Escritores al borde de un ataque de nervios (VIII). «Si se va, no podré seguir». Céleste Albaret, una 'rider' para Marcel Proust
La joven campesina se convirtió en la mano derecha del escritor en sus últimos años, verdadera figura materna, y se multiplicó por todo París durante la promoción del primer tomo de ‘En busca del tiempo perdido’
Hay en mi árbol genealógico una potente rama sureña que me predestina a la abulia, que me tira sin remedio hacia la cama, al sofá a lo sumo. En el Sur hay personas así, cansadas de antemano, que sólo encuentran alguna diligencia aletargando previamente sus miembros. Son sureños renegados de la pasión que se les supone, gentes con ademán de mecedora que llevan incorporada una siesta melancólica, un pulso débil, un vino aguado en la sangre. Mi abuela y un buen puñado de tíos eran así.
José Manuel Caballero Bonald dio con un nombre perfecto para el fenómeno, extendido en su familia: los «acostados». «Los acostados, según conté por largo en mis memorias, constituían un sector de los Bonald que habían optado un día por la cama, nunca después de los cuarenta o cuarenta y cinco años, como más idóneo lugar de residencia (…) Esos parientes míos no eran ni enfermos imaginarios, ni gente desocupada sometida a las infiltraciones del taedium vitae, ni personas desentendidas de la realidad por razones librescas; eran simplemente unos ciudadanos algo extravagantes, eso sí, pero muy conscientes de su papel de dimisionarios de los afanes de cada día».
Esta cofradía de «dimisionarios» tiene, por supuesto, acólitos más allá del Sur, aunque sean éstos los más abundantes. Marcel Proust bien pudiera ser uno de ellos. En sus retratos de juventud ya se puede advertir perfectamente su vocación de «acostado» en la caída de los párpados sobre sus ojos almendrados. Paulatinamente, lo vemos con un par de dedos sosteniendo su cabeza, apoyado en una silla, las piernas cruzadas, el rostro ladeado, a puntito ya de echar una siesta. En sus últimos años, ya sólo es posible encontrar retratos suyos en posición yacente, apoyado en dos mullidos almohadones, ensayando la postura de la muerte. El asma, alegarán. En absoluto. El asma fue su mejor excusa para dimitir de la vida, que es lo que busca con denuedo el «acostado».
La casa de Marcel Proust, primero en el 102 del boulevard Haussmann y luego en el 44 de la rue de Hamelin, distrito XVI de París, llegó a tener todos los aditamentos de un buen panteón en vida: silencio, pulcritud, aislamiento. En su habitación estaba vetado todo tipo de polvo: cortinajes y limpiezas varias lo preservaban; los olores de cocina estaban proscritos, de modo que habitualmente el condumio venía directamente de los restaurantes afamados de la zona; finalmente, las paredes forradas de corcho, consejo de la poeta Anna de Noailles, aislaban la cámara de todo ruido exterior. En este medio, a eso del crepúsculo, el escritor despertaba a los sentidos y removía sus memorias. Escribía y tomaba café y algo de opio. Durante 15 años, apenas salió de casa lo imprescindible.
Pero incluso un «acostado» es incapaz (es más, generalmente no es su deseo) de romper los vínculos con el exterior. Actúa por delegación, por persona interpuesta. En el caso de Proust, sus ojos y oídos allá fuera eran los de Céleste Albaret. Precisamente en sus contadas salidas, por lo general en taxi, fue como llegó a trabar conocimiento con esta mujer capital en sus últimos años. Céleste Ginestre había nacido en un pequeño pueblo occitano, en una modesta familia campesina. En su «hoja de ruta» no estaba acabar de «chica para toda» de un genio de las letras, pero el amor la trajo hasta París como esposa de Odilon Albaret, que conducía en la capital un bonito coche rojo para la empresa de Jacques Bizet, el hijo del compositor de Carmen. Proust, buen amigo de Bizet, acabó siendo el cliente más habitual de Odilon y éste logró recomendar a su reciente esposa para servir en casa del escritor misantrópico. Céleste traspuso el hogar del señor Proust en 1914 y ya no lo abandonaría más.
«Los dos éramos huérfanos: él con sus padres muertos y sus amigos dispersos, y yo con mis padres muertos, mi familia lejos y mi marido en el ejército. Así que creamos nuestro propio tipo de intimidad, aunque para él era principalmente una atmósfera en la que trabajar, mientras me olvidaba de mis propias tareas y no veía nada más que un círculo mágico», recordaba años después esta mujer excepcional. En Sodoma y Gomorra, cuarta entrega de su En busca del tiempo perdido, el autor retrata a Céleste, «nacida al pie de las altas montañas del centro de Francia, al borde de arroyos y torrentes (…) Céleste Albaret, más suave y lánguida, tendida como un lago, pero con terribles retornos de agitación en los que su furia recordaba el peligro de las crecidas y de los torbellinos líquidos que se lo llevan todo».
En la naturalidad, la pura naturaleza de Céleste, encontró el genio un contrapunto ideal a su artificiosa existencia. «Nunca he conocido a personas tan voluntariamente ignorantes, que no habían aprendido absolutamente nada en la escuela y cuyo lenguaje tuviera, sin embargo, rasgos tan literarios». La presencia de la asistenta, del desayuno a la cena y todo lo que hubiera que hacer entre medias, aunque sólo fuera hablarle como esa madre perdida, acabo siendo tan indispensable para nuestro enfermo que declaró a su esposo Odilon: «Sólo dile que si alguna vez se va, no podré seguir con mi trabajo».
Hoy ya sabemos cuál es su «trabajo» y sus titánicas dimensiones. Pero entonces el propio Proust ardía enfebrecido por darlo a conocer, como única salida legítima para una vida reducida a una enorme vocación. También Céleste Albaret jugó un papel importante en la gran campaña de promoción que lideró desde su cama Proust para dar a conocer Por el camino de Swan, pagado a sus expensas después del rechazo de, entre otros, André Gide y Gallimard. Sabemos que realizó una intensa campaña en los medios de comunicación, ofreciendo dinero a cambio de espacio, entregando él mismo criticas elogiosas para «ahorrar» trabajo a los redactores.
En aquellos locos días de 1913 en que el autor se jugaba el ser o no ser, los Albaret participaron como incansables «riders» de Proust. Céleste y Odilon se dedicaron a distribuir por todo París los ejemplares de Swan, entre amigos de su señor, compañeros de pluma y prescriptores literarios de la capital francesa. Aquel rojo coche de los Albaret fue diseminando por los hoteles parisinos la obra de un oscuro y enfermizo tipo que no había logrado nunca ganarse el respeto del mundillo literario. A menudo, me paro en ese instante en que los dados están echados: un automóvil atravesando la ciudad con palabras encuadernadas, miles, cientos de miles de palabras que aún no tienen sentido alguno, pues no han llegado al entendimiento del lector, pero que en pocos meses acabarán cambiando para siempre el concepto de la novela. Sin duda, no puede haber mejor pasajero para un taxi de París que el alma comprimida y exprimida de un escritor de la talla de Proust.
En busca del tiempo perdido es un memorial fascinante no sólo de sensaciones encapsuladas sino de nombres y figuras de grandes mujeres: Odette, la princesa de Guermantes, Albertina, Francisca, esa criada que bebe también del ánimo y la prestancia de Céleste Albaret… Todas ellas, sombras, vislumbres de la figura esencial: la madre. El paraíso por recobrar. En sus últimos años, Céleste fue ella, la madre tutelar que lo despertaba con galletas y, ya de noche, mientras el escritor empalmaba páginas, iba encolándolas mientras le traía los frescos acentos de los montes occitanos, las palabras preñadas de vida de allá fuera.