Escritores al borde de un ataque de nervios (V): «Amor que tan tarde llamas». El último 'sugar boy' de Luis Cernuda
El poeta mantuvo una relación con un culturista apodado “El chocolate” en Ciudad de México, al que ayudaba económicamente y para quien escribió la magnífica colección Poemas para un cuerpo
Con el tiempo comprendí por qué yo, llanamente heterosexual (si tal cosa sigue existiendo), albergaba y albergo desde la adolescencia una devoción especial hacia un puñado de buenos homosexuales de antaño: Marcel Proust, Oscar Wilde, Vicente Aleixandre, Walt Whitman… En ellos, amantes castrados por su contexto social, veía yo reflejada una erótica particular, la de la imposibilidad casi material del amor y, por tanto, la pureza química del deseo, que no se necesita nada más que a sí misma para arder y hacer arder. «El amor que no osa decir su nombre», el de los viejos literatos homosexuales, es en cierta manera otro stilnovismo, el refinamiento de una inclinación insobornable hacia la forma ajena. Por eso mismo no siempre puedo mimetizarme con la literatura homosexual (y heterosexual) actual, tan llena de ‘carne’.
En mi panteón de poetas homosexuales (es decir, de poetas a secas), Luis Cernuda figura en lo más alto, como quien mejor ha dicho del deseo, ese sentimiento que nace «sobre torres de espanto». Lo más curioso de Cernuda, que fue de los pocos gays de la generación del 27, si no el único, que se atrevió a nombrar su inclinación sin tapujos, es el poco barro que necesita para levantar un palacio. Sus amores son mezquinos, sus amantes son correosos, como si se empeñase en no asentarse en terreno seguro, en su deseo de «vivir cuando el amor muere». En estos chicos bien torneados, buscavidas, ragazzi di vita sin muchas ganas de materializar una relación, busca una forma que le rehuye. Todos le siguen el juego un rato, le sacan algo de sustento y desaparecen al doblar la esquina. No es culpa de ellos; si hay culpa alguna, es sólo de Cernuda, empeñado en que la carne siga siendo un templo.
En la década de 1950, hacía el final de sus días, el poeta, exiliado en México, encuentra en un joven llamado Salvador Alighieri (sí, como Dante), el último espejismo de amor que, en cierta manera, lo retrotrae a su pasión por Serafín Fernández en los años 30 madrileños. Este joven anarquista y chapero ocasional pasó de mano en mano de aquella comunidad de escritores homosexuales del 27, hasta afianzarse en el regazo (y el bolsillo) de Cernuda. Aleixandre lo describió como «un chulito de barrio que le hizo sufrir mucho, pues el pobre Luis se enamoró perdidamente y el tal Serafín le hacía poco caso, salvo para pedirle dinero».
A Salvador lo conoce el poeta en un gimnasio de la calle Tacuba del Distrito Federal. Su figura bien marcada de fisioculturista (para entonces ya era Mr. México Junior) atraen la atención de este sevillano desarraigado. A Alighieri le dicen El Chocolate, por su piel oscura. Tiene un hijo pequeño y pocas ganas de parar el carro de su copiosa vida sexual, rodeado de mujeres a las que encandila con su desparpajo y su torso musculado. Sin embargo, Cernuda decide anidar cerca de él y hasta descarta instalarse en Estados Unidos para radicarse en México: «Seguí volviendo a México los veranos sucesivos -explica en una nota recogida por Philip W. Silver en Luis Cernuda: el poeta y su leyenda-, y durante las vacaciones de 1951, que había alargado pidiendo medio año de permiso a las autoridades de Mount Holyoke, conocí a X, ocasión de los Poemas para un cuerpo, que entonces comencé a escribir. Dado los años que ya tenía yo, no dejo de comprender que mi situación de viejo enamorado conllevaba algún ridículo. Pero también sabía, si necesitara excusas para conmigo, cómo hay momentos en la vida que requieren de nosotros la entrega al destino, total y sin reservas, el salto al vacío, confiando en lo imposible para no rompernos la cabeza. Creo que ninguna vez estuve, si no tan enamorado, tan bien enamorado».
Por cartas privadas sabemos que X es Salvador Alighieri. Para Luis Antonio de Villena, «Cernuda (y en esto coincidía con Lorca) era de ese tipo de homosexuales que suelen enamorarse de muchachos heterosexuales o al menos bisexuales, según el intimismo y la clase social. Esos amores (como parece que fue asimismo el caso de Serafín Ferro, el otro frustrado amor de Cernuda, antes de la guerra, o el de Lorca con Emilio Aladrén, que provocó el desamorado viaje a Nueva York) es difícil por no decir imposible que cuajen en pareja tal como suele entenderse convencionalmente, y en el mejor de los casos -pero es raro- culminan en amistad». Así pues, lo que tenemos es en cierto modo el amor contemplativo de un tipo en la cincuentena por un joven que se deja querer sin grandes honduras. Cernuda le ayuda económicamente, se conforma con pasear a su lado, ejerce de mentor: «Luis me regañaba y aconsejaba como si fuera un padre. Íbamos a un café, el Night and day, y ahí insistía en que no fuera tan loco, que respetara a mi mujer», recuerda Alighieri.
En 2007, el periódico mexicano La reforma dio con El Chocolate y lo entrevistó por lo largo. Salvador jamás admitió una relación de tipo físico: «Yo me ponía a hacer lagartijas en la alfombra mientras él me miraba, fumaba una pipa y hacía apuntes. Fui un tonto, pero creí que era una falta de educación ver lo que estaba haciendo (…) Me decía ‘tengo vacaciones y me quiero ir al mar, ¿vienes conmigo?’. Íbamos y pagaba todo. Debo decir que me ayudaba no sólo moral sino económicamente; una vez me dijo con su acento andaluz: ‘Hombre, Salvaor, no tienes zapatos, te voy a comprar unos’. Me dio mucha pena».
«-Cernuda lo amaba, ¿cómo se lo demostró?
-En sus ademanes, no tenía que abrazarme o besarme para demostrar esa ternura; la desbordaba a pesar de ser una persona muy seria. A veces me abrazaba muy fuerte, no como cualquier amigo, sino que irradiaba ese aprecio que por mi parte era correspondido.
-¿Sabía que Cernuda era homosexual?
-Sí, pero pienso que él creía que si hubiera pasado algo (carnal) se habría roto ese encanto que sentía.»
Sabemos que Cernuda había frecuentado la compañía de chaperos en los años 30 y que, en cuestión de amores furtivos, era capaz de dejarse un buen dinero. No es descartable que Salvador accediera a un contacto más físico con el poeta que lo sostenía y que, en definitiva, admira, adora y hasta venera ese Cuerpo para el que escribirá unos poemas antológicos. Lo que está claro es que la relación no es tan habitual como le hubiera gustado al poeta. Con todo, para Antonio Rivero Taravillo, biógrafo de Cernuda, esta historia encaja en el perfil del «ejemplo máximo de poeta platónico» y remite a la paideia griega: una suerte de protectorado que incluso hace a Cernuda apadrinar al hijo del Chocolate.
La historia se interrumpe de manera brusca en 1956. Salvador suele ausentarse largos periodos sin avisar a su mentor: a veces tras las faldas de una mujer, a veces en pos de aventuras y certámenes fisioculturistas. A Sebastian Kerr le confiesa: «Un amigo mío, Salvador Alighieri, al que tenía una amistad muy distinta de la que tengo a (Octavio) Paz, entre otras raras peculiaridades tenía la de no decirme jamás cuándo iba a marcharse fuera de México capital». Un buen día, sencillamente desaparece. Se supone que en dirección hacia la frontera de Estados Unidos. Nunca más vuelve a saber de él. Cuando regrese Salvador en 1963, hallará que su antiguo amante yace ya bajo tierra. No será hasta 2007 cuando sepa que su Cuerpo ha inspirado algunos de los versos más intensos de Cernuda:
«Sálvale o condénale,
porque ya su destino
está en tus manos, abolido.
Si eres salvador, sálvale
de ti y de él; la violencia
de no ser uno en ti, aquiétala».
Más que las menudencias de un amor desigual, probablemente inmaduro (qué poeta no lo es); más que la propia facha de Salvador, El Chocolate, tan terriblemente joven; lo que queda es la conciencia de un hombre ante su deseo insaciable e impagable que hace reverdecer el alma: «Fuerzas las puertas del tiempo,/ Amor que tan tarde llamas». Y, en el fondo, una profundísima reflexión sobre la capacidad de un Cuerpo, de la forma, para remitirnos a nosotros mismos. El amor como pretexto del yo:
«Bien sé yo que esta imagen
fija siempre en la mente
no eres tú, sino sombra
del amor que en mi existe
antes que el tiempo se acabe».