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Escritores al borde de un ataque de nervios (VI): «Gracias a Dios ya desapareció esta plaga». Las Fake News de Rubén Darío o el enterrador enterrado

El poeta nicaragüense, que le hizo un ataúd de palabras prematuro a Mark Twain, vivió luego en sus propias carnes, y por partida doble, la falsa muerte de los periódicos

Escritores al borde de un ataque de nervios (VI): «Gracias a Dios ya desapareció esta plaga». Las Fake News de Rubén Darío o el enterrador enterrado

Alexandra Semenova | IG: @sash.smotri

Seguramente tengan razón quienes se quejan de que «en España se entierra bien», es decir, con excesiva magnanimidad, rayana en el baberío, hacia el finado. Pero a mí, que tengo algo de confesor de duquesas, no me nacería verter bilis sobre un cuerpo presente, sino antes entornar el Perdono a tutti de Don Carlo, aunque sólo sea por esperar correspondencia. La muerte nos limpia de tarjetas amarillas y cancela todas las pólizas. Si ya en vida la hipocresía es el manual de estilo, qué menos que extremar la cortesía para aquellos que primero abren la puerta y (pase usted luego, caballero) la sostienen con el brazo desde el otro lado para nosotros. 

En cuestión de obituarios, los de literatos y entre literatos se llevan la palma del ditirambo. No hay nada como ser escritor y enterrar a otro, porque la gloria le alcanza al primero por asociación al segundo. «Si queréis los mayores elogios, moríos…», decía Jardiel Poncela. De ahí que todos quieran dejar su raya en el agua. He leído necrológicas que son más una celebración del «enterrador» que del muerto: el encomio del propio ego por persona interpuesta. 

El muerto al hoyo y el vivo a ocupar su cuota. En la historia de la literatura española hay un épico caso de rentabilísima necrológica. A la muerte de Larra, José Zorrilla leyó un poema elegíaco ante toda la camarilla de escribidores de Madrid reunidos para despedir a Fígaro. Tan bien claveteado de palabras quedó el ataúd que el joven vallisoletano se ganó la columna del recién fallecido en El español.

Pero vamos al lío:

Buena parte de los escasos emolumentos de Rubén Darío en su primera etapa en Buenos Aires se vinculaban al negocio de la Parca. En La vida de Rubén Darío escrita por él mismo, el poeta nicaragüense confiesa que su principal actividad en el diario La Nación, el más leído en toda Hispanoamérica, era de «croquemort», «enterrador de celebridades, pues no moría un personaje europeo, principalmente poeta o escritor, sin que don Enrique de Vedia (director del rotativo) no me encargase artículo necrológico».

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Rubén Darío. | Fotografía de Dominio Público vía Wikipedia.

Otro periodista más frugal podría apañarse con el trabajo paciente pero regular de la guadaña. No así Darío, que vivía en la capital argentina una de sus etapas más destroyer, «buscando por la noche el peligroso encanto de los paraísos artificiales»: «Claro es que mi mayor número de relaciones estaba entre los jóvenes de letras, con quienes comencé a hacer vida nocturna, en cafés y cervecerías. Se comprende que la sobriedad no era nuestra principal virtud». La ecuación cojeaba por la parte de la bolsa. Sin consulado ni ahorros, iba tirando. De modo que publicar o no publicar en los diarios hacía la diferencia para cenar caliente todas las noches.

En ese estado de cosas, la muerte de otro significaba un maná cotidiano y, de paso, un pretexto para exhibir erudición en tiempos en que para reseñar al muerto había que haberlo leído más allá de la Wikipedia. En esto era nuestro hombre, que incluso había pasado por París cuando París era un máster acreditativo de todo, CEO y SEO sin igual. Sus amigos de la cuerda bohemia confiaban en el enterrador criollo para seguir la jarana. Así sucedió cuando Mark Twain, dice, «me jugó una de sus pesadas bromas».

«Nos encontrábamos, mis compañeros de café y yo, sin un céntimo, al comenzar la noche, en casa de Monti; y aunque el bravo suizo nos hacía crédito, la situación era ardua». Por suerte, una llamada de La Nación vino a aclarar el paisaje. Habemus muerto. Al parecer, Mark Twain, «famoso por su humorismo», acababa de entregar la cuchara en tierras yanquis. O estaba en ello. «Es preciso -me dijo el señor de Vedia- que escriba usted un artículo extenso enseguida para que aparezca mañana con el retrato, pues seguramente esta noche llegará la noticia del fallecimiento». Darío se pone el traje negro de inmediato, más feliz que unas pascuas, y anuncia a sus compañeros famélicos del café Monti que se acabó el quebranto: «La muerte de Mark Twain haría que tuviésemos dinero al día siguiente».

Sin embargo, de mañana no hay indicio alguno de obituario en el periódico. Pocos meses antes, Darío había coqueteado con las ciencias ocultas a instancias de Leopoldo Lugones. Gracias a estos rudimentos había tenido en Buenos Aires, por ejemplo, el «anuncio psicofísico» de la muerte de un amigo costarricense en el mismo momento en que se producía a miles de kilómetros de distancia. No le valió este conocimiento para saber de la sanación del humorista yanqui. El caso es que Twain había escapado, como se decía entonces, de las ‘garras de la muerte’. Y la noticia les llegó rayando el alba, con el primer ejemplar de la mañana, cuando ya habían deglutido por adelantado una cena opípara, con sus libaciones correspondientes, en Monti. «La salvación del escritor fue para nosotros un golpe rudo y un rasgo de humor muy propio del yankee, y del peor género». 

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Mark Twain ‘staying alive’ en 1907 fotografiado por AF Bradley. | Dominio Público vía Wikipedia.

Como Monti debía andar ya escamado de los literatos, Darío logró ‘refritar’ algunos días después su necrológica con motivo ahora ya sólo de la enfermedad y hacerse así acreedor del dinero de aquel entierro prematuro. (Esto del arte del ‘refrito’ ocupa otro capítulo no menos interesante que el del obituario dentro de las armas y las letras periodísticas).

Aún hoy, la industria de la fake death, potenciada por las redes, sigue siendo boyante. Nada hay más desagradable que destapar el bulo cuando ya hemos dado el do de pecho ante la muerte ajena: que la realidad no te estropee una buena esquela. Pero tampoco debe haber nada más molesto, visto desde el otro lado, que morir en vida y ver qué se comenta. Nos cuenta el propio Darío en su autobiografía que «por dos veces se ha esparcido por América esa falsa nueva de mi ingreso en la Estigia».

Yo, por mi parte, he dado con una de ellas: en 1895, cuando Darío era casi exclusivamente el autor de Azul, aún lejos de convertirse en el príncipe indiscutido de las letras hispanas. A principios de aquel año corrió por todas las redacciones de Hispanoamérica la noticia falsa de su muerte. Señores opinadores de aquí y de acullá, lectores más o menos apasionados y simples plumillas con aspiración a cocido, entierran de inmediato al finado con sus mejores galas sintácticas. Federico Henríquez y Carvajal escribe en una revista dominicana: «Poeta de lira de diamante sobre la cual se quiebra la luz en lluvia de colores». Otros, menos convencidos, hablaban de su ‘francesismo’ recalcitrante, que fue «a un tiempo su error y su acierto». Y, finalmente, llegan los cenizos y los malquistos.

Es a estos últimos a quien rememora Darío en su obra. «No podré olvidar la poco evangélica necrológica que, la primera vez, me dedicara en La Estrella de Panamá, un furioso clérigo y que decía poco más o menos: «Gracias a Dios que ya desapareció esta plaga de la literatura española… Con esta muerte no se pierde absolutamente nada». Quién quiere demonios teniendo santurrones de este tipo.

Esto del entierro por adelantado es casi un signo de distinción. No pocos de los grandes la han experimentado. A Borges lo enterraron en el 57, presuntamente en París, treinta años antes de que se certificara la defunción. El argentino, tan atinado siempre, desmiente la noticia en una carta a un amigo de esta formidable manera: «Querido Ulyses: Aquí estoy vivito y coleando a pesar de Le Figaro. La noticia no era falsa sino (como siempre ocurre en tales casos) prematura y profética». En puridad, a cada uno nos corresponde la necrológica con el primer vagido.

No ahonda Darío en la impresión que debió causarle el entierro en vida, siendo como fue un tipo altamente aprensivo con la muerte, realmente obsesivo. Esa misma manía es la que hace que, prudente, se aleje de las ciencias ocultas: «No he seguido en esta clase de investigaciones por temor justo a alguna perturbación cerebral», explica. Con todo, jamás escapó a la visión de la guadaña, incluso cuando venía enmascarada en oropeles y diademas de lánguidas princesas. Su larga y antológica frecuentación de la bebida no ayudó tampoco a mantenerle en el mejor de los estados nerviosos. Murió de esto y lo otro a los 49 años de edad, justo un mes después de regresar a su ciudad natal: León, Nicaragua. Esta vez sí iba en serio.                  

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