Marta Orriols: «Encontrar el equilibrio entre identidades es todo un reto. Esa es la diferencia abismal entre un padre y una madre»
La autora catalana publica ‘Dulce introducción al caos’, una reflexiva novela en la que narra de qué manera una pareja se enfrenta a un embarazo inesperado
Tras editar Objetos de amor, antología de cuentos de la escritora Edna O’Brien, Marta Orriols sorprendió a críticos y lectores con su primer libro de relatos, Anatomía de las distancias cortas, publicado inicialmente en catalán en la editorial Periscopi. Tras este primer título, Orriols abandonó el relato -género al que esperemos que, antes o después, regrese- para enfrentarse a su primera novela, Aprender a hablar con las plantas, que obtuvo el Premio Ómnium a la mejor novela en catalán de 2018. Ahora, dos años después, regresa con Dulce introducción al caos (ed. Lumen), una destacable y reflexiva novela en la que narra de qué manera una pareja -Dani y Marta- se enfrentan a un embarazo inesperado. Mientras que él desea ser padre, ella sabe que la maternidad no forma parte de sus anhelos y de sus planes, que ese embarazo no puede seguir adelante.
Argentina se encamina a la legalización del aborto. Aunque la historia que narras se desarrolla en Barcelona, en una sociedad donde el aborto está legalizado, cabe preguntarse no sólo hasta qué punto el derecho sobre el propio cuerpo es un derecho todavía por conquistar en muchos países, sino también cómo, ahí donde está legalizado, todavía hay que combatir el estigma que conlleva el hecho de abortar.
El aborto voluntario es todavía tabú y en países como el nuestro en el que la legislación lo permite, la experiencia, en general, continúa generando capas de vergüenza y culpabilidad. Las mujeres no queremos llegar a esa situación, con la legislación no se promueve el aborto ni se pretende usar como método anticonceptivo, argumentos que se usan a menudo en contra de su legalización. Es solo un ejemplo de cómo la ley llega hasta el interior del cuerpo de una mujer y la cree culpable. Teniendo en cuenta los partidos conservadores y las políticas que invocan la tradición o el orden natural, en contra de las mujeres, no está de más escribir sobre el estigma que conlleva abortar y sobre la libertad de hacerlo. En esta novela, y en la vida en general, yo parto de la base de que tenemos un derecho fundamental sobre la autonomía de nuestros cuerpos, así que en la novela ni tan solo planteo “el debate entorno al aborto”, sintagma que, bajo mi opinión no deja de ser una trampa retórica porque no hay espacio para este debate en nuestro país. Quiero creer que esa etapa está superada. Pero a la intolerancia no se le debe ceder espacio, por esto el aborto no es el tema de la novela, doy por sentado su validez, en todo caso es un marco narrativo y temporal, una cita en la agenda de la protagonista.
De todas maneras, observamos cómo la protagonista, si bien sabe que no quiere ser madre, se tiene constantemente que autojustificar por haber decidido abortar. ¿Se culpabiliza hasta tal punto a las mujeres que abortan que ellas mismas terminan asumiendo dicha culpa?
Para escribir la novela he leído muchos testimonios de mujeres que han pasado por esta experiencia y he hablado personalmente con otras, y como todo en esta vida, cada persona es un mundo, pero en general, sí que influye la opinión de los demás en las consecuencias emocionales del propio acto. Es este peso que recae en las mujeres cuando se trata el tema de la maternidad o de la no maternidad: tanto si la validamos para nosotras como si no lo hacemos, intentamos dar respuesta a todas aquellas proyecciones que tienen los otros sobre nosotras, sobre nuestro género, sobre nuestro cuerpo. Marta, la protagonista, se mueve según sus convicciones, está segura de ser una mujer adulta con una forma de vivir insobornable, y a pesar de ello, es inevitable no culpabilizarse, porque el cuerpo de una mujer continúa siendo un campo de batalla. A nadie le gusta ir a abortar. A veces nos olvidamos de esta certeza.
Los dos protagonistas se tachan el uno al otro de “egoísta”. ¿Hasta qué punto se considera un acto de egoísmo el no querer ser madre?
Creo que siempre tendemos a llevar la maternidad y la no maternidad hacia un debate con pros y contras, cuando la mayoría de veces es simplemente una voluntad o un instinto. Se quiere o no se quiere tener hijos, una siente el deseo de tenerlos o no lo siente, pero somos humanos y necesitamos racionalizar sobre los instintos y los deseos más primitivos. Y necesitamos justificar nuestros actos, siempre. Por increíble que parezca, todavía hay presión social y mentes estrechas que no conciben que una mujer pueda sentirse libre, satisfecha y completa sin hijos. Creo que la tradición judío-cristiana ha hecho mucho daño a las expectativas de la mujer. Borrar la huella histórica del ideal de la Virgen María, esta actitud muda y obediente ante el dolor y el destino. Es una construcción ideológica, lo sé, pero también ha sido la base de una educación social y política que ha perdurado muchos siglos. Mi abuela me cantaba una nana preciosa cuya protagonista era la Virgen María donde se alababan esas cualidades. En Navidad me mostraba las ilustraciones de Ferrándiz en las felicitaciones con toda esa bondad tan idealizada y edulcorada de la madre y el hijo. Ni ella ni yo éramos conscientes del mensaje de fondo, pero allí estaba. Te estoy hablando de los años 80, claro. Volviendo al egoísmo, creo que la sociedad occidental nos constituye como individuos, en parte eso hace que la maternidad relacionada con la renuncia, con el concepto de largo plazo, se viva a menudo como una frustración. Como madre, y más ahora que soy madre sola, sigo aprendiendo a disfrutar de mis hijos y me gusta pensar que soy mucho mejor con ellos. Pero no es fácil, porque todo lo que nos rodea nos habla de cómo conseguir una supuesta felicidad que implica el individualismo. A menudo echo de menos a mi yo de antes, sigo necesitando ser aquella mujer sin hijos. También es verdad que fui madre bastante joven.
Más allá de la maternidad y/o paternidad, la renuncia es uno de los grandes temas del libro. En la vida de adultos y, sobre todo, en la vida de pareja, ¿la renuncia es algo inevitable?
Sí, sin duda. La novela habla precisamente de todas las variables que se escapan de nuestro control en el momento de tomar una decisión. Escoger es dudar y cuando escogemos también renunciamos. Esta renuncia, personalmente me ha obsesionado siempre, el cuestionamiento de qué hubiese pasado si, quien hubiese sido si, dónde estaría ahora si… creo que todo aquello que hemos dejado de hacer o ser por voluntad propia o por circunstancias externas, nos acompaña a lo largo de nuestra vida y también forma parte de nuestra identidad. En la novela, Marta es fotógrafa, y hay un par de momentos simbólicos en los que como escritora intenté jugar con el positivo y el negativo en la fotografía. Lo que vemos cuando miramos una fotografía es el positivo, el resultado de la transformación del negativo, y algo parecido ocurre con las decisiones, de algún modo, lo que acabamos siendo o haciendo, es el resultado de lo que acabamos renunciando. A veces esta renuncia implica dolor, y yo quería indagar sobre ese dolor. ¿Qué hacemos con él? ¿Dónde y cómo lo colocamos en nuestro interior? ¿Qué hacemos con los deseos que no podemos cumplir?
“Convertirnos en la persona que otro ha imaginado por nosotros no es libertad, es hipotecar la vida por el miedo ajeno”, señala Deborah Levy en la cita que introduces en la novela. ¿La vida de pareja conduce inevitablemente a convertirse, ni que sea en parte, en esa persona que la pareja cree que eres?
Creo que justo estamos aprendiendo a desaprender todo aquello que hemos ido integrando erróneamente a lo largo de los años, como el tipo de amor que daba inicio a la mayoría de las relaciones de pareja y que, en el peor de los casos, acababa transformando a muchas parejas en un monstruo de dos cabezas. Afortunadamente estamos en un momento de cambio en el que las relaciones también van mudando y nos estrenamos con nuevos comportamientos a la hora de amarnos y relacionarnos. La empatía podría ser un buen sustituto de ese amor romántico y algo tóxico. Me gusta pensar la novela como un retrato de pareja para elevarlo después a un retrato generacional donde se recoge este momento de cambio en el que la pareja está formada por números impares con personalidades e ideas que no siempre coinciden. Creo que la empatía que acaba mostrando Dani y la honestidad de Marta con ella misma y con sus propias convicciones, son un ejemplo de estos cambios que ya se detectan a diario en las generaciones más jóvenes. Realmente, creo que antropológicamente es un avance, aunque sea muy embrionario todavía.
La frase de Levy hace pensar también en las expectativas familiares, sociales y laborales que nos imponen y nos autoimponemos. ¿En cierta medida esa libertad a la que apela Levy no es una utopía?
No estoy muy segura de si hay parte de utopía en la afirmación de Levy. Me gusta la idea de ser uno mismo y darse cuenta de que la vida que esperabas puede ser y es muy diferente. Deborah Levy pertenece a una generación de mujeres en la que algo tan simple como ser honestas con ellas mimas, preguntarse qué quieren y salir al mundo con la respuesta y a darle sentido a esta, no era algo tan común como lo puede ser para ti o para mí. Pero incluso en la actualidad sigue siendo necesario recordarnos que somos libres. Nos sabemos la teoría, pero a veces seguimos fallando en la práctica. Reproducimos códigos y nos seguimos hipotecando en parte nuestra vida porque creo que buscamos siempre el reconocimiento social, somos seres sociales, mamíferos, necesitamos pertenecer al grupo. En el fondo, somos muy vulnerables.
La novela es una invitación a la duda. ¿Nos da mucho miedo dudar? ¿Vivimos en un tiempo en el que se buscan las respuestas inmediatas o falsas certezas?
Absolutamente. Vivimos en un entorno social obsesionado con la resolución y además diría que tendemos a una patología cultural entorno a lo que está bien y lo que está mal, lo que es correcto y lo que no. La reflexión, la duda, las conversaciones pausadas y el criterio propio no casan con la velocidad de nuestros tiempos; convertimos temas realmente complejos en un simple blanco o negro. En este sentido, la novela es una oda a la duda, a los matices, a la ambivalencia. En el fondo, la novela quiere ser una conversación larga y sin la urgencia que marcan nuestros días. Por suerte, el ritmo de la literatura no es el ritmo de la vida.
Das la vuelta al relato tradicional en torno a la maternidad y la paternidad: él desea ser padre, ella no. Este giro no solo refleja un cambio en lo que podríamos denominar la estructura de sentimiento de muchos hombres, sino también los cambios socioeconómicos que llevan a la mujer a tener más posibilidades y no solo a ser madres.
Así es. Creo que se empiezan a ver los resultados de algo que empezó décadas atrás con la incorporación de la mujer en el mundo laboral. La edad del primer hijo se retrasa a los 31 y la maternidad a partir de los 40 sube y sube. El estado español es el país de Europa con la tasa de fecundidad más baja de Europa y un país puntero en la industria de reproducción asistida. Es la consecuencia de habernos dado de bruces contra la realidad: la maternidad limita nuestra expansión y proyección, no solo laboral sino también personal. Y pensar esto o utilizarlo para posponer la maternidad o no escogerla como opción vital, no nos convierte en malas, ni en egoístas, ni en hedonistas. Nos convierte en personas honestas consigo mismas que hacen frente a una contradicción que prevalecerá hasta que los roles de género se equilibren. A diferencia de convertirse en padre, convertirse en madre hace que tu rol en la vida política, social, etc., quede relegado a una esfera distinta de la vida maternal. Cuando una es madre, en mayor o menor medida siempre siente esa brecha entre una identidad actual como madre y otra identidad que deja atrás y que cuesta recuperar, si es que se recupera al 100% alguna vez. Encontrar el equilibrio entre identidades es todo un reto. Esa es la diferencia abismal entre un padre y una madre. En parte por la imposición social de que los hijos son una extensión de la madre y no del padre.
La protagonista se pregunta si en este mundo de precariedad, conflictos, destrozo climático, pobreza… tiene sentido tener un hijo. ¿Es hoy un gesto de esperanza o tiene algo de inconciencia tener hijos hoy?
Creo que es un gesto de optimismo y que en momentos tan convulsos y de tanta incerteza, el optimismo es un regalo, una fuerza casi telúrica que nos empuja a seguir hacia delante como especie. Todo lo malo del mundo está allí fuera y existe de verdad, pero también existe la necesidad humana de compartir, proteger, acoger, cuidar y amar. Es lo que nos salva de todo lo demás.
Pensando en tiempos pasados -en la llamada posguerra, por ejemplo, nacieron muchos más niños de cuantos nacen hoy- y más allá de la emancipación de la mujer y de su incorporación al mundo laboral, ¿nos acercamos al hecho de tener hijos de otra manera, buscando más seguridad en el presente y el futuro?
Claro, las cosas han cambiado mucho social y políticamente hablando. Una postguerra es durísima, mucho más que la crisis social, económica, política e institucional actual, pero diría que, por una parte, como sociedad somos mucho más individualistas, esto tiene cosas buenas y malas. Una de buena es que, donde antes había convenciones ahora existen opciones. No se entra a la maternidad tan directamente. Obviamente, el entorno de precariedad laboral y el problema de acceso a la vivienda, acaban definiendo nuestros conflictos más íntimos. Es decir, ¿puede haber malestar social y político en las decisiones que tomamos como por ejemplo la de tener o no tener hijos? Yo creo que sí. No todo es culpa de un sistema que falla por todos lados, nuestra visión personal de las cosas y nuestro carácter lo acaba de definir todo, pero el contexto donde vivimos influye y determina la proyección que hacemos de nuestro futuro. Al ser una opción, retrasamos el tener hijos hasta que nos parece que ya hemos vivido todo lo que podíamos vivir sin tener a nadie bajo nuestra responsabilidad, o hasta que podemos permitirnos un hogar, o hasta alcanzar cierta estabilidad económica, o incluso esperamos a que las políticas de conciliación familiar sean reales, y hoy en día, esto es verdaderamente complicado.
Son muchos los ensayos publicados recientemente en torno a la nueva masculinidad. Tu novela la refleja y, a la vez, la interroga, puesto que una de las preguntas clave es el papel del hombre en el hecho de tener un hijo. Resulta particularmente interesante que, desde perspectivas distintas, tanto tú como Alberto Olmos os hagáis dichas preguntas.
Todavía no he leído el libro de Alberto Olmos, su novela y la mía salieron prácticamente a la vez, pero me hubiese ido de perlas ya que busqué literatura sobre paternidad y me costó encontrarla. Existe y abunda la literatura, y hay obras extraordinarias, en la que la paternidad es presentada de forma grandilocuente; es la paternidad en mayúsculas con la que el supuesto padre o futuro padre redefine su condición humana, pero realmente he encontrado poquísima literatura que aterrice en los aspectos más terrenales y físicos que son los que acaban perturbando a los personajes femeninos que experimentan la maternidad, personajes y libros que a menudo se tildan de emocionales o intimistas o se les cuelga la etiqueta de libros para mujeres, como si ser o no ser madre y lo que ello conlleva a nivel argumental, no fuese suficientemente digno de la tradición literaria. La paternidad y el papel del padre también deberían narrarse desde ese mismo nivel, y de igual modo, deberíamos aceptar la maternidad como un tema más de la condición humana. Para Dulce introducción al caos necesitaba dos personajes, un hombre y una mujer, para poder personificar todas las caras de una misma contradicción, para defender la idea de ambivalencia y esta voluntad de entenderlos a los dos sin tener que dar la razón a nadie. Tanto Dani como Marta sienten y piensan cosas absolutamente lícitas. No hay buenos ni malos. Los entiendo a ambos, pero es cierto que tenía ganas de dar protagonismo a un hombre en una novela donde el embarazo físico se plantea como una forma de definir las prioridades vitales. Incomoda un poco, entre otras cosas porque queda patente que por muy nobles que sean los sentimientos del hombre frente a un embarazo, la decisión final solo puede y debe ser de la mujer.
Para ir terminando, en la novela observas de qué manera el rechazo a tener el bebe que se espera se traslada en un rechazo hacia el propio cuerpo.
Biológicamente las mujeres acogemos este “bebé” en nuestro cuerpo. Creo que es la experiencia física más bestia que se puede experimentar, en el sentido bueno y no tan bueno de la palabra. Cuando no se desea ser madre o no se desea serlo todavía, tener dentro una vida que empieza sin querer es algo que se puede sentir como una amenaza, y como injusticia, el mero hecho de correr el riesgo del embarazo porque va ligado a nuestro género. En cambio, nuestras personalidades, indiferentemente de si somos hombres o mujeres, no están determinadas por la biología. Hombres y mujeres no somos tan diferentes, lo único que realmente nos diferencia, en todo caso, es la posibilidad de un embarazo. El embarazo para una mujer empieza dentro de su cuerpo, físicamente. Para un hombre, es como una epifanía completamente mental. ¿Cómo no vamos a reflexionar sobre nuestro cuerpo y a tener derecho a decidir sobre él?
Has hablado de “bebe” y no de “hijo”, término que nunca utiliza la protagonista. ¿La palabra “hijo” implica una relación de aceptación que la protagonista no siente?
Mientras escribía esta novela, leí Tener un cuerpo de Brigitte Giraud, traducido por María Teresa Gallego Urrutia y Roedores. Cuerpo de embarazada sin embrión, de Paula Bonet. Ambos libros relatan, entre otras cosas, la experiencia del aborto, y me hicieron dar cuenta de la importancia de nombrar las cosas, de las consecuencias de todo cuanto no nos decimos, del peso de lo que queda sin decir. La protagonista de mi novela se niega a pensar en esos términos, si nombra a ese “hijo”, y en el fondo lo acaba haciendo a través de la ilusión que percibe en la pareja, está aceptando una realidad más compleja que si simplemente piensa en el término “embarazo”. Por eso la irrita tanto que Dani comparta con ella el deseo creciente de la paternidad. Marta vive este embarazo no deseado como una ocupación del cuerpo, y todas las decisiones que ha tomado hasta ahora en la vida las ha hecho habitándose ella misma. Tiene la sensación y el miedo, que si deja que su cuerpo sea habitado por otro, incluso cuando este otro nazca y ella quede vacía otra vez, todo lo que haga a partir de entonces lo hará con esta persona en la cabeza. No va a estar sola con ella misma nunca más. Creo que es totalmente lícito tener este pensamiento, que no se trata de egoísmo. Hace falta normalizar y aceptar el miedo, la duda y la ambivalencia. La madre como producto se ha importado en la literatura, pero el proceso de ser madre, tanto físico como emocional, no. Cuando las mujeres se empezaron a narrar a ellas mismas, sobre todo en el siglo pasado, la cosa empezó a cambiar, y afortunadamente, poco a poco, vamos normalizando lo que pasa por la mente y el cuerpo de una mujer a través de narrativas con voz de mujer. Debemos narrar la maternidad y la no maternidad de forma real para hacer desaparecer todas estas ideas preconcebidas que la sitúan en dos posiciones que a mí me siguen confundiendo muchísimo: o la idealizan o la denigran.