«Cesarísimo», González-Ruano visto por Marino Gómez-Santos
Era César González-Ruano «el último escritor vestido de escritor y viviendo de escritor que quedaba en Madrid», «la supervivencia lírica de la literatura en el periódico»
Se levantaba, visitaba al barbero y llegaba al café en taxi. En el Gijón, más tarde en el Teide, instalaba su despacho: una pluma negra bien gorda y el ABC del día, dentro del cual guardaba las cuartillas en las que escribiría las columnas de la jornada, a mano, con letra concienzuda de orfebre. Una página del periódico permanecía doblada por el lugar donde había encontrado alguna noticia que le serviría de tema para otro artículo. Quizás para el de la tarde, pues Ruano, lejos de sucumbir al pavor del folio en blanco, podía firmar hasta cinco textos diarios. Como mínimo escribía dos: uno, para comer, el otro, para beber.
Era César González-Ruano «el último escritor vestido de escritor y viviendo de escritor que quedaba en Madrid», «la supervivencia lírica de la literatura en el periódico» y eso se le quedó grabado al joven Francisco Umbral que aprendió, observándole, a vivir siendo escritor de periódicos, un género en el que ambos fueron los más grandes maestros. «Cesarísimo», resumiría Manolo Alcántara, otro de sus discípulos, al figurón de su amigo cuya tos, escribió el malagueño, rebotaba entre los espejos del café mientras trabajaba contemplado por una pitillera que, decía, le había regalado Alfonso XIII.
González-Ruano, entre artículo y artículo, reservaba tiempo para acoger a los jóvenes escritores de provincias que querían triunfar en la capital. Fue el caso de Umbral y de Alcántara, sus sucesores en el sacerdocio diario de la columna, y también de Marino Gómez-Santos, autor de, César González-Ruano en blanco y negro (Renacimiento, 2020), que aborda la figura de uno de los personajes más controvertidos de nuestra literatura.
Libro delicioso, no se trata de una biografía al uso, sino de la historia de la amistad entre Gómez-Santos y González Ruano, del que se desprende el fresco de toda una época, la de los años cincuenta del pasado siglo, con personajes transcendentales como Gregorio Marañón o Camilo José Cela. De paso, como si lo anterior no fuese suficiente para que el libro sea puro disfrute, el autor, con un estilo sencillo, desliza su retrato personal de Ruano que, desde la piedad del amigo, deja entrever las muchas miserias del personaje, escondidas durante años tras la majestuosidad de su prosa. Las debilidades de un genio que acabó engullido por su propia obra.
El autor lo advierte en el prólogo, «no tengo el propósito de escribir una biografía de quien nos ha dejado un magnífico libro de memorias» (Mi medio siglo se confiesa a medias, quizás la obra más recordada de Ruano). También advierte de que no hablará, por lealtad entre otras cosas, del episodio más truculento de la vida de su amigo: aquel que le llevó a la prisión de Cherche-Midi durante la ocupación nazi de París, presuntamente por traficar con obras de arte y visados de judíos. Los hechos, investigados por el libro El marqués y la esvástica, provocaron que la aseguradora que patrocinaba el premio de articulismo que ostentaba su nombre, uno de los pocos recuerdos que quedaban de su figura, cambiase de denominación.
Antes de ser detenido por la Gestapo había sido corresponsal de ABC en Roma y Berlín, y se había alzado con el Premio Mariano de Cavia. Tras la Guerra Mundial recuperaría su trono como indiscutible estrella del articulismo, actividad que no abandonaría hasta su muerte.
Tras las biografías de Severo Ochoa, Camilo José Cela, Azorín, Gregorio Marañón o Julio Camba, ésta sobre González-Ruano parecía, por la vitalidad de su autor a los 90 años, el penúltimo libro de Marino. Sin embargo, mientras escribíamos la reseña de esta imprescindible obra, nos llegaba la triste noticia del fallecimiento de su autor, que deja más de medio centenar de publicaciones en las que ha retratado a las personalidades más interesantes de la historia cultural de la España contemporánea. Ya no queda nadie que tomase café con Ruano, que almorzase con Hemingway o fuese al cine con Azorín. Por suerte, nos dejó escritas buena parte de sus experiencias, testimonio de una época que ha concluido definitivamente con su muerte.