíl había tomado las armas contra la revolución. Era un perdedor: “Sólo el que ha sido vencido conoce lo que significa esta palabra. Se parece a una noche en la casa durante la cual la iluminación eléctrica se daña”.

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Mijaíl Bulgákov. | Foto vía Wikipedia.

Sin embargo, en el Moscú de los años 20, durante una breve primavera aperturista entre el terror de 1919 y la llegada de Stalin al poder, Bulgákov, acosado por los voceros del régimen pero adulado por el público, había logrado la popularidad con obras tan genuinamente libertarias como Corazón de perro, una sátira descacharrante sobre la metamorfosis de un perro callejero en un militante del Partido Comunista. Sharikov, este engendro, acapara poder en su comunidad, dirige los destinos de su edificio comunal, mete el ojo y el oído, censura y medra. Bulgákov ironiza en su boca alrededor de las sospechas que pesan sobre los artistas de su generación: “(el teatro) es un juego de idiotas: hablan y hablan. Todos son unos contrarrevolucionarios”.

Como era de esperar, Corazón de perro se prohíbe y el círculo se estrecha en torno a su autor. “Después de que sus obras se han retirado de escena –informa la Policía Secreta a Stalin-, la situación material de Bulgákov se ha agravado seriamente, el escritor cree que ya no puede hacer nada en la URSS y la cuestión de su salida del país se le plantea del modo más perentorio”. Aún habrían de llegar las grandes purgas de los años 30, el desfile de muertos vivientes camino del gulag, pero a final de los 20 muchos son los escritores hostigados, silenciados y desquiciados por las temibles visitas de los agentes a sus casas: “De madrugada vinieron a buscarte. / Yo fui detrás de ti como en un duelo”, escribió Anna Ajmátova. Para Bulgákov estaba reservada una tortura menos evidente pero quizás más asfixiante y duradera: la del acoso sin derribo.

«La lucha contra la censura, cualquiera que sea, y cualquiera que sea el poder que la detente, representa mi deber de escritor, así como la exigencia de una prensa libre. Soy un ferviente admirador de esa libertad y creo que si algún escritor intentara demostrar que la libertad no es necesaria se asemejaría a un pez que asegurara públicamente que el agua no le es imprescindible».

El 28 de marzo de 1930, remite a Stalin una carta demoledora en su sinceridad que podría haber acarreado las peores consecuencias. “Puedo probar con documentos en la mano que, en el curso de todos esos años de trabajo literario, la prensa soviética, y junto con ella todas las instituciones que están encargadas del control del repertorio, se han dedicado, unánimemente y con extraordinaria cólera, a demostrar que las obras de Mijaíl Bulgákov no pueden existir en la Unión Soviética. Y tengo que declarar que la prensa soviética tiene absolutamente toda la razón (…) Lo reconozco. La lucha contra la censura, cualquiera que sea, y cualquiera que sea el poder que la detente, representa mi deber de escritor, así como la exigencia de una prensa libre. Soy un ferviente admirador de esa libertad y creo que si algún escritor intentara demostrar que la libertad no es necesaria se asemejaría a un pez que asegurara públicamente que el agua no le es imprescindible. (…) En la URSS, todo autor satírico atenta contra el régimen soviético. ¿Es posible imaginar en la URSS a una persona como yo? (…) Le pido que considere que, para mí, el no poder escribir es lo mismo que ser enterrado vivo. Le pido al Gobierno soviético que me autorice urgentemente a abandonar la URSS en compañía de mi esposa”.

La sorprendente determinación -heroica, visto lo visto- de Bulgákov se topa, sin embargo, con un inesperado movimiento al otro lado del tablero. Casi tres semanas después, justo al día siguiente del entierro del suicida Mayakovski (otra víctima del ‘luz de gas’ estalinista), suena el teléfono del escritor: “Va a hablar usted con el camarada Stalin”.

-¿De verdad está tan harto de nosotros? –pregunta el Padrecito al otro lado del aparato.    

No es raro que los escritores de genio encuentren en la letra escrita la claridad de ideas y la fuerza moral que luego no saben secundar de palabra. Bulgákov vira en décimas de segundos y acaba bajándose de la burra con pasmosa facilidad:

-He reflexionado mucho al respecto y he comprendido que un escritor ruso no puede existir fuera de su país…

Las relaciones tirano-poeta han sido desde la antigüedad conflictivas pero sobre todo promiscuas: el arte es propaganda ad aeternum y eso lo han sabido unos y otros desde el Cantar de Gilgamesh hasta aquí. A eso se suma la especificidad de Rusia, país de muchos y ‘muy buenos’ tiranos y muchos y muy buenos poetas. No cuesta imaginar que Bulgákov se sintiera halagado y hasta conmovido por los escasos minutos de atención telefónica del hombre que regía los destinos de millones de almas soviéticas. Bien pensado, aquella dedicación lo emparentaba en cierta manera con un todopoderoso de las letras rusas como Pushkin, quien tuvo como censor personal de sus obras al mismísimo zar Nicolás I. En ocasiones, una bofetada puede llegar a interpretarse como una caricia en los amores homicidas.

“Una o dos veces al año, corrían rumores por Moscú: Stalin ha llamado al director de cine Dovzhenko, Stalin ha telefoneado al escritor Ehrenburg”.

El caso es que, sea por miedo, por ego o por candidez, Bulgákov cayó en la trampa de una de aquellas legendarias llamadas telefónicas de Stalin de las que se hacía eco Vasili Grossman en Vida y destino: “Una o dos veces al año, corrían rumores por Moscú: Stalin ha llamado al director de cine Dovzhenko, Stalin ha telefoneado al escritor Ehrenburg”. Era casi un signo de distinción. Al científico Shtrum, uno de los personajes más interesantes de la monumental novela de Grossman, una llamada del camarada Iosif lo salva in extremis de la Lubianka a cambio de vender su alma al régimen.

También Bulgákov acabó malbaratando su talento en un simple puesto de ayudante de dirección en el Teatro del Arte: la Siberia personal e intransferible que Stalin le tenía deparada. Una sofisticada mordaza que lo anuló en vida mientras otros compañeros de la cuerda literaria iban desfilando hacia el patíbulo. Y es que, como se quejaba sardónicamente Dovlátov (que sí logró emigrar en los 70), “en tiempos de Stalin las cosas iban mejor. En época de Stalin se editaban libros, luego se fusilaba a sus autores. Ahora no se fusila a los escritores. Tampoco se publican libros”. Para cuando el autor de Los nuestros puso un pie en Nueva York, toda la Rusia ilustrada había leído ya en los samizdat clandestinos el fruto silente y majestuoso de aquel Bulgákov abocado a la depresión y el apartamiento público hasta su muerte en 1940: El maestro y Margarita.

La novela póstuma de Bulgákov es una intrincada pero emotiva defensa de la libertad de creación, un complejo y abstracto fresco del alma y la coyuntura rusa bajo la dictadura estalinista atravesado por una broma infinita: la que hace al Diablo encarnarse y manifestarse en las calles de Moscú. Una novela total que encumbra al autor de Corazón de perro desde el mero talento humorístico hacia cotas tan altas como el monte del Gorrión moscovita desde el que Satán contempla la ciudad o, más allá, a aquel cielo al que asciende Margarita a lomos de una escoba en una de las escenas más famosas de la literatura rusa.

“Y lo mejor de esta historia [señala Satán hacia el final del libro] es que es mentira de la primera palabra a la última. 

-¿Ah sí? ¿Con que es mentira? –exclamó el gato y todos esperaban que iba a protestar, pero él dijo con voz sorda-: Ya nos juzgará la historia”.

A Bulgákov, el Bulgákov que en décimas de segundos vacila, reconsidera su postura y motu proprio, con todo el peso del Estado en la oreja, renuncia y se baja los pantalones de manera tan poco heroica (humana, demasiado humana), sólo podrían vituperarlo sin sentir vergüenza propia los partisanos de salón, los que hacen la revolución desde Twitter y la mesa camilla. ¡A ellos habría que verlos, no ya frente a un Stalin, sino ante su superior inmediato!               

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