Escritores al borde de un ataque de nervios (VII). «Mi pena eres tú». Pavese, apóstol del ‘pagafantismo’
El poeta suicida, cenizo en el amor, acabó en la cárcel por hacer de correo de su enamorada comunista para otro hombre y llenó su diario personal de una desesperación y una misoginia furibundas
Cada vez que Billy Wilder se encasquillaba con la escena de un guión, alzaba la vista, tomaba aire y se preguntaba: «¿Cómo lo haría Lubitsch?». De igual manera, la nutrida aunque discreta cofradía de los pesimistas, cuando nos abate con zarpazos de emoji y píldoras motivacionales el todopoderoso imperio de la ‘happycracia’, giramos la cara hacia la fotografía blanco y negro de la esquina y nos preguntamos: «¿Qué pensaría Pavese?». Y digo Pavese, porque dudo que haya un ejemplar más acabado de cenizo en la República de las Letras, ya sea por su manejo de la teoría como de la práctica.
Hoy en día, no se nos permite un respiro del coaching perpetuo al que se nos somete: la crisis es una oportunidad, los enfermos no son víctimas aleatorias del mal sino ‘orgullosos gladiadores’, a no tener oficina propia le llaman coworking y a vivir con tus colegas hasta los 50, coliving. Y así todo. Y no hemos entrado siquiera en Paulo Coelho. Por eso, aunque sea por compensar, vale la pena leer a Pavese de tanto en tanto, incluso en pleno San Valentín.
El apartado Pavese/mujeres debería figurar en alguna cátedra de Psiquiatría. Su pésima suerte con el sexo opuesto no puede ser casual, sino una hondísima operación del alma para procurarse todo el sufrimiento posible. Hay gente así, pero difícilmente evita uno, aunque quiera, algún instante de felicidad o de plenitud. Sólo Pavese supo mantener incólume su mala estrella. Desde aquella primera bailarina que, viendo que la aguardaba bajo la lluvia un extraño impertinente de gafas, le dio esquinazo por la puerta de atrás, hasta la misma tarde de su muerte en que sus tres últimas llamadas fueron rechazadas. «No voy porque eres un pelmazo», le dijo una. Y así, sin haberse despertado jamás con una mujer al lado, cogió el bote de pastillas y zanjó su problema con el ‘bello sexo’.
La galería de amores frustrados, no-natos, interruptus y simplemente fantaseados, es amplia. Pero, por ser San Valentín, optaremos por la más triste de todas: una historia que acompañó a modo de remordimiento al poeta durante años y que tamizó de una misoginia no apta para lectores sensibles el diario más descorazonador del mundo: El oficio de vivir. Precisamente el pobre Cesare empezó aquella páginas a los pocos días de ser internado en la cárcel debido, en cierta manera, a su amada de turno, «la mujer de la voz ronca».
Battitistina ‘Tina’ Pizzardo tenía ese encanto de mujer libre que debió atraer de inmediato a nuestro hombre. Con su prestancia de flapper, el pelo corto, una tendencia vanguardista por el poliamor y fuertes convicciones comunistas, que la llevaron a militar en los círculos de Benedetto Croce y a pisar un par de veces las cárceles femeninas. Frecuentaba el círculo de Leone Ginzburg, que acabaría casándose con Natalia, autora de Léxico familiar.
En aquel mundillo intelectual militante del grupo Giustizia e Libertà, órgano que publicaba la revista Cultura, conoció a un joven poeta y traductor que aún había de dar lo mejor de sí mismo como autor de prestigio: Cesare Pavese. El piamontés la corteja desde el principio a su manera desesperada, tanto que llega a pedirle matrimonio a pesar de que Tina, supuestamente, ha mantenido las distancias con sólo algún instante de «lúcida locura, de abandono». Suficiente para Pavese. Lo que no sabe el autor es que Tina mantiene relaciones con varios hombres a la vez, especialmente con Altiero Spinelli, comunista encarcelado, y Henek Rieser, polaco también activo en las filas comunistas.
Desconocemos los detalles por los que Pavese acabó recibiendo en su casa la correspondencia de Spinelli hacia Tina. Probablemente, el amante pasado de revoluciones no dudó en echar una mano al objeto de su devoción, haciendo de correo entre el prisionero y su amante: un gesto de meritorio que le trajo las peores consecuencias.
En 1935, la policía política de Mussolini entra a saco en Giustizia e Libertà y caen en sus redes todo un grupo de intelectuales que acabarán siendo sumamente influyentes en la posguerra italiana. Entre ellos, Carlo Levi, que en su exilio forzado en Matera ideará lo que luego sería Cristo se paró en Éboli. Tina Pizzardo cae, Henek Rieser cae y Pavese cae. Los dos primeros pasarán sólo unos meses a la sombra, mientras que el joven Cesare se lleva la peor parte. La policía descubre en su poder la correspondencia de Spinelli y del político Bruno Maffi destinada a Tina. Tras deambular por las cárceles de Turín y Roma, se dicta sentencia: tres años de confinamiento en Brancaleone (Calabria).
Nada más provechoso para un escritor que el encierro (voluntario o forzado). En aquellos años, Pavese logrará publicar la maravillosa colección de Lavorare stanca y dará comienzo a su mítico diario, El oficio de vivir, documento excepcional para acercarse a las tribulaciones de este amante preso que no recibe noticia alguna de Tina a pesar de que, en su cabeza, están destinados a casarse cuando él salga de prisión.
Tina entre tanto ha salido a la calle. Ella misma relató en su autobiografía Senza pensarci due volte (1996), obra en la que trata de contextualizar aquella relación con Pavese que la convirtió en la ‘mala de la película’, el consejo que le dio el juez a su salida:
«Noto que al verme tiene un gesto de maravilla, de desilusión, diría. Me lo explicaré dentro de poco cuando sepa que Pavese, Maffi y Henek -¡también él!- han dicho cada uno, buen pretexto, que solían ir a mi casa porque estaban enamorados de mí. El juez esperaba encontrar una especie de mujer fatal (…) El juez, que es meridional, recela de los turineses seductores (…) Apenas puedo le confieso con franqueza que ya, a mis treinta y dos años, quería tomar marido. Esos tres jóvenes que acudían a mi casa tenían intenciones serías. Los mantenía, se entiende, un poco a raya a los tres para hacer una elección ponderada, como conviene a mi edad. El juez debe tener una caterva de hermanas casaderas porque consiente con simpatía. Y aun hace más, me aconseja. Pavese hay que descartarlo: un presuntuoso, uno que no sabe vivir (…) Maffi debe ser un buen chico, pero tiene demasiadas ganas de reír y jugar, y no tiene una posición. El único serio es el tercero: un caballero».
Tina tomará buena nota, mientras Pavese le escribe patéticas cartas desde Brancaleone:
«Querida, escribo con tu estilográfica. A pesar de la mala experiencia, no sé resistirme a la tentación de una carta (…) Describirte mis ansias es imposible. Mi pena no es la que escribo, eres tú (…) Te agradezco todos los pensamientos que has tenido para mí. Yo por ti sólo tengo uno y no cesa jamás».
A finales de 1936, Pavese puede regresar a Turín. Con total asombro descubre que Tina ha toma partido por Henek Rieser, el caballero polaco abanderado por el juez: están prometidos. El golpe se deja sentir en su confesional El oficio de vivir con fuerza y la onda expansiva de esta desilusión es posible rastrearla hasta el final de sus días. Las relaciones del poeta con las mujeres viene condicionadas por esa tara de base, que encuentra perfecto acomodo en la inmadurez legendaria del artista de la que hablaba Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes: «A veces se mostraba muy triste, pero durante mucho tiempo pensamos que se curaría de aquella tristeza cuando decidiese ser un adulto. Porque la suya parecía una tristeza como de muchacho, la melancolía voluptuosa y vaga del muchacho que aún no ha tocado tierra y se mueve en el mundo árido y solitario de los sueños».
El joven Cesare intentará detener la boda de Tina; luego, machacón, lucha porque se divorcie de Henek. Al final, la Pizzardo tiene que quitarle la venda a guantadas. Así acaban todos los amores de Pavese: con una mujer cantándole las verdades del barquero. Hay cosas que un hombre debe entender a tiempo, por sí mismo. Pero el artista es de los que acumulan polvo en la recámara y de él se nutren. En El oficio de vivir, precisamente por ser una autoconfesión, se permite toda suerte de exabruptos hacia «la mujer de la voz ronca» y a todas en general. «Todos encontramos una puta en el transcurso de nuestra vida. Y son poquísimos los que encuentran una mujer que les ame y sea honesta. De cada cien noventa y nueve son putas». Dejémoslo aquí: quien tenga curiosidad, que abra el libro.