Escritores al borde de un ataque de nervios (X): «Decidió sacrificarlas en su memoria». Cuando Dante Gabriel Rossetti exhumó a Ofelia
El poeta y pintor de la Hermandad Prerrafaelita enterró un manuscrito con sus poemas en la tumba de su esposa. Siete años después, cambio de idea y exhumó sus restos para recuperarlos
Tal vez el carácter sea uno y sea, como opinaba Heráclito, nuestro destino. Pero la cantidad de circunstancias nos moldean en el tiempo, de modo que somos una sucesión o concatenación de personalidades. En mis taytantos, he sido muchos yos sucesivos, a la mayoría de los cuales miro con un rastro equitativo de piedad y vergüenza ajena. Como Pepe Hierro, «ruego por el que he sido en la tristeza a las divinidades de la vida», pero también por el que fui en la alegría, inconsciente de sus contrapartidas. A veces, de noche, fantaseo con trastocar la moviola y llegar a tiempo donde sea, un minuto antes de que todo este dicho.
De entre todas las cosas, no hay nada que envejezca peor que la sentimentalidad. Como los yogures, su caducidad es amplia pero no infinita. Una vez pasada, la emotividad de antaño, tan sincera entonces, nos deja con la nariz arrugada, oliendo a cadáver: hemos sido. Con las modas, que muchas veces convergen con formas de sentimentalidad, sucede lo mismo. Cuenta Mesonero Romanos en la más divertida de sus Escenas matritenses la anécdota de aquel sobrino que le salió romántico: hizo gótico y raído su atuendo y su rostro pálido («tan uniforme tristura ofrecía no sé qué de siniestro e inanimado»), se convirtió en paseador de cementerios y poeta nocturnal. Como último recurso a su monomanía romántica y sus amores frustrados, Mesoneros lo lanza sin miramientos a la carrera militar: «Un año ha transcurrido desde entonces, y hasta hace pocos días no le había vuelto a ver; y pueden considerar mis lectores el placer que me causaría al contemplarle robusto y alegre, la charretera a la derecha, y una cruz en el lado izquierdo, cantando perpetuamente zorcicos y rondeñas, y por toda biblioteca en la maleta, la ordenanza militar y la Guía del oficial en campaña». Ante sus versos delicuescentes de antaño, dice, «era cosa de ver el oírle repetir a carcajadas sus fúnebres composiciones». Tanto había cambiado.
Dante Gabriel Rossetti siempre fue un romántico, amén de un tipo raro, si es que esto no es pleonasmo. Pero incluso en una personalidad tan marcada por el fenotipo artístico, a los raptos y los arrebatamientos, esos que hacen concebir ideas inflamadas, locas, absurdas, pueden seguirle las dudas y hasta el propósito de enmienda. Uno de esos raptos, ejecutado en un momento sumamente crítico de su vida, pudo haberle costado la carrera como poeta.
Y es que lo primero que habría que hacer es aclarar qué hace un pintor como éste en un anecdotario literario como el mío. Aunque a Dante Gabriel Rossetti se le conozca casi exclusivamente en España como el retratista de mujeres de labios encarnados, con el mentón hacia el cielo, cima y a la vez cliché del movimiento Prerrafaelita, su reputación como poeta no le fue a la zaga en su tiempo en Inglaterra. Su hermano, William M. Rossetti, mantenía que «su mente trabajaba de manera consensuada en dos artes distintas: la poesía y la pintura». El propio Dante Gabriel se tenía más por lírico que por pintor.
En el año 1862, fecha clave de esta historia, ya había adquirido una incipiente notoriedad poética tras la publicación de sus traducciones de Los primeros poetas italianos. Y estaba trabajando febrilmente en una serie de poemas propios que debían asentar su celebridad en este campo. Sin embargo, la muerte de su esposa, Elizabeth Siddal, motivó un arrebato sorprendente: «En el dolor y la consternación que lo abrumaban al perder a su esposa -explica su hermano-, decidió sacrificar en su memoria este proyecto largamente acariciado, y enterró en su ataúd los manuscritos que habrían proporcionado el volumen». Era el corolario de una bella y tormentosa relación con la modesta sombrerera que acabó convertida bien joven en la musa de los Prerrafaelitas.
Descubierta por un miembro de la hermandad, Elizabeth Siddal posó en 1852 para John Everett Millais en su emblemática Ofelia. Sus cabellos rizados y cobrizos, la expresión ausente, fue replicada por los pintores simbolistas y, en especial, por su esposo desde 1860, que incluso la retrató después de muerta en uno de sus cuadros más conocidos, Beata Beatrix. La relación marital no pasó de los dos años, en el curso de los cuales nació un hijo muerto y se produjo la dramática muerte por sobredosis de láudano de la joven Lizzie, de sólo 32 años. Se supone que la depresión contraída tras el fallecimiento del niño y las continuas infidelidades de Rossetti la empujaron a un suicidio que debió pesar en tal modo en la conciencia del aspirante a poeta que no dudó en enterrar con ella el sueño de su gloria.
Durante años, Dante Gabriel se mantuvo prudentemente alejado de la poesía, probablemente consciente de haber ‘enterrado’ su inspiración en el cementerio de Highgate. Pero, con el tiempo, fue madurando una idea tan descabellada como la primera: «Llegó a ver que, como solución final del asunto, esto no era ni obligatorio ni deseable; así que en 1869 se desenterraron los manuscritos y en 1870 se publicó su volumen titulado Poems». En la exhumación del cadáver de Elizabeth juega un papel especial Charles Augustus Howell, un marchante de arte de pésima reputación que, sin embargo, anduvo en tratos con todos los genios del arte inglés de la segunda mitad del XIX, entre ellos Algernon Charles Swinburne, que se refirió a él como «la persona más vil con la que me he topado en vida».
Howell emprendió con diligencia la bizarra operación. Logró los permisos para levantar el ataúd siete años después de haber sido sellado y estuvo presente en la exhumación, ejecutada en mitad de la noche, a la que el impresionable Dante Gabriel no quiso asistir. A él se debe, por último, una mentira piadosa que ha forjado la leyenda incorrupta de Elizabeth Siddal: Howell aseguró que la fallecida se encontraba en perfecto estado de conservación, con sus preciosos cabellos rojizos intactos. Algo terriblemente difícil de creer si atendemos además al estado comprometedor en que se encontraba el famoso manuscrito: deshilachado por partes, lo que dificultaba su lectura, y con gusanos transitando sus versos. De haberla visto, quizás el poeta habría seguido la senda de Francisco de Borja, que, enamorado de Isabel de Portugal, la esposa del emperador Carlos V, custodió su cadáver de Toledo a Granada, hasta los brazos de su viudo; en tal estado de putrefacción se hallaba la mujer más hermosa de Europa a sólo unos días de su muerte, que Francisco de Borja tuvo que jurar por su honor que aquella era la emperatriz, para, posteriormente, experimentar una fuerte conversión religiosa: «Nunca volveré a a servir a señor que se me pueda morir en las manos», cuenta la leyenda que declaró.
La publicación de sus poemas supuso un espaldarazo increíble para la reputación de Rossetti como poeta, pero el asunto de la exhumación debió dejarle tocado en el plano psicológico. La tristeza fue apoderándose de él de manera inexorable y su carácter comenzaba a albergar extrañas manías. «Durante un tiempo considerable fue aclamado con elogios generales y elevados, marcado por sólo moderada censura o objeción -narra su hermano William-; pero a fines de 1871, el Sr. Robert Buchanan publicó bajo un seudónimo, en Contemporary Review, un artículo muy hostil llamado The Fleshly School of Poetry, atacando los poemas por motivos literarios y especialmente morales. El artículo, en forma ampliada, se volvió a publicar posteriormente como folleto. El asalto produjo en Rossetti un efecto completamente desproporcionado a su importancia intrínseca; de hecho, desarrolló en su carácter un exceso de sensibilidad y de inquietud que sus parientes y amigos más cercanos nunca antes habían sospechado, pues hasta entonces había tenido en general una amplia suficiencia de buen humor, combinada con una cierta tristeza subyacente o abrupto mal humor. Por desgracia, ya había en él demasiado material mórbido sobre el que actuaría este veneno de detracción».
Deprimido, viudo, cada vez más ciego y maniático, los últimos años de Dante Gabriel Rossetti son los de su retiro extremo (confinamiento, diríamos) en la casa del número 16 de Cheyne Walk, en el barrio londinense de Chelsea, al que se había trasladado tras la muerte de Lizzie y donde, al principio, había compartido espacio con su hermano William, y los escritores George Meredith y Swinburne. Las drogas no lo abandonaron del todo y probablemente fomentaron el ambiente alucinado que lo rodeaba y el recuerdo entre místico y tembloroso de Elizabeth, la bella Ofelia de los Prerrafaelitas, ahogada por las cosas de la vida.