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Tatiana Țîbuleac: «Incluso la historia más corta sabe cómo hacer justicia»

Conocida por ‘El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes’ y por su reciente novela ‘El jardín de vidrio’, la escritora moldava participará hoy en el festival Kosmopolis junto a la autora de origen yugoslavo, Lana Bastašić. Ambas conversarán sobre el lenguaje, la literatura y sus turbulencias

Tatiana Țîbuleac: «Incluso la historia más corta sabe cómo hacer justicia»

Cedida por la editorial

Cuenta Tatiana Țîbuleac (Chisináu, 1978) que cuando se trasladó de su ciudad natal a París en 2008, se llevó con ella algunos de sus libros de relatos más preciados. «En mi casa los llaman ‘los libros de mamá’ –escribe en una nota a la edición en español de su novela El jardín de vidrio–. No porque sean míos, sino porque soy la única de la familia que puede leerlos», afirma. Nacida en la capital moldava hace más de cuarenta años, cuando el país aún formaba parte de la Unión Soviética, la escritora tuvo que aprender a explicarse al mundo entre el ruso oficial impuesto, el rumano que se hablaba en su casa y el moldavo. «La lengua en que fueron escritos se ha perdido –continúa–. ‘Y ni siquiera debería haber existido’, les digo a mis hijos siempre, luego me callo y no añado nada más. Una lengua, como un invierno, no puede ser explicada». 

Convertida en todo un fenómeno literario en Rumanía, Țîbuleac se dio a conocer en 2016 cuando publicó su primera novela, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (Impedimenta), una poética reflexión sobre la complejidad de las relaciones maternofamiliares que cautivó a crítica y público. En su nueva novela, El jardín de vidrio (Impedimenta/Les hores), por la que obtuvo el Premio de Literatura de la Unión Europea, la escritora moldava explora ahora, con el mismo estilo depurado y extremadamente lírico, aquel enredo de idiomas y sentimientos. Hoy compartirá escenario por primera vez en el festival Kosmopolis junto a la autora de origen yugoslavo y de cultura serbia, Lana Bastašić, con la que conversará, como no podía ser de otra forma, sobre turbulencias y literatura, el idioma materno y su relación con sus respectivas lenguas literarias. 

«Solo cuando llegué a Rumanía descubrí que todo aquello vivía solo en mi cabeza –narra su protagonista en El jardín de vidrio–. Que ninguna de mis queridas frutas tenía un hueco en la lengua rumana. (…). Tuve que aprenderlas todas de nuevo, pero no volvió a ser lo mismo. (…). Ahora ni siquiera me gusta la fruta, no llego a comer tres al año. Pero cuando estoy sola y siento nostalgia de aquellos años en el barrio del Botánico, del patio que me crio, las nombro como en mi verano». 

Tatiana Țîbuleac: «Incluso la historia más corta sabe cómo hacer justicia»
Imagen vía Editorial Impedimenta.

Uno de los temas que abordará junto a Lana Bastašić, tiene que ver con la relación que mantienen con sus lenguas maternas. En su nueva novela reflexiona sobre hasta qué punto el idioma nos constituye, ¿opina que el idioma nos da identidad? 

Las personas se relacionan de manera diferente con el idioma que hablan. Mientras que para algunos el lenguaje es solo un medio de comunicación, para otros es una bandera o incluso un motivo de guerra. He conocido a personas que han vivido toda su vida añorando el idioma que les fue quitado o prohibido. Mi padre es un hombre así. Pero también conozco bastante gente que salta de un idioma a otro, como en charcos de primavera, sin apreciar ni poner ninguno por encima de otro. Cuando me mudé a Francia no hablé rumano durante muchos años, y me di cuenta de que extrañaba mi idioma. No pensé nunca que pudiera llegar a experimentar un sentimiento así, pero lo hice. Entonces empecé a escribir en rumano con la extraña sensación de visitar una casa olvidada hace mucho tiempo.

Un idioma por amor

Es curioso porque al referirse a sus sentimientos por aquel primer idioma, habla de culpa, venganza, curiosidad y cierta nostalgia, ¿cómo lo vivió?

Mi primer idioma siempre será el rumano, el idioma de mis padres, el idioma de mi familia. Incluso aunque durante muchos años se cambió su nombre –al moldavo, que en realidad es un idioma falso–, se prohibió su alfabeto y aprendimos a escribir las mismas palabras con otras letras; incluso a pesar de eso, el rumano sigue siendo mi primer idioma. Mis sentimientos encontrados son por el ruso, un idioma que nos impuso el régimen soviético, pero un idioma que logré amar de niña. Cuando crecí fue difícil para mí odiarlo, por la simple razón de que conocía sus cuentos de hadas y sus canciones. La mitad de mis recuerdos estaban en ruso. Y fue de estos sentimientos enredados de donde surgió El jardín de vidrio.

¿Sigue traduciendo todo a aquel primer idioma?

Sí, a veces. El problema es que al vivir en un país extranjero y comunicarme con mis hijos en un idioma extranjero –inglés–, a menudo me olvido de algunas cosas. El lenguaje es un organismo vivo, siempre necesita práctica. En nuestra casa los idiomas se mezclan, se complementan, no tenemos piedad con ellos. Al contrario, animo a los niños a experimentar, a jugar con palabras. Lastochka dice en el libro que un idioma también se aprende por amor, no solo por miedo. Espero que al menos mis hijos lo sientan así.

Además, está la cuestión de la identidad. ¿Cuánto de lo que nos constituye es de nuestra elección y cuánto de sangre, como se plantea su protagonista?

Analizar quiénes somos, reflexionar sobre nuestra identidad, es útil de vez en cuando. En el caso de los migrantes, esto es algo que de alguna manera ocurre automáticamente. Desde que nacieron mis hijos, yo misma también me planteo quién soy, qué les transmito, qué partes de mí transfiero y cuáles definitivamente entierro en mi generación. Probablemente podamos borrar algunos de los errores que cometimos, pero al hacerlo, podemos descubrir que también borramos algunas otras partes de nosotros.

Tatiana Țîbuleac: «Incluso la historia más corta sabe cómo hacer justicia» 2
Imagen vía Editorial Les Hores.

Hija única de un periodista y de la correctora de un periódico, Țîbuleac trabajó durante un tiempo como traductora, correctora y reportera de asuntos sociales. Quizás marcada por aquella experiencia, en El jardín de vidrio rescata a una niña del orfanato, Lastochka, que es adoptada por la anciana Tamara Pavlovna. Sin embargo, lo que en un principio parece un gesto de amor, esconde una realidad más perversa y utilitarista, su «madre» adoptiva la ha comprado para que le ayude a recoger botellas por las calles de la ciudad. A partir de esta historia, la escritora recrea el relato de su país y de su generación y trata de responder a la pregunta de quién es y de dónde viene. Es también, concede, «un intento tímido de escribir sobre el amor y la ternura» presentes en las situaciones más trágicas y desfavorecidas.

Historias para sobrevivir

El jardín de vidrio habla de las miserias humanas, de los bajos fondos de la sociedad, pero sin perder su lado lírico, cruelmente hermoso, ¿hay belleza en ese tipo de realidades?

La belleza está en todo, incluso en el sufrimiento o quizás especialmente en el sufrimiento. Cuando era pequeña, mi abuela solía contarme historias sobre el invierno. Muchas de ellas ocurrían en los duros inviernos de Siberia que para mí eran hermosos, el hogar de la Reina de las Nieves. Cuando crecí descubrí que, de hecho, mi abuela fue deportada a Siberia para morir. ¿Cómo pudo contarme historias tan hermosas sobre un lugar tan doloroso? No lo sé.

Ha comentado que tardó en escribir su anterior novela apenas dos meses, ¿cuánto tiempo le llevó esta? ¿Cómo se enfrentó a su escritura y qué le resultó más complicado?

El jardín de vidrio fue más fácil y más difícil de escribir. Creo que siempre llevé este libro en mí, pero necesitaba escribir primero El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes para poder escribir esta otra. Ahora siento que agoté toda mi nostalgia por esa región. Quiero huir de eso.

Escribe que hay en el mundo gente que, si no cuenta cosas, no puede vivir, ¿usted que se dedica a contar historias, cree que podría?

Crecí con historias a mi alrededor, como algunas personas que crecen en un bosque. En mi infancia, a las personas les resultaba difícil decir las cosas por su nombre, pedir algo directamente, hablar de sus necesidades. Entonces inventaron historias. Una historia, incluso la más corta, sabe cómo hacer justicia.

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