Mariana Enriquez: «El terror me hizo sentir la intensidad de emociones que puede provocar la literatura»
La escritora, referente en la literatura de terror actual, presenta ‘Alguien camina sobre tu tumba’, una colección de crónicas de sus visitas por los cementerios del mundo
Maestra en el género de terror, para Mariana Enriquez los cementerios son máquinas de narrar historias. Aunque confiesa que la primera vez que pasó miedo en uno fue cuando visitó el de Polloe, en San Sebastián, esto es solo una anécdota, como demuestra en su último trabajo publicado en España, Alguien camina sobre tu tumba (Anagrama), una colección de crónicas por los diferentes camposantos que se ha encontrado viajando alrededor del mundo y que, promete, no parará aquí.
Definido por ella misma como una especie de «necroautobiografía», en este volumen, publicado por primera vez en Argentina en 2014 -y ahora ampliado con nueve crónicas-, Enriquez da forma a mitos y leyendas, lo fantástico, lo real, el más allá y el más acá. Por su páginas, la escritora, una de las seis finalistas del próximo Premio Booker Internacional por Los peligros de fumar en la cama y Premio Herralde por Nuestra parte de noche, da rienda suelta a los fantasmas y vampiros que se pasean también por su literatura. Pero lo suyo son además crónicas de ricos y pobres, personajes históricos, fosas comunes, muertos anónimos, desaparecidos, catástrofes, epidemias, relatos de huesos y hasta de cierta justicia. Terrenal, porque como recuerda, esto sí es una cosa que pertenece solo a este mundo. Los cementerios son ese lugar «donde quedan el nombre y la fecha, una voz que dice: estuve, fui», escribe.
El origen de sus crónicas
Su afición por la muerte y su fascinación estética por lo oscuro, lo oculto y la literatura de terror se remonta a su juventud. Ya entonces tomaba notas de estos lugares. «Era quizás una cosa un poco frívola –reconoce hoy–. Después cuando empecé a conocer mejor los cementerios me di cuenta de cómo hablan también de los vivos, su historia y del lugar donde están». Fue en agosto de 2011, comparte, cuando una amiga la invitó al entierro de su madre, desaparecida durante la dictadura argentina, en octubre de 1976, y cuyos restos habían sido descubiertos e identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense, cuando la escritora le vio más sentido al libro.
«Fue un momento, por supuesto, muy triste pero también de mucho alivio –recuerda–. Hasta ese momento ella no había sabido dónde estaba el cuerpo de su mamá, y nosotros como sociedad argentina tampoco. Entonces me di cuenta de que no solo se trataba de una cuestión de máquina narrativa y de sensibilidad gótica sino que también estaba la dimensión política y personal. Para mí una tumba con un nombre, con un principio y un fin, una fecha de nacimiento y una fecha de muerte, es algo obviamente doloroso, pero también el orden natural de las cosas», reflexiona.
Se suele decir que la muerte al final nos iguala a todos pero ¿también en ese momento hay clases sociales y diferencias?
Nos iguala en el fin. Todos terminamos, nos morimos, todos somos organismos que dejan de funcionar en algún momento. Pero después está muy claro quién fue en vida esa persona. Tienes esos mausoleos de super ricos y después a los más o menos ricos en las tumbas de tierra, a los pobres en los nichos y los super pobres en las fosas comunes o víctimas de las catástrofes. La frase esa de que la muerte es un gran igualador es un poco mentirosa. Es un gran igualador porque es inevitable, pues por más dinero que vos tengas no vas a sobrevivir a la muerte. Es así. Pero marca la diferencia a la hora de cómo uno elige mostrarse después. En algunos cementerios es muy evidente porque están ordenados con una gran avenida principal donde van a estar todos los ricos con sus mausoleos, y todo lo demás atrás.
Llama la atención todo el arte que podemos encontrar entre estas tumbas. Tus crónicas por estos camposantos desprenden historias de cine, música, esculturas y, por supuesto, literatura, ¿todas las artes están conectadas también con ellos?
Paradójicamente, los cementerios son lugares muy vivos en ese sentido. Uno va a Montparnasse, por ejemplo, y puede ir a visitar a Sartre o Baudelaire y en Highgate, en Londres, están Douglas Adams, Malcolm McLaren, el manager de los Sex Pistols, y también George Michael, aunque uno no lo puede ver porque hay un tour que va por la parte del cementerio más lujosa y deja algunos aparte. Tenía ganas de escaparme a verlo, pero me hubiera ido presa y nunca lo hubiera encontrado. También se dirigen películas, como en el cementerio de Nueva Orleans donde se filmó Easy Rider. Soy periodista cultural y todas estas historias me apasionan. Los cementerios se usan más de lo que uno piensa. En Highgate, por ejemplo, posaron mis dos bandas inglesas favoritas de los 90. Manic Street Preachers tiene una serie de fotos famosas con la tumba de Marx y Suede hizo una entrevista muy conocida entre los fans —una de las primeras que hicieron—, en una parte muy oscura y siniestra que es la avenida egipcia. Ahí también se filmó Drácula. En Buenos Aires pasa lo mismo con la Recoleta. Y después está la portada de Joy Division que es una famosa escultura del cementerio de Génova.
Entre todas esas historias que buscas o que salen a tu encuentro, ¿hay algún fantasma que te haya perseguido después o alguna historia con la que te hayas obsesionado un poco?
No sé si obsesionarme, pero algo que investigué bastante después es sobre una isla que está en el Río de la Plata, a mitad de camino entre Argentina y Uruguay, que se llama la Isla de Martín García, y ahí hay un cementerio. Es un cementerio muy pequeño, porque la isla no tiene demasiada población, y tiene unas cruces como torcidas. Todo el mundo le preguntaba a la guía turística por qué estaban así. Era raro. Ella decía que porque el molde con el que las hicieron era defectuoso. Pero es una respuesta totalmente insólita. Primero porque hay mucha diferencia de tiempo entre unas tumbas y otras. Supongamos que hubo un molde defectuoso, lo cambias, no cuesta nada. La sensación entonces es que marcan algo, porque no son todas, sino algunas. Empecé a investigar después. Había todo tipo de mitos como que marcaban a los suicidas, a vampiros incluso —eso tenía que ver con que en la isla se hizo uno de los primeros experimentos de la región de transfusión de sangre—. En otros casos, dicen que era una secta, pero no satánica, sino medio hippie, donde la gente vivía de manera comunitaria. Ese tipo de cosas. Había libros y un montón de gente fascinada con el tema de estas cruces caídas y qué significaban. Yo no llegué a obsesionarme, pero fue un misterio que nunca resolví. Creo que nadie lo sabe. Esas pequeñas historias de cementerios me apasionan.
De relatos a novelas, escribes además literatura de terror, ¿hasta cuándo se remonta tu fascinación por este género? ¿Cómo empezó?
En mi casa nunca hubo límites sobre qué poder leer. Por supuesto mis padres no me iban a dejar leer pornografía o cosas así, pero en literatura no había una distinción entre lo que era para adultos y para chicos. Si yo quería leer un libro mágico me lo compraban, pero si quería leer un libro para adultos, no había una censura muy grande. Desde muy chica leí a Poe y a Emily Brontë y me empezó a gustar. Notaba cierta adrenalina, cierta emoción que otra literatura no me provocaba. Me divertía como a uno le divierten las películas de terror. Así empezó, con la literatura antes que con el cine. De hecho, con el cine sí me ponían más trabas, no me dejaban ver El exorcista, por ejemplo. Después, casualmente mi tío me regaló en Nochebuena Cementerio de animales, de Stephen King. Yo era muy chica para ese libro y me acuerdo que me puse a leerlo el día de Navidad y hubo un momento en que no lo soporté más. Incluso lo tiré físicamente, como si fuese un insecto. Después lo retomé y lo terminé. Pero esa sensación física no la había sentido nunca con la literatura. Viendo una película me habían dado ganas de llorar o escuchado una canción me había puesto contenta, pero nunca me había pasado algo tan intenso con la literatura. Fue muy revelador, también para escribir. Fue como decir: «Yo no sé si quiero provocar esto, porque es muy espantosa la escena, pero sí me parece fuerte, que la literatura, —que la palabra escrita en un libro que te lleva tiempo leer—, pueda provocar sensaciones tan intensas». Así empezó.
Es curioso cómo algo que nos asusta, que nos repele hasta el punto de querer lanzar el libro, como cuentas, también nos atrae, ¿por qué crees que nos gustan las historias que nos dan miedo?
Es curioso sí, pero siempre ha ocurrido, desde las primeras historias de fantasmas. Es una manera de prepararnos en la ficción para lo que después pasa en la vida: recrear en un ambiente seguro —donde nada va a pasar, donde estamos tranquilos—, todo lo que si pasara de verdad nos daría mucho miedo y nos cambiaría la vida. Yo creo que no sirve. Lo hacemos, pero a la hora de la verdad no sirve. La montaña rusa es otro ejemplo, es una atracción en la que parece que vas al borde de la muerte, pero después se termina y te vas a tomar un helado. Es parecido a eso, ¿no?, como estar lo más cerca posible de una emoción, que si pasara de verdad sería casi insoportable, para conocerla un poco. Como un entrenamiento. Aunque cuando pasa algo horrible de verdad ese entrenamiento no sirve demasiado. Aunque quizás sin ese entrenamiento sería peor enfrentarse a lo que nos da miedo y a los que nos duele y por eso lo hacemos.
En la crónica sobre Savannah, cuentas cómo el éxito de Medianoche en el jardín del bien y del mal hace que tengan que retirar una escultura que había en su cementerio y haces una reflexión, que es también un poco la que ocurre con algunas peregrinaciones turísticas, de cómo el éxito arruina las cosas, ¿lo crees así?
El éxito trae consigo expectativas y miradas. Esa estatua, por ejemplo, era casi un secreto y, de pronto, cuando todo el mundo la quiso ver, ya no la pudo ver nadie más porque es tanta la gente que se vuelve un problema. Que te miren tanto, que estén tanto sobre vos, que haya tanta expectativa cuando se trata de una persona, de cualquier artista que esté mostrando lo que hace, es difícil de manejar. En este caso es una estatua y no recibe esa presión. Pero también pasa con el espacio, a veces arruina un poco la experiencia del lugar.
En Praga, por ejemplo, uno ve esas fotos del antiguo cementerio judío que son entre inquietantes e increíbles, pero cuando uno está ahí se da cuenta de que el que tomó la foto está detrás de una línea con un montón de gente y la experiencia de ir a ese lugar es muy rápida. No aprendes nada, es una experiencia totalmente liviana, como si no tuviera ningún tipo de espesor. Son situaciones muy difíciles de resolver, porque uno podría decir que sería mejor para el aura del lugar y la experiencia de los que van poder ver este sitio con menos gente, pero al mismo tiempo esta es una ciudad que vive del turismo. Es una especie de encrucijada. Pero cuando uno está ahí se da cuenta de que no funciona, de que hay algo que se perdió. Y creo que con el éxito pasa eso, hay algo que se pierde, hay algo que tiene que ver con la posibilidad del espacio y de la persona de mostrarse tal cual es. El éxito te pone una barrera.
Y hablando de esto, Nuestra parte de noche ha recibido el beneplácito de crítica y lectores, y lleva ya al menos siete ediciones en España, ¿cómo vives este éxito?
Creo que le fue muy bien sobre todo teniendo en cuenta el año que pasamos. Pero justamente por la pandemia el «éxito» de la novela me resulta muy lejano. Por un lado tengo mucho contacto con los fans, que me mandan dibujos o fanarts. Hace tiempo yo también escribí fanfictions y hay como un entendimiento con ellos que está buenísimo. Pero al mismo tiempo un lanzamiento o un «éxito» así tiene asociado un montón de cosas —la gente que conoces, los cócteles, los viajes…— que hoy son parte de la vida del escritor y que con este libro yo no tuve. Es una sensación un poco irreal. Esta pandemia es una experiencia tan particular, tan única y tan difícil de procesar en muchos sentidos que creo que me va a provocar algo en la cabeza que todavía no sé qué es, no necesariamente algo malo. Tengo que dejar pasar el tiempo y entender de alguna manera qué significa que a un libro tuyo que tenía todo para que le vaya mal —lo publicas y viene la pandemia— sin embargo, le vaya bien. Qué significa eso y por qué la gente, en este momento, tenía ganas de leer una historia tan oscura. A mí también me pasó. Este último mes en Argentina estamos entrando en la segunda ola de la pandemia y está como muy dura y da mucho miedo, un miedo real quiero decir, como el colapso del sistema sanitario. Y sin embargo por la noche voy y veo una película de terror. ¿Qué estoy haciendo? ¿Cuál es el consuelo que encuentro en eso? No lo sé, no lo sabría analizar. Pero el hecho de que tanta gente haya elegido leer Nuestra parte de noche en este momento tan difícil para todos, una novela que tiene mucha muerte en un momento de mucha muerte, es algo difícil de explicar y pienso que tiene que ver con que la novela plantea y te transporta a un mundo tan diferente que te ayuda mucho a evadirte de la realidad. El género en general, el fantástico, el terror, la ciencia ficción ejercen esa especie de ayuda.
Sin embargo, ¿crees que se valoran lo suficiente estos géneros?
Creo que eso está cambiando un poco. Sí, es cierto que la crítica no lo valora del todo. Incluso yo a veces me sorprendo porque creo que es un prejuicio que pasó, y una y otra vez me lo vuelvo a encontrar. Pensaba que era algo de ciertos académicos que se había pasado. Lo que sí hay es una especie de cambio generacional. Los escritores de mi edad o más jóvenes escribimos con influencias que no son solo de la literatura. Todos vimos La Guerra de las Galaxias, a Spielberg o Twin Peaks, leímos a Stephen King, todos éramos niñitos chiquitos y veíamos el videoclip de Thriller de Michael Jackson —él mismo se convirtió en un monstruo real—. Quiero decir que nos crió el género. Crecimos con él y no pensamos que eso era menor, eso es parte de nuestra educación sentimental y estética.
En otras áreas empieza a pasar también, pero en literatura, que es donde más cuesta, hay toda una generación de escritores que ya no tiene ese prejuicio de forma natural. Hay un cambio de sensibilidad que tiene que ver con la edad y con esta generación que fue criada con estas historias. Mónica Ojeda, por ejemplo, es una escritora que toma mitos andinos que tienen que ver con Ecuador, pero también cosas totalmente contemporáneas. La crítica está fascinada con su lenguaje y su forma muy poética de escribir. La pongo a ella como ejemplo de esa generación que está muy influenciada por la poesía, por la mitología propia de sus lugares, sobre todo América Latina y por las cosas pop. Esto crea una sensibilidad nueva. A lo mejor los escritores nuevos van un poco más adelantados que la crítica pero llega un momento en que la crítica se empieza también a acomodar. Hay un montón de críticos que también tienen nuestra edad, la misma formación y que entienden el género de otra manera.
Hablas de la importancia de la cultura pop en tu formación. En tu literatura están muy presentes también las historias de fantasmas, los mitos, las leyendas… ¿qué peso tienen estas historias en tu escritura?
Trato de no hacerlo como un rescate antropológico. Me gustan en el sentido de que, con mucha frecuencia, forman parte de la vida. La gente tiene ciertas devociones paganas, acá es muy común, y compatible con muchas cosas. Tengo una tía que puede tener su imagen de un santito pagano y después si se siente mal va al psicólogo. Además, me interesa el terror que tiene un origen oral. Las primeras historias de terror son las que la gente se contaba para asustarse, para advertirse. Hay muchos cuentos de hadas que son cuentos de terror. Hansel y Gretel, por ejemplo, no puede serlo más. Una señora que engorda niños para comérselos… Es un horror. Y me interesan también las más contemporáneas, las leyendas urbanas que muchas veces están mezcladas con mitos populares folclóricos. Hay una débil pero muy evidente aparición del horror folclórico sobre todo en el cine, como Midsommar o este tipo de películas. Algo en la tradición popular o folclórica de los países puede ser siniestro. Pero todo lo que sea circulación de historias entre la gente, que no necesariamente vienen de la alta literatura, tipo las creepypastas de internet, son narrativas que me interesan.