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Albert Boadella: «Cuanto más espacio toma la comunicación a través de ondas y pixeles, más nos emociona escuchar un violín en directo»

Albert Boadella: «Cuanto más espacio toma la comunicación a través de ondas y pixeles, más nos emociona escuchar un violín en directo»

Rodrigo Isasi | The Objective

Hombre de teatro. Esta es, seguramente, la mejor manera en que se puede definir a Albert Boadella que, por un lado, vuelve a ponerse tras el telón para dirigir Diva, una obra en torno a los últimos años de María Callas, cuando esta vive retirada en París, y, por el otro lado, regresa al mundo de las letras con El duque (editorial Espasa), un libro sobre la amistad. Aquí, el fundador de Els Joglars relata su amistad con Ignacio Medina, duque de Segorbe, a la vez que reflexiona sobre la relación entre la aristocracia y el mundo del arte, sobre la función del teatro, sobre los amigos, sobre la pérdida de estos a lo largo de los años, sobre aquellos que quedan y sobre el sentimiento de soledad.

Empezando por la Edad Media y, siguiendo, por la Florencia de los Medici o la Roma papal, la relación artista/aristocracia y, podríamos añadir, artista/iglesia fue una relación indisolubles e imprescindible, sin embargo, estas relaciones parecen haberse roto en muchos sentidos. Más allá de ser el libro en torno a una amistad, ¿El Duque puede leerse también como reivindicación de dicha relación?

El caso del duque de Segorbe es una excepción. El Duque preside y dirige una fundación de una dimensión artístico-monumental única en Europa, pero hoy la nobleza ya no juega este papel. Sus fines de mecenazgo han sido suplidos en el mundo moderno por los ministerios de cultura. Lo que ha significado un aumento cuantitativo, pero no cualitativo en la promoción de las artes. En el pasado la relación directa entre el artista y el noble se realizaba porque este escogía y fomentaba aquello que le gustaba. Este nexo personal lo ha remplazado una enorme burocracia cultural que resulta mucho más costosa que las propias obras que promueven. Si pensamos en un Vinci, un Miguel Ángel, un Bach o un Moliere, veremos que el procedimiento no ha significado una mejora sustancial para las artes.

¿Quizás lo que sigue uniendo estos dos mundos es que «aristocracia» y «juglaría» o «bufonería» son dos grupos que, por distintas razones, han ido perdiendo prestigio social?

La llamada farándula en todas sus excepciones no ha sido nunca un grupo de prestigio social, muy especialmente en España. Nadie quería que sus hijos se dedicaran a la juglaría… y no digamos las hijas. Todavía hoy podemos ser muy celebrados y aplaudidos, pero no somos gente de fiar para un determinado nivel social. Bien es cierto que en la España actual también la nobleza está estigmatizada, más que por cuestiones morales, por una segregación política que la sitúa fuera de su tiempo y trata de hacerle notar el rasero de igualdad. En este sentido, estamos unidos por cierta exclusión social. Si estuviéramos hablando de Inglaterra sería todo distinto. La farándula y la nobleza mantienen allí una alta consideración desde hace siglos.   

Usted describe a un duque culto, con intereses artísticos, un mecenas…. ¿Todas estas cualidades y esta sensibilidad artística son las que han faltado, en líneas generales, a la aristocracia española?

La aristocracia actual la compone una mayoría de gente que lleva el título como aquel que lleva un mote o un seudónimo. Algunos se han hecho notar porque son carne de revistas del corazón. Sin embargo, son muy pocos los que asumen la herencia moral y cultural de su título y mucho menos su antigua inclinación por las artes. Desde la abolición del régimen señorial en 1837 la nobleza en España pierde peso político y también medios para cultivar ciertas formas de mecenazgo. Aun así, encontramos algún residuo a finales del XIX como es el caso del conde Güell que sufragó muchas obras de Gaudí, las cuales representan hoy un auténtico tesoro artístico de una gran dimensión internacional y que nos da la medida de lo que la alta burguesía habría podido sustituir de la nobleza. 

Albert Boadella: «Cuanto más espacio toma la comunicación a través de ondas y pixeles, más nos emociona escuchar un violín en directo»
Imagen vía Espasa.

Usted no solo compara al duque con Pla por su fascinación por los seres «pintorescos», sino que de forma poco velada lanza una crítica a la burguesía, pues dice, que «lo más parecido a un burgués es otro burgués». ¿También la burguesía ha pecado de falta de ilustración?

Si la comparamos a Francia, la burguesía española ha sido completamente iletrada. Hubo algún conato cultural entre la burguesía catalana de finales del XIX, pero en general es una burguesía que en los aspectos ilustrados no ha reemplazado el papel que había jugado la nobleza. Ha sido una burguesía de gusto vulgar que lo ha dejado todo en manos del Estado. Lo que sí ha hecho la burguesía actual es un gran esfuerzo para camuflarse en masa y viceversa por parte de la masa. Su muestrario de máxima belleza son las urbanizaciones y las mansiones de futbolistas.    

La reivindicación del concepto de bufón -pienso en su libro Memorias de un bufón– o de la figura de lo que antes se llamaba el «cómico de la lengua” ¿responde al reconocimiento que usted también hace en El duque a «artesanos, jardineros, albañiles, etc.… »? Es decir, ¿es el reconocimiento del artesano?

Hoy los artistas se autodefinen como creadores. Es un término petulante que en nada refleja la realidad y desorienta a las jóvenes generaciones. Según la RAE, crear es hacer algo a partir de la nada, ¿cómo puedo pensar una cosa semejante ante un pasado escénico de 2.500 años conocidos? Si miro mi herencia, lo primero que me surge es el maestro Aristófanes tan cercano a las comedias que he realizado. Hay que volver al sentido del oficio con todo lo que representa de modestas aportaciones personales a una artesanía milenaria en todas las artes. La destrucción de las reglas de un oficio artístico es el terreno abonado para que cualquier imberbe imponga su obra eliminando todo lo pasado. Sin referencias, hoy, Jackson Pollock es lo mismo o incluso superior a Tiziano. Lo que muestra que el caos es el universo de los mediocres.   

Ahora que menciona la RAE, en su tercera acepción, define «juglar» como sinónimo en desuso de chistoso. En este sentido, ¿la relación sana entre artista y poder reside en la parodia o en la crítica?

Me parece más real la primera acepción de la RAE: «Alguien que iba de un lugar a otro y recitaba, cantaba o bailaba y hacía juegos ante el pueblo». Prefiero esta versión porque entiendo que la relación sana entre artista y poder es ante todo a través del arte y la belleza. Sin la búsqueda de lo bello en las acciones escénicas se puede pasar fácilmente de la parodia al simple insulto. Este matiz que parece sutil, es muy sustancial para la propia fuerza de la sátira que se torna crítica benefactora a partir del conocimiento y la sabia manipulación del oficio. Otra cosa distinta sería el caso del bufón que históricamente representa una figura colocada por el propio poder, pero sus acciones no están sujetas a la compleja elaboración poética de un drama. El bufón estaba utilizado como terapia del propio poder. También me parece una digna función. Precisamente, yo me autodefiní como bufón en mis memorias porque los nacionalistas lo utilizaban para insultarme. 

Usted fundó Els Joglars en 1961, una compañía de teatro que siempre destacó por su independencia. Pensando en el papel de los mecenas, así como en las subvenciones estatales, ¿la libertad y el espíritu crítico es solo posible cuando no se depende de nadie? Sin embargo, hoy en día, ¿en España es esto viable?

La intervención de las administraciones públicas en la promoción de las artes lleva contrapartidas de alto riesgo. Es muy difícil desligar estas administraciones de la tendencia política del momento. Cuando se subvenciona una cosa y no la otra, ya se está ejerciendo un criterio sobre la estética, pero también sobre los contenidos. Eso incita al artista a no ser incomodo con las inclinaciones ideológicas dominantes. Els Joglars han representado durante 60 años un testimonio de libertad, esencialmente, porque ha sido el público quien ha financiado la mayor parte de sus propuestas. Si los espectadores se acostumbraran a pagar el precio real del teatro y no sentarse en una butaca altamente subvencionada, la libertad estaría garantizada. Los Estados, actuando de intermediarios, establecen una relación insana entre artistas y público.   

Por tanto, cuando fue director de Teatros del Canal, ¿sintió que no tenía esa libertad que sí había tenido antes?

Para tener una libertad de acción razonable tuve que ganármela. No dejé que la política entrara en las decisiones artísticas de un teatro público. Eso significaba no establecer ningún indicio de perpetuación en el cargo y por esa razón solo firmaba los contratos por temporada. Mi carrera ya estaba hecha y no necesitaba hacer méritos en este sentido. Creo no haberme equivocado con esta actitud pues cuando dejé la dirección, la política entró en el teatro y era prácticamente el Consejero de Cultura quien dirigía los Teatros del Canal a través de una sumisa directora. No obstante, reconozco que un cargo público de esta naturaleza requiere una cierta lealtad con el poder que te ha nombrado, lo cual obliga a veces a unos silencios que no forman parte de mi naturaleza asilvestrada. Y así lo expresé públicamente cuando me fui. Me marché para recuperar mi total libertad que siempre la he practicado incluyendo el legitimo impulso de decir sandeces.   

La Torna o Ubú President demuestran que, al poder, incluso en democracia, no le gusta la crítica. En estos días, se sabía de la condena de un rapero obligado a entrar en prisión. ¿Hemos retrocedido o, por el contrario, nunca hemos terminado de avanzar del todo con respecto a ese 1977, año de estreno de La Torna?

Que al poder no le siente bien la crítica entra dentro de lo razonable. El problema son los mecanismos de los que dispone este para evitarlo. El conflicto creado con relación a lo sucedido en La Torna, con la cárcel y el exilio de por medio, ha cambiado sustancialmente desde el punto de vista legal. Hoy tenemos una elevada libertad de expresión. Falta simplemente eliminar de una vez las consecuencias penales en los relatos de ficción. Por el contrario, hemos retrocedido en la aceptación social de la crítica y son los propios ciudadanos quienes imponen hoy una represión a través de las redes. Esa gente te crucifica si osas tocar uno de sus tabús. Esta es una actitud de ciertos colectivos sociales que provoca una autocensura en el terreno artístico. Una parte sustancial de la obra de Els Joglars no podría representarse en estas circunstancias actuales. 

En relación con lo que comentamos, leemos en El duque: «Ante el dilema de mantener las convicciones o resolver un asunto furtivamente, he cedido demasiadas veces al impulso malicioso. Algunos cristianos que llevan una vida acorde con sus dogmas me causan contradictorio sentimiento de fascinación y envidia». ¿No hay nada más difícil que la coherencia? ¿Acaso no existe el derecho a la incoherencia e, incluso, a las pequeñas traiciones? 

Ser incoherente o traidor no es una cuestión de derecho, se hace y punto, pero en esta parte del libro me refiero sobre todo a los automatismos de picaresca propios del mundo de la farándula. Una deformación profesional que se me escapa muy a menudo. El hecho de vivir sumido entre tanta ficción hace que los principios personales también queden afectados por esa irrealidad. Todo se torna un poco laxo y fingido. Esta desconexión de la realidad hace que nuestro mundo espiritual esté influido por una cierta tramoya. En definitiva, en cuestiones de creencias morales nunca me acabo de creer las retóricas de mis colegas y recíprocamente, pienso que estos tampoco me deben creer del todo a mí.     

Hablando de teatro, sostiene que «una obra escénica a través de la grabación es teatro con preservativo». ¿La pandemia plantea nuevas formas de hacer teatro o el teatro solo se entiende en vivo y en directo?

Actualmente, se tiene por costumbre romper los límites naturales de una expresión artística pensando que esta llegará más lejos. La pintura ya no es solo dibujar y colorear una superficie plana y la escultura que siempre fue algo estático puede ser un móvil. Yo no participo de este concepto. Todo lo contrario, pienso que tiende a romper el principio poético del arte «con lo mínimo lo máximo». Un actor solo desnudo en un escenario desnudo puede trasladarnos a universos impensables. No se requiere más que su habilidad de sugestión en aquel preciso momento. No se necesita que nadie manipule un primer plano o ilustre con paisajes espectaculares su relato. Esto es y ha sido el teatro durante muchos siglos. Eliminar el ritual directo es liquidar el núcleo sobre el que gravita el arte teatral. Entonces hay que buscar otros nombres para estos experimentos, pero no confundir al público.  

Albert Boadella: «Cuanto más espacio toma la comunicación a través de ondas y pixeles, más nos emociona escuchar un violín en directo» 5
Foto: Rodrigo Isasi | The Objective.

En este momento en el que las pantallas han ocupado casi todas nuestras esferas y nuestras relaciones, ¿el teatro en tanto que presencialidad adquiere una importancia destacada?

Cuando más espacio toma en nuestra vida la comunicación indirecta a través de ondas y pixeles, más nos emociona escuchar un violín en directo en lugar de una grabación. Nunca las artes escénicas habían tenido una función tan necesaria en la sociedad. Cuando se cerraban teatros para abrirlos como cines pensé equivocadamente que nuestro oficio había entrado en un proceso de extinción. Ahora sucede todo lo contrario.  

Si hablamos de importancia, en un momento en que «las formas audiovisuales incitan una ilusoria y falsa presencia de la realidad», ¿la amistad, pues El duque es un libro sobre la amistad, es una de las pocas cosas reales que quedan?

Cuando uno tiene ya muchos años las relaciones pasan por un filtro cada vez más estricto. Hay cantidad de cosas que se dejan atrás porque no se consideran esenciales. Con la amistad sucede lo mismo. La amistad tiene que estar sustentada por la recíproca consideración al margen de intereses mutuos. Por eso me gusta el término «cultivar» una amistad. La amistad que describo con el Duque la hemos cultivado mutuamente a lo largo de muchos años. Es una relación viva con intercambio de influencias, sostenida por el conocimiento y la aceptación natural de nuestras propias virtudes y carencias. No tiene nada de interesada. He narrado públicamente esta insólita amistad pensando que aporta optimismo el que dos personas, socialmente tan alejadas, cultiven estas formas de entendimiento.     

Por último, antes le preguntaba sobre la poca actualidad o el poco prestigio de la aristocracia y del juglar, pero ¿qué me dice de las divas? ¿Fue Callas, figura a quien acaba de dedicar su última obra, la última diva de nuestro tiempo?

María Callas fue una artista excepcional. Gran cantante y magnífica actriz. Sin embargo, han existido artistas a su altura que no poseían esta condición de divas. En Callas se dio la circunstancia de que su vida adquirió tintes novelescos. Primero porque pasó de ser una cantante obesa y poco atractiva a perder cuarenta kilos y convertirse en una muy bella mujer. Después, por su relación amorosa con Onassis, y de la manera como años más tarde, este le abandono por Jackie Kennedy. La traición y el drama, además su fuerte carácter independiente, elevaron su figura a la categoría de mito. Quedará para siempre como un icono de la ópera.

Usted nos presenta a Maria Callas cuando ha perdido la voz y a Onassis, mientras que El duque concluye con una reflexión sobre los amigos perdidos. ¿Es la soledad uno de nuestros mayores miedos?

Teatralmente la vida es un drama esencialmente trágico porque siempre acaba con idéntico desenlace. La inteligencia del ser humano sirve para que la parte final, sin poder evitar la extinción, pueda hacerse más llevadera. Sin embargo, la soledad, que se agrava con los años, aumenta de forma muy relevante los tintes de la tragedia y la paradoja es que a menudo la provoca la propia inteligencia. Actualmente se da la circunstancia de que la soledad es la gran dolencia de nuestro mundo tan poblado. La vida en tribu tenía por lo menos la ventaja que mitigaba esta parte del dolor.   

Y, en cuanto a la amistad, ¿la ideología y/o posturas políticas son más fuertes que cualquier lazo de amistad?

En la España de mi juventud la amistad estaba por encima de las tendencias políticas. En los dos últimos decenios he vivido un cambio radical. Hoy constato que no tengo ninguna amistad en las antípodas de mi pensamiento político. Se puede pensar que mi pensamiento expresado en público provoca en parte esta situación, pero al margen de ello muestra una tendencia totalitaria en buena parte de la comunidad que me rodea. Es una sociedad que radicaliza cualquier tendencia. Ya sea la ecología, el feminismo, el animalismo, la lengua o las propias costumbres de un colectivo. Perdida la fe en el más allá todo se fanatiza en el más acá. Vivo muy temeroso de estas religiones laicas que castigan la disidencia en forma de tribunal popular.   

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