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Escritores al borde de un ataque de nervios (IV): “Del tamaño de un melón”. Casanova, un “grano en el culo” para la Inquisición española

El aventurero italiano, que pudo haber acabado sus días como gobernador de Sierra Morena, estuvo en peligro de excomunión por una fístula traicionera que lo enemistó con la Iglesia en plena Semana Santa en uno de esos giros de guión de su increíble vida

Escritores al borde de un ataque de nervios (IV): “Del tamaño de un melón”. Casanova, un “grano en el culo” para la Inquisición española

Alexandra Semenova | IG: @sash.smotri

En el “misterioso taller de Dios” al que se refería Goethe la ironía es la principal de las bielas que acciona el mecanismo. Incluso en medio de lo sublime, el Primer Motor Inmóvil aristotélico se las ingenia para saludar desde el backstage. Pascal lo intuyó a un nivel histórico al preguntarse qué habría sido de todos nosotros si un detalle aparentemente tan nimio como la nariz de Cleopatra hubiese sido más corta; en la esfera de los pequeños milagros cotidianos, la Teresa de Milan Kundera observa cómo alma y cuerpo se diluyen en lo absurdo “cuando una persona se enamora con locura y escucha al mismo tiempo el sonido de sus tripas”. Si existimos, está claro que es sólo para que Dios pueda echarse unas risas.

Lo más preciso y precioso de la vida y obra de Giacomo Casanova es su capacidad de seguirle el juego al Creador, disfrutando de sus excentricidades más que oponiéndole resistencia. A la ironía nada la desarma, sólo cabe ponerse a su altura. Las famosas Memorias del italiano son una celebración de la futilidad de eso que llamamos Destino y que es exclusivamente la forma que tiene Dios de contarse nuestra vida para hacérsela aceptablemente amena. “Es cosa natural que la fortuna haga de un hombre que se entrega a sus caprichos lo que un niño hace con una bola de marfil de un billar, que la empuja de uno a otro lado para procurarse un motivo de diversión cuando la ve caer en una tronera”, escribe en el apartado de su autobiografía dedicado a su paso por España.

Como durante toda su carrera, la visita a nuestro país no estuvo coja de circunstancias excepcionales, entre ellas una cómica (si no patética) amenazada de excomunión que el aventurero narra con esa naturalidad tan suya a la hora de dar cuenta de este tipo de episodios tan jugosos, mezclando en amable promiscuidad lo sacro y lo profano. La Cruz y la pus, en el caso que nos ocupa. Veamos.

En 1768, Giacomo Casanova recala en España tras haber dejado un reguero de pufos, maridos cornudos y duelistas abatidos por media Europa: un Grand Tour de naipes marcados y prisiones execrables. Viajar a España, un país fuera del circuito ‘top’ es su última excentricidad hasta la fecha. No hay que descartar que sólo lo hiciera por no saber ya, a sus 43 años, dónde ir.

Apenas cruza los Prineos, a pesar de que viene a España con cierto ánimo de enmienda, recala en la cárcel del Buen Retiro en Madrid por motivos menores. No es buen comienzo, pero Casanova, dentro del dibujo sarcástico de esta España de cerrado, narra con viveza esta extraña nación de pésimas infraestructuras y mujeres bellísimas, con el idioma más bello del mundo, donde la presencia constante de la religión no hace sino despertar el ingenio del pueblo en pos de la sensualidad. España ‘is different’, sin duda, a ojos de Casanova: los palcos de los corrales de comedia no tienen antepecho. El veneciano se asombra de que un país tan puritano permita ver las piernas de las espectadoras. La realidad, le explican, es bien distinta: sin esta medida, podría suponerse que la mujer hiciera una “puñeta” a su acompañante. “A pesar de las prohibiciones, o incluso debido a estas prohibiciones, el libertinaje de Madrid es excesivo. Hombres y mujeres, todos juntos, no piensan sino en hacer inútiles las vigilancias”, señala el memorialista.

En la Villa y Corte, la “ciudad más sucia y maloliente del universo” antes de que el arquitecto Sabatini llegara para poner orden, traba conocimiento con este reputado italiano, con el conde de Aranda y los ilustrados, además de con el pintor Mengs y, más en la intimidad, con doña Ignacia, la hija de un zapatero, y con las pulgas y chinches, ciudadanos de pleno derecho en cualquier alcoba española. Los iluministas le avisan de las líneas rojas: “Estáis en un país en el que no tenéis que callar más que cuando tenéis que ver con la Inquisición”. Y, de hecho, Casanova rebaja su perfil escandaloso y asume someterse al criterio común para medrar entre el círculo de los gobernantes, entre ellos Olavide y Campomanes, “dos eruditos de una especie muy rara en España”.

Es en este momento en que la Providencia coloca a Casanova precisamente ante la sombra inquisitorial que estaba determinado a eludir. Los buenos propósitos caen, digamos, de culo. Dos años antes, en Rusia, en presencia de Catalina la Grande, el aventurero ha sufrido en silencio los embates de una fístula, un mal extendido que Luis XIV había ennoblecido padeciéndolo en 1686: el año de la fístula. Ahora en Madrid, justo camino de Aranjuez, adonde se había trasladado la corte para celebrar la Pascua, las fiebres paralizan a Casanova, acompañado en el coche por el pintor Mengs. “Esta fiebre, que me atacó con escalofríos de los que es imposible hacerse una verdadera idea, me produjo unos temblores tan fuertes que me di un cabezazo contra la imperial del coche”. La enfermedad lo tiene 48 horas en constante sudoración y otros 8 días en cama de regreso en Madrid. El Sábado Santo, los italianos tientan un segundo viaje a Aranjuez, pero ahora es un pequeño grano cerca de donde tuvo la fístula el que le amarga el viaje. “Por la noche, este grano se puso tan gordo como una pera grande, de manera que, siendo el día de Pascua, no he podido levantarme para ir a misa”. De pera pasó en pocos días a “un absceso del tamaño de un melón”. Al final, no queda sino abrir y sajar.

Casanova se libera del molesto compañero en el trasero pero es entonces cuando una carta de Mengs lo pone sobre aviso de que acaba de enemistarse con la Iglesia: “Ayer, el cura de mi parroquia anunció en la puerta de su iglesia parroquial el nombre de todos los que están alojados en su distrito, y que, por no creer en Dios, no han cumplido con la Pascua”. El pintor, al que Casanova dedica tres buenas páginas poniéndolo a caer del burro, cierra sus puertas a su compatriota “heterodoxo”. No quiere líos. Para evitar el desastre, Casanova logra que un fraile de Aranjuez le extienda un certificado que demuestra que ha estado en cama toda la Pascua.   

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Casanova siendo arrestado. Grabado de 1787. | Bibliothèque nationale de France vía Wikipedia.

Según traspasa los Pirineos, Casanova advierte de la enorme falta de infraestructuras de España. “Después de aquel buen camino, no puedo decir que los haya encontrado malos, porque no encontré ningún camino”. ¿No es posible, entonces, pensar que el trasero del señor Casanova se resintiera del viaje? Según Enrique Martínez Ruiz (El bandolerismo español, Catarata) la red de caminos reales promovida por Felipe V a principios del XVIII seguía en pañales hacia finales del mismo: “Hasta 1778 solo se habían construido unos 400 kilómetros repartidos por las carreteras radiales”. Es decir, la fístula de Casanova se encontró con carreteras bastante aptas para su desarrollo.

El empeño de los ilustrados allegados a Carlos III en modernizar las infraestructuras es innegable. Ahí está, por ejemplo, el soberbio Canal de Castilla. Acercar a las gentes e industrias del país era una prioridad, especialmente teniendo en cuenta que España, que siempre ha sido descompensada en lo poblacional, albergaba grandes extensiones vacías, perfectas para el pillaje y el bandolerismo. Sierra Morena era, por entonces, el “punto negro” por antonomasia, la más ‘vaciada’ de las Españas. La conexión entre la meseta y Andalucía era peligrosa, tortuosa y desangelada. Pablo de Olavide había liderado el proyecto de colonización de esta zona: se hicieron traer familias enteras de Suiza y Alemania para establecerse en localidades de nueva planta. Sin embargo, el arranque del proyecto no podía ir peor. Es entonces donde entra Casanova, que sugiere en un encuentro con el ilustrado que a los suizos se le unan españoles y se fomente su unión: “Los suizos son víctimas de una enfermedad que se llama Heimvèh, que quiere decir regreso, a la que los griegos llaman nostalgia; cuando se encuentran lejos de su país, al cabo de un tiempo, la enfermedad en cuestión les sorprende y el único remedio es el regreso a su patria”. Olavide toma en consideración sus ideas y le propone firmar un memorial. El marqués de Grimaldi, a la sazón ministro, le promete la gobernación de Sierra Morena si sus ideas prosperan y Casanova sigue haciendo la corte a los políticos y aguardando en Aranjuez un destino que, en realidad, no le atrae especialmente.     

De todos modos, el plan se frustra y el respaldo a Casanova de parte del embajador Mocenigo decae. El aventurero fracasa en sus intentos de colocarse en algún puesto de relevancia y vuelve a la vida de paria. Finalmente, toma el camino de los Pirineos de regreso a Francia. Para entonces, la Inquisición ha comenzado a seguir la pista al ministro Olavide, que en menos de una década da con sus huesos en la cárcel. Las ideas ilustradas declinan en la Corte y los ambiciosos planes ministeriales de los que fue testigo Casanova quedan demediados. No obstante, las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena prosperan silenciosamente. Aún hoy, en La Carolina, La Carlota o la Luisiana, tipos de fuerte acento jiennense o cordobés le saludan a uno con unos ojazos azules que revelan, matizado por el tiempo, aquel heimvèh de sus antepasados suizos.         

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