Donald Trump contra el planeta
Donald Trump es el presidente heterodoxo que defrauda a sus rivales: el magnate comete la extravagancia de cumplir cada una de sus promesas. Con la elección de Scott Pruitt, el magnate no enseñó su mano sino la baraja entera: escoger a Pruitt para dirigir la Agencia para la Protección del Medio Ambiente es escoger al lobo feroz para cuidar de Caperucita.
El presidente Johnny Gentle dio una orden clara y sin interpretaciones a todos sus funcionarios: las calles de América deben ser limpias porque en América los gérmenes no son bienvenidos. Gentle es un personaje real pero ficcionado por David Foster Wallace en La broma infinita y guarda una larga serie de atributos comunes con el presidente de piel rojiza, Donald J. Trump, enamorado de sí mismo y rehén de sus complejos, quien confesó sin tapujos y ante las cámaras que padece una fobia incontenible hacia las bacterias: un infierno en sí mismo para quien vive estrechando manos. Con Gentle comparte una fama construida en platós y escenarios, un carisma de hombre de fortuna que besa a las damas en los mercados y crea complicidad en el americano medio: yo soy quien tú querrías ser. Y si bien los dos viven aislados del polvo y los gérmenes, la sátira está servida, no les importa que la basura y los desechos se amontonen en el campo ajeno: para la historia –literaria– queda la Gran Concavidad, aquel vertedero del que nacieron leyendas y que Gentle terminó por entregar a la siempre complaciente Canadá.
Pero abandonando la ficción y sumergiéndonos en la realidad, tan decepcionante, encontramos que Trump es un quiste molar para el planeta: su escepticismo y arrogancia respecto al cambio climático pone en peligro el futuro del Acuerdo de París, el pacto históricamente más ambicioso en la lucha contra el calentamiento global. Lo firmaron 195 países –incluyendo Estados Unidos, China e India, los principales emisores de gases de efecto invernadero: todo un logro– y trata de limitar el aumento de la temperatura de la Tierra a 1,5 ó 2 grados centígrados de aquí a final de siglo –una locura irremediable, algo mejor que nada–.
Un acuerdo extraordinario salvo por la letra pequeña en el contrato: si el señor Trump decidiera archivar la transición hacia las energías renovables y descartar así toda posibilidad de recortar el ritmo actual de emisiones de dióxido de carbono, metano, etcétera, no tendría por qué abandonar el pacto –una actitud poco decorosa, a todas luces impopular–, le bastaría con incumplirlo: el Acuerdo no contempla sanciones.
[El incumplimiento sería posible, por ejemplo, mirando hacia otro lado mientras sus empresas sobrepasan todos los límites de emisiones establecidos en Francia. O recortando la financiación de proyectos de apoyo a las energías limpias en países tan contaminantes como India, altamente dependiente del carbón, que no cuentan con medios propios para renovar un sector energético que debe abastecer a una industria cada vez más grande].
Así que Trump buscó un hombre dispuesto a ensuciarse las manos.
Caballo de Troya
Donald Trump es el presidente heterodoxo que defrauda a sus rivales: el magnate comete la extravagancia de cumplir cada una de sus promesas. Con la elección de Scott Pruitt, Trump no enseñó su mano sino la baraja: escoger a Pruitt para dirigir la Agencia para la Protección del Medio Ambiente es escoger al lobo feroz para cuidar de Caperucita.
Antes de regresar a la serenidad de una vida despreocupada, Obama dejó en herencia un programa llamado Clean Power Plan (Plan de Energías Limpias, en castellano), un rayo de luz en un país juzgado por su indiferencia. Se trata de un conjunto de medidas que persigue combatir el calentamiento global mediante la financiación de proyectos que impulsan el desarrollo de energías renovables en detrimento de las energías fósiles. Un planteamiento que lamentaron angustiosamente los sectores afectados, como el de Pruitt y sus amigos de Oklahoma, señores del petróleo, que apretaron los puños e iniciaron batallas judiciales –cuatro– que terminaron por fracasar en cada uno de sus intentos. Tuvieron que esperar meses, años, hasta encontrar un modo de hacerse valer: fue entonces cuando comenzaron a esculpir y dar forma a su caballo de Troya, que con el tiempo fue cobrando la silueta del senador Scott Pruitt.
Tuvieron que esperar meses, años, para esculpir y dar forma a su caballo de Troya, que con el tiempo fue cobrando la silueta de Scott Pruitt.
El pasado martes –7 de febrero de 2017– Donald Trump, en una reunión con empresarios del sector del automóvil, manifestó que “el ecologismo está fuera de control”–aludiendo a un ecologismo desbocado más que a un ecologismo fuera de su radio de influencia–.
Horas después del encuentro, el presidente firmó dos órdenes ejecutivas para reanudar dos proyectos controvertidos que Obama detuvo en su momento y que la justicia podría congelar nuevamente. El primero de ellos, el Dakota Access, pretende abrir un conducto que traslade petróleo desde los yacimientos de Dakota hasta la (casi) vecina Illinois –atravesando el río Misuri y varias hectáreas veneradas por los sioux, que alargaron los dientes y se rebelaron con fervor contra la medida del hombre blanco; hoy en día siguen en pie de guerra, literalmente–.
Los sioux, que con mucho esfuerzo y tras años de disputa sobre el terreno y en los tribunales consiguieron la paralización de las obras, tuvieron un éxito inesperado por la imprudencia del propietario del suelo, el Cuerpo de Ingenieros del Ejército, quien autorizó la construcción del Dakota Access sin atender a las leyes federales de protección histórica.
El segundo, el Keystone XL, es un mastodonte de casi 2.800 kilómetros –como de Madrid a Varsovia– que conduciría petróleo de Alberta, Canadá, al golfo de México a un ritmo de 830.000 contaminantes barriles diarios. Los ecologistas, que se llevaron las manos a la cabeza, trataron de impedir la continuación de las obras y finalmente lo lograron: el conducto está a medio hacer y solo ha cubierto el 30% del recorrido previsto.
Escribió DFW que Johnny Gentle –ficción– fue el primer presidente en dar su discurso de investidura tomando el micrófono por el cable. Donald Trump, producto –real– del show business, ha demostrado ser un riesgo: ignorando todas las conclusiones científicas sobre el calentamiento global, anulando toda transición hacia las energías limpias, apostando, “como en los viejos tiempos”, por el carbón y el petróleo. Y sin embargo hay motivos para la esperanza: las posturas ecologistas crecen con fuerza en Estados Unidos y China se ha propuesto liderar la revolución energética internacional.
Aunque seguimos hablando de Trump.