Jesús Torres: «El drama moviliza la obra artística»
Nos adentramos en los claroscuros de este inabarcable compositor, con quien hablamos de música y ópera con la esperanza de acabar, menos como Fausto encomendándonos al diablo, y más como Rosina, cumpliendo nuestros sueños
Pocos son los hombres destacados en la historia a los que se les puede colgar el pesado cartel de genios, y Jesús no es uno de ellos. Lejos de él aseveraciones tan categóricas, pero lo que tiene claro todo el panorama de la música contemporánea nacional es que, si Jesús Torres no es un genio, al menos es excepcional. El currículo del hombre que nos recibe en zapatillas a las puertas de su guarida creativa en el Paseo Reina Cristina de Madrid, ensombrecería a algunos de los grandes nombres de la historia: Premios SGAE, Prize, Bucchi, Reina Sofía, e incluso el Premio Nacional de Música, avalan la trayectoria de este compositor que ha dado la vuelta al mundo con su música y conquistado las poltronas de la crítica; igualito que Elton John, pero sin gafas y menos emperifollado.
Este mes exhibe al respetable su última composición, Tránsito, una ópera de cámara adaptada de la obra homónima de Max Aub bajo demanda del Teatro Real de Madrid, y que se estrenará el día 29 en las Naves Matadero, cosa que suena a chiste si tenemos en cuenta que la pieza trata sobre el exilio de la dictadura franquista.
Antes de nada y primero de todo, ¿cómo llegas a la música?
Vengo de una familia de músicos. La música siempre formó parte de mi cotidianidad, tanto que, desde niño, ya me propuse ser músico y, a la edad de 13 años, de forma autodidacta, comencé a hacer mis primeras composiciones. Pero si lo que te refieres es a una obra concreta, ahora mismo, si tengo que pensar en una que me condicionase para dedicarme a la composición te mencionaría La consagración de la primavera, de Stravinsky. Pero tampoco te creas, mañana te podría decir otra, son muchas las que me han traído a donde estoy.
¿Algo que destacar en ese recorrido?
Es cierto que esto es algo de lo que he hablado en pocas ocasiones: mi formación académica no la finalicé porque abandoné el Conservatorio Superior de Madrid antes de terminar los estudios de Composición allí. Lo dejé y me fui dos años a estudiar, como se hacía antiguamente, al estilo de Stravinsky con Rimsky Korsakov, a la casa del que considero mi único maestro, Paco Guerrero, un compositor al que yo admiraba mucho por su creatividad y originalidad en los ochenta. Con veinte años estaba embriagado por un hambre voraz de innovación, de novedad, y el academicismo no me aportaba lo que demandaba, así que tuve la suerte de ser acogido por Guerrero y terminar mi formación con él.
¿Qué opinas de que la mayoría de los mortales empleen el término «música clásica» para definir tu obra?
Es una aberración. Denominarme a mí, que soy un músico contemporáneo, músico «clásico» es absurdo. Un músico clásico, como dice la RAE, es un músico que es digno de imitación y al que la historia lo ha reconocido con un valor suficiente como para que quede inmortalizado en ella. Pero eso es el pasado, y nosotros somos artistas vivos. Al estar inmersos en la modernidad, el grueso de la población escucha música comercial, pop, y para categorizarnos y que nos encuentren en este mundo tan amplio, nos colocan en la música clásica, pero es un error. Peor es cuando se habla de música culta, o música académica, que también me resulta inadecuado porque la academia es un método, y lo engloba todo. No, lo más correcto sería llamarnos compositores contemporáneos o, en su defecto, sinfónicos, que es como nos tiene enmarcados la SGAE.
Aparte de la tuya, ¿qué música te interesa?
(Ríe) La mayoría de la gente escucha músicas populares que se reducen a los últimos años del siglo veinte y lo que llevamos del veintiuno, un marco que es tremendamente limitado. A mí no me interesan especialmente. Con esto no quiero decir que no haya creaciones atractivas, pero si alguien me acusa de reduccionismo, le invitaría a repensar la dilatación temporal, por ejemplo, de la música occidental, de la que a mí me atrae, aquella que va desde el siglo IX, con los comienzos de la notación en el canto gregoriano, hasta la actualidad, o también de las músicas de tradición no occidental: asiáticas, africanas… todo un cosmos sonoro a los que no se suele prestar atención.
Entiendo que bebes de todos los manantiales… Ten cuidado, podrían tildarte de ecléctico, un adjetivo algo maldito.
Hay una frase que me parece de las más bellas con relación a la música. La dijo [Ferruccio] Busoni, un pianista y compositor italiano: «La música nació libre y libre será su destino». Es cierto que suena muy lapidaria, pero me resulta de una profunda belleza. No se puede negar que sobre todo dentro de las vanguardias de posguerra se ha producido un cierto dogmatismo. Ha habido – ¡y sigue habiendo! – mucho talibán en la música contemporánea. A mí se me ha criticado por beber demasiado de la tradición clásica; más allá de que en mis referencias pueda haber estímulos poéticos, pictóricos o de otro tipo, lo esencial es que la ideación sonora tenga un discurso riguroso. En mi música existe un evidente universo diatónico, pero no desde una perspectiva del pasado si no desde un punto de vista renovado y personal.
Hablando de sonido, por mucho que Aub tuviese una lírica narrativa muy bien calzada en sus obras teatrales, ¿cómo te surge ponerle música a una?
Existe una encrucijada constante a la hora de abordar una nueva composición, y esta está en los primeros compases. El arranque en la composición de una obra nace de múltiples estímulos. En concreto, y ya que tenía meditada desde hace mucho tiempo la composición de una ópera, anduve a la caza de textos teatrales entre los que encontré este Tránsito de Max Aub, una obra que me cautivó al instante por su contenido, su potencia, su autenticidad en las ideas y una especie de aura musical que ya la envolvía previamente. Y en cuanto Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real, me encargó en 2019 una ópera de cámara le presenté este proyecto de Tránsito, con una plantilla de dieciocho músicos y cinco cantantes, con el que he podido cumplir, en parte, mis expectativas en este género.
Tránsito aborda, desde las ensoñaciones del personaje principal, Emilio, los complejos debates que surgen en la mente de los exiliados. Más concretamente, en este caso, de los de la guerra civil española y la dictadura franquista. Me tienta decir que, a pesar de todo, estamos ante un tema de actualidad.
Absolutamente. No sólo el tema en cuestión es algo que nos toca a todos los españoles de una forma o de otra, sino que además en este mundo nuestro, un poco apocado tal vez, resulta original porque la guerra civil se ha tratado infinidad de veces en literatura, cine, etc., pero no en la ópera española contemporánea. No sé si por miedo, o por angustia, las generaciones anteriores no han querido tratarlo, y yo me he sentido con la fuerza necesaria como para abrir esa veda. De hecho, uno de los temas principales de la obra es la fortaleza en la fidelidad a las ideas. En un momento de la obra, Emilio y Alfredo, los dos barítonos, cruzan una conversación porque Alfredo quiere volver a España y abandonar el exilio, pero Emilio trata de convencerlo de que no puede traicionar sus ideales. Si hemos llegado hasta aquí, dice, volver sería una derrota, estarían vencidos, dando así razón a esa famosa frase de Franco en su último parte de guerra: «cautivo y desarmado el ejercito rojo». Es, en definitiva, una obra que gira entorno a la dignidad.
Por lo que veo, nos encontramos ante una ópera, hasta cierto punto, arriesgada…
En ella se habla, o se canta mejor dicho, de traición, de fidelidad a las ideas, del abandono o de la culpa. El tema, aunque parezca increíble, todavía parece abrir algunas heridas, pero yo sentí que debía tratarlo. También como homenaje a mi padre, de quien aprendí casi todo sobre los años de la guerra y posguerra –que él vivió y padeció en su niñez– y que murió poco después de terminar yo la ópera el año pasado. Está dedicada a su memoria. Es arriesgada tanto por la naturaleza de su texto y la complejidad de su música, como por la abrumadora intensidad con la que yo he vivido componerla por todo lo que implica; la memoria de mi padre, la potencia del texto y la responsabilidad del tema. Está claro que el drama moviliza la obra artística, también la felicidad, pero sobre todo el dolor, y al leer Tránsito se me removieron las entrañas lo suficiente como para saber que tenía posibilidades, que había algo necesario.
¿Se auguran chapoteos y tornados de aplausos el día 29?
Este es un mundo pequeño. Es una ingenuidad pensar que la música contemporánea vaya a estar jamás masificada, pero lo importante es que, a pesar de que sea reducido, se trata de un público fiel y comprometido con lo que escucha. Yo soy un creador que tiene la suerte de que hay un público, pequeño es verdad, al que le interesa lo que hago. Soy consciente de que la audiencia es reducida –no nos engañemos, es la realidad– pero para mí lo imprescindible es poder dedicarme a la escritura con absoluta libertad y gracias a ese público, por muy reducido que sea, puedo hacerlo.
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Terminamos la entrevista, pero antes de apagar la grabadora, Jesús no se olvida de alabar al equipo que lo acompaña en esta aventura. Desde todo el «estupendo» reparto, pasando por la versatilidad del director musical, Jordi Francés, de la inteligencia del director de escena, Eduardo Vasco, hasta el figurinista Lorenzo Caprile, de quien destaca su capacidad para crear un vestuario sobrio, pero intenso, en lo que sería una metáfora visual en toda regla.
Dinamitamos la palabrería con el ofrecimiento de Jesús a tomar una cremita de verduras. Resulta extraño, sorbe las cucharadas sonoramente, con ritmo, y uno piensa, observándole alzar el cubierto al compás, que este hombre nunca puede dejar de componer música.