María Folguera: «El arte es libre en casa, sobre el escritorio»
María Folguera publica ‘Hermana. (Placer)’ y aprovechamos para charlar sobre placer y culpa; sobre arte y arrogancia intelectual (entre otras muchas cosas)
María Folguera (Madrid, 1984) necesitaba asegurarse de que la vida de ‘sus’ escritoras no se había limitado al sufrimiento, de que también hicieron un hueco a ‘lo bueno’. «No lo bueno como tributo a una comunidad, no el sacrificio, eso ya me lo sé: lo bueno como aquello que relaja o ilumina profundamente». De modo que buceó entre el testimonio que dejaron, atenta a confesiones sutiles, y encontró mucha culpa, mucho sacrificio y algún que otro placer.
Hermana. (Placer), la novela que ha publicado de la mano de Alianza Editorial, es el resultado de esa búsqueda. Es una historia de amistad en el presente que se entrelaza con las vidas de escritoras españolas –Elena Fortún, Rosa Chacel, Ana María Matute, Carmen Laforet o Martín Gaite–. Es, sobre todo, un hilo conductor entre las mujeres que fueron y las mujeres que somos.
¿Hemos pasado de mártires a mártires feministas?
[Risas]. A ver, hay progreso gracias a ese trabajo de décadas que ha ido haciendo una siembra muy lenta. Nos gustaría ir más rápido, tenemos la vista puesta en el horizonte, pero los pasos son cortos. Si nos comparamos con la experiencia de Elena Fortún, su vida íntima y la relación con el placer, ha habido un progreso, claro; pero la culpa sigue estando ahí, muy hondo, porque nos hemos criado en nuestra cultura, con nuestras abuelas y nuestras madres.
Yo, como madre, le cuento Caperucita Roja o Cenicienta a mi hija, pero necesito aclararle ciertas cosas que a mí me han afectado más de lo que me gustaría. Es muy importante el bagaje, de dónde venimos, y por eso también me gusta esa interlocución que permite la ficción. El poder investigar los secretos de las escritoras del pasado me hace pensar cuáles son esos secretos que me han acompañado a mí en mi infancia, en mi educación, esos tabúes que tenemos una vida para contestarles, pero es una tarea ardua.
Lo que me parece interesante del pasado es que nos puede enseñar algo acerca de lo cíclico. No es un proceso lineal y nada está garantizado por sí solo. Como esas autoras de los años 30 que vivieron una modernidad en Madrid y que, una década después, se encontraron con otro tipo de vida totalmente contraria y veían esas libertades pasadas con culpabilidad, como María Lejárraga. O Carmen Martín Gaite, más tarde, que describía pequeños placeres y tenía que justificarse, decir que fue un rato egoísta, flagerlarse.
Martín Gaite, cuando habla de ese «vicio de la tertulia»…
Desde mi punto de vista, ¡cómo no va a ser una aficionada a la tertulia alguien que tiene esa curiosidad tremenda! Alguien incansable en sus investigaciones, cómo no va a disfrutar de una buena tertulia. Pero ella lo cuenta como una especie de pérdida de tiempo. Elegía lamentarse y vivirlo con culpabilidad.
Yendo en contra de su naturaleza.
Sí. Yo creo que por eso creo que le convenció tanto cuando descubrió a Teresa de Jesús, que es la gran escritora de las contradicciones . Habla mucho de soledad, la anhela, pero es una gran mujer de acción y de vida social y política. Esa contradicción me parece maravillosa y su escritura es capaz de abrazar esa paradoja. Creo que por eso a Martín Gaite le gustó redescubrir a Teresa de Jesús y darse cuenta de que se puede anhelar dos cosas aparentemente opuestas a la vez.
Esa «interlocución» entre mujeres que tanto protagonismo tiene en tu novela, en la vida y, (últimamente) en la literatura, desde Elena Ferrante, ¿qué nos da?
Yo también tengo la sensación de que fue a partir de Elena Ferrante que apareció la posibilidad de que fuera el gran tema. Esa relación de amistad es imprescindible para construir cualquier cosa –un libro, un buen rato, una vida–. Creo que sin amigos no es posible una vida de calidad; personas que te cuidan, que se alegran por ti, pero también saben guardar una distancia.
Esa interlocución, en el libro, se expresa por cómo se dan valor la una a la otra para adentrarse en la composición o en la escritura, respectivamente. A veces han sido críticas, pero se han escuchado y se han animado mutuamente. Venimos de una tradición en la que se nos hablaba de rivalidad o de soledad. Mis grandes referentes de escritoras me eran presentadas en soledad y eso me hizo perder tiempo, hasta que entendí que tener una interlocución era lo único que me podría ayudar a seguir adelante. Si no, te pierdes, pierdes la perspectiva. Amigo es aquel que te vuelve a colocar en la perspectiva adecuada.
¿Coincides con eso que defiende Martín Gaite de la necesidad de «refrescar» de vez en cuando las amistades?
Sí. No se trata de ir a visitar a Pepita, que fue tu amiga hace diez años y ya no tenéis nada en común. Ella dice que hay que compartir esos placeres, sea ir a comer, ir a pasear, o compartir lecturas, yo qué sé.
Yo eso lo he aprendido con los años, porque yo también venía de una concepción muy clásica de la amistad. La amiga que inspira el personaje de ‘la amiga’ en el libro me ayudó a entenderlo en la vida real: cómo a veces puedes distanciarte una etapa larga, incluso, y no es un agravio. En nuestra cultura de género, no sabemos muy bien cómo romper entre amigas, cómo dejar ir, nos sentimos culpables.
He ahí la culpa otra vez, y el apego al apego. ¿Cuáles son los grandes tabúes del momento, desde tu perspectiva?
Están las redes sociales, que son un escaparate permanente de autoedición y de exposición. Casi todos en redes sociales priorizamos una faceta laboral y agradable estéticamente y una Enciclopedia de los buenos ratos sobre escritoras actuales tendría que empezar a investigar desde ahí.
Hoy en día tenemos una gestión muy distinta del placer. Aparentemente, nos relacionamos a diario e incluso hacemos gala de él, pero sería cuestión de ver qué placeres ocultamos, qué tabúes hay ahí. Y aquí entra también el prestigio, que me parece muy interesante. Hay placeres que no compartimos porque parece que puede restar credibilidad. Por ejemplo, el episodio del reencuentro de Friends, que lo vi el otro día, no lo comento en redes. Decides qué mostrar y qué no. Sería interesante trabajar por ahí, por eso que llamarían guilty pleasures; esos que mostramos envueltos en ironía para que siga pareciendo que somos inteligentes.
«Yo, como madre, le cuento Caperucita Roja o Cenicienta a mi hija, pero necesito aclararle ciertas cosas que a mí me han afectado más de lo que me gustaría. Es muy importante el bagaje, de dónde venimos, y por eso también me gusta esa interlocución que permite la ficción».
Esa arrogancia intelectual, que parte más de nosotros mismos que de los demás. Leí que hace no tanto te avergonzaba decir quiénes eran tus referentes.
Es una pregunta muy recurrente y cuando contestamos a eso estamos decidiendo qué imagen queremos dar. Es más fácil atreverse a apoyar a las escritoras infantiles cuando ya las has visto en las mesas de novedades de librerías, bien editadas y bien defendidas en la prensa. Ahí te vas animando a salir del armario, de modo que los armarios siguen existiendo, por supuesto.
¿Te has reconciliado un poco con esa tú de hace unos años al elegir a estas escritoras para la novela?
No, yo no diría que es una reconciliación porque nunca me he enfadado o peleado con esos momentos ‘armarizados’, que, además, siguen existiendo. Yo no digo que estoy liberada de la presión del prestigio o del reconocimiento de los demás. No hay escritura sin interlocución y esa interlocución tiene que darse en un marco de confianza, que tiene que ganarse. Para ello, a veces tienes que ser estratega y pasar por esos lugares sociales que pueden ser la misma edición, un librillo de comunicación o una librería en concreto. La literatura es social. Está escrita en la intimidad, pero va a tener que recorrer muchos cauces sociales. Yo sigo estando sometida a todo eso.
¿Seguimos atrapados en esa idea de que la seriedad es requisito para la legitimidad?
Sí, yo creo que sí. Necesitamos el prestigio, la confirmación de que somos inteligentes; siento que ahí hay un miedo al niño, una necesidad de distanciarse del juego o de acotarlo con unas normas concretas para no correr ese peligro de vulnerabilidad, de apertura, de esa incertidumbre con la que los niños afrontan el día a día.
Todo esto se ve, por ejemplo, en las series. Hay un canon de prestigio muy reconocible. Tienen que tratar determinados temas e incluir dosis justas de melodrama o de política para que nos reconforte esa sensación de que somos adultos y estamos consumiendo cosas importantes.
Es paradójico porque, al mismo tiempo, se da el fenómeno contrario: el anti-intelectualismo.
Es verdad que tiramos mucho hacia lo simple –de ahí el anti-intelectualismo–. Hay una necesidad de que todo se explique rápido, que sea fácil y asimilable. Yo creo que los niños y las niñas se relacionan con lo complejo y eso me interesa. En mi opinión, la gran literatura para niños es compleja y tiene doble fondo. Así que son cosas distintas: lo complejo vs. lo simple y lo infantil vs. lo adulto.
El arte puede hacer avanzar a la sociedad, pero, ¿hay algún riesgo en que tenga que hacerlo?
Creo que el arte no hace avanzar a la sociedad solo. Es una especie de cinta que se entrelaza con el día a día en la calle, en un centro de salud o en un despacho. Lo que sí creo es que el arte ofrece un espejo que se puede convertir en un túnel y te puedes adentrar por ahí, ofrece ese consuelo, ofrece esa reparación. Ayuda a mejorar las cosas, pero no trae la solución.
Es lo que hablábamos antes: el arte está sometido a cauces de poder, y, si no, no podríamos acceder a él. Lo que vamos a poder leer es lo que los cauces habrán permitido. En el caso de las instituciones culturales públicas, forman parte de la estructura de poder, de manera que ya tienen un filtro en sí mismas. El arte es libre en casa, sobre el escritorio. Una vez sale al ágora, es una condición ciudadana más, y como tal está sometido al cauce del control. Eso no quiere decir que no se puedan producir cambios, claro.
¿Crees que es más fácil que una mujer lea un libro escrito por un hombre que al contrario?
Existe aún ese encasillamiento de las cosas escritas para mujeres mientras que las películas sobre mafiosos o los thrillers –que están llenas de lugares comunes– son sobre la condición humana, nadie diría que tratan sobre la masculinidad. Sin embargo, a mí me interesa mucho ponerme esas gafas y analizar esa forma de masculinidad. Ojalá esto pueda ir cambiando, todavía seguimos ahí. De hecho, creo que es el propio título en el caso de mi libro lo que va a dirigir bastante quién lo va a leer.