Una nueva vida para las mujeres de las FARC
Bajo una lona de camuflaje, Manuela Cañaveral presenta un programa de la radio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Pero antes de que ella hable, se escucha una canción: «Soy feliz con lo que soy/ soy feliz con lo que siento/ A mí me pueden matar/ pero no a mis sentimientos». Cuando la melodía cesa, Manuela saluda a sus oyentes: «Somos la voz del pueblo y para el pueblo». La canción es un homenaje revolucionario a «todas las madres de Colombia».
Bajo una lona de camuflaje, Manuela Cañaveral presenta un programa de la radio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Pero antes de que ella hable, se escucha una canción: «Soy feliz con lo que soy/ soy feliz con lo que siento/ A mí me pueden matar/ pero no a mis sentimientos». Cuando la melodía cesa, Manuela saluda a sus oyentes: «Somos la voz del pueblo y para el pueblo». La canción es un homenaje revolucionario a «todas las madres de Colombia».
La noche envuelve poco a poco el campamento del Bloque Martín Caballero, cerca de San José de Oriente. Desde hace un mes, unos 200 rebeldes viven allí, en una de las 26 zonas donde se desarmará esta guerrilla, ubicada a 30 minutos de Valledupar, en el árido noreste del país.
Manuela Cañaveral se encarga de la emisión durante cinco horas seguidas, posada sobre una mesa de plástico y tomando el micrófono con la mano. «Nos llama gente de todo el valle para hablar con nosotros», cuenta a la agencia AFP Manuela, que a sus 22 años ha servido en las filas de las FARC desde los 16. La muchacha guerrillera nació en Medellín y desde bien joven se involucró en las manifestaciones estudiantiles, indignada porque «no había dinero en casa para ir a estudiar» y porque «había niños viviendo en las calles».
Su compromiso e implicación en campañas contra el Gobierno le trajo problemas tanto a ella como a su madre, que como militante sindical permaneció detenida durante ocho meses. Alistarse en las FARC fue una forma de garantizar la seguridad propia y la de su familia. No es la única.
Erica Galindo, de 39 años, pasó 24 en las FARC. «¡Toda una vida!», exclama esta indígena kankuama. En su cuarto de siglo en la organización, dice haber vivido momentos muy duros, como «cuando uno pierde compañeros en combate». En este tiempo ha aprovechado para formarse como enfermera y ahora confiesa estar a la espera de «validar» sus conocimientos y continuar trabajando como sanitaria. «Mi sueño es trabajar con los más humildes, poderles brindar ese calor humano, cariño y curar a la gente», asegura a la periodista Florence Panoussian.
Manuela quiere salir adelante tras tantos años de guerra, quiere estudiar y perseguir sus ambiciones personales: «Quiero validar el bachillerato, estudiar Filosofía, Comunicación Social, también Pedagogía», dice, confiada. «Me gustaría estudiar en Cuba, porque hay muchas posibilidades y porque allá tengo una identidad política».
Al otro lado del campamento, cerca de las lonas verdes que funcionan como carpas, una veintena de rebeldes bailan al ritmo de la cumbia. «Enemigo a la derecha», y saltan hacia ese lado. «Enemigo a la izquierda», y saltan hacia el otro. «Fusil en alto, dobla las rodillas». A la cabeza del grupo está Adriana Cabarrus, de 38 años, 18 de ellos como guerrillera, quien se balancea con gracia pese a sus botas pesadas: «Me gustaría vivir en una patria libre, en un país donde haya justicia social. Quizás me quedo aquí, en esta zona que se convertirá en un nuevo pueblo». Y mientras habla termina la transmisión de Manuela, que, llevada por la música, se une a los bailarines, esta vez sin miedo a un combate inminente.