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Ruanda, cien días de genocidio

Los tutsis presagiaron que algo horrible ocurriría después de la noche del 6 de abril de 1994. A las 20:15h de aquel día, el avión del hutu Juvénal Habyariamana fue derribado cuando se dirigía al aeropuerto de Kigali, capital de Ruanda.

Ruanda, cien días de genocidio

Los tutsis presagiaron que algo horrible ocurriría después de la noche del 6 de abril de 1994. A las 20:15h de aquel día, el avión del hutu Juvénal Habyariamana fue derribado cuando se dirigía al aeropuerto de Kigali, capital de Ruanda. Habyariamana era el presidente del país, y todo hacía sospechar que el ataque había sido orquestado por los tutsis, aunque una investigación en Francia ha señalado a los hutus como responsables. Los siguientes cien días se recuerdan como unos de los más sangrientos de la historia reciente. En poco más de tres meses fueron asesinadas al menos 800.000 personas en Ruanda, el 10% de sus habitantes, a cinco muertes por minuto. Solo una tercera parte de esos cuerpos pudo ser identificada.

La historia del enfrentamiento entre hutus y tutsis comienza muchos años antes. Pese a que entre ellos han tratado de remarcar los atributos étnicos que les separan, la única realidad es que la diferenciación procede más bien de la clase social a la que pertenecen. Antes de la guerra, los tutsis representaban el 14% de la población y, sin embargo, tenían el control económico del país. Eran ganaderos y su voluntad se imponía sobre la mayoría hutu, el 85% de la población más humilde, mayoritariamente campesina. Ambos estratos habían convivido en una paz relativa durante siglos, pero fue con la llegada de los europeos cuando se tensaron las relaciones. En 1921, Bélgica convierte Ruanda en su colonia y, 12 años más tarde, con el apoyo de la élite tutsi, el reino decide incluir en los documentos de identidad de los ruandeses la distinción étnica; a partir de entonces se reconocería a los ciudadanos como hutus, tutsis o twas, una tribu que representaba el 1% restante, pero que fue la primera en poblar las tierras de Ruanda, mucho antes de que los otros llegaran.

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El difunto presidente de Ruanda, Juvenal Habyarimana, en una rueda de prensa posterior a su reunión con su homólogo francés, Francois Mitterrand, en octubre de 1990. | Foto: Michael Lipchitz/AP Photo

 

La tensión, desde ese instante, comenzó a dispararse. Los hutus se sabían superiores en número y a la vez oprimidos, y decidieron organizarse para revertir la situación. En agosto y septiembre de 1959 se crearon los primeros partidos políticos y en noviembre esa tensión se transformó en violencia; los hutus provocaron graves revueltas y fueron asesinados miles de tutsis en todo el país. Otros miles escaparon a países vecinos, de los cuales 200.000 escogieron la anglófila Uganda. Primero con las armas y después en las urnas, el poder hutu se hizo con el control del país y declaró la independencia. Corría el año 1962. Se estableció un modelo de persecución sistemática de la etnia tutsi, que al mismo tiempo realizaba ataques constantes en poblados hutus fronterizos con Uganda. En 1973, el general Habyarimana perpetró con éxito un golpe de Estado y gobernó el país hasta su asesinato.

 

Una masacre ignorada

La radio del gobierno, llamada Radio Televisión Libre de las Mil Colinas, era la principal herramienta de propaganda, la gran agitadora. Las provocaciones contra los tutsi se emitían día y noche e invitaban a la mayoría hutu a “acudir al trabajo”, haciendo clara referencia a empuñar machetes y granadas para acabar con la presencia tutsi en el país. Fueron las semanas más oscuras de Ruanda. Los Interahamwe, el grupo paramilitar más importante de los hutus, tomaron las ciudades de todo el país y recibieron la carta blanca del gobierno para iniciar la purga.

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Un equipo de voluntarios, enterrando cuerpos en una fosa común. | Foto: Corinne Dufka/Reuters

 

“La sensación es que un país se vuelve loco por cuestiones profundamente enterradas en el subconsciente”, dice Teresa González, cooperadora de Médicos del Mundo, que trabajó con refugiados ruandeses en Goma, Congo, en 1994. “Había gente que hasta entonces no se había sentido hutu o tutsi y que de pronto comenzó a hacerlo. Sucedió algo similar en Bosnia con muchos musulmanes. Te da la sensación de que estas personas renuncian a su identidad individual para incorporarse a una masa que no piensa y que solamente desata y recibe violencia”.

Los milicianos tenían nombres, direcciones y censos de los tutsis; habían heredado de los belgas estos datos. Hacían controles de carretera, buscaban de puerta en puerta. Mataban a los hombres y mujeres a machetazos, aunque a las últimas preferían violarlas antes. Los quemaban con crueldad, eran capaces de hacer cumplir torturas innombrables. Era difícil imaginar una salida para los perseguidos, estaban acorralados. Los cálculos estiman que 1,7 millones de hutus participaron en la ejecución del genocidio.

 

El general Dallaire estimó que con 5.000 soldados bastaba para interrumpir la masacre, pero la ONU desestimó su propuesta

 

“La comunidad internacional le dio la espalda a todos los ruandeses que murieron”, dice Mila Font, que trabajó en 1994 con Médicos Sin Fronteras en el campo de refugiados de Benako, Tanzania, donde llegaron a cohabitar 250.000 personas.

Era abril de 1994 y el gobierno de Estados Unidos no quería intervenir militarmente en ningún país. Bill Clinton, entonces presidente, tenía reciente la última operación en Somalia, dos años antes, donde perdió a 19 soldados, y no quería correr el riesgo de sufrir la misma suerte en Ruanda. Pero las Naciones Unidas (ONU), a través de una resolución de 1948, les obligaba a hacerlo en aquellos lugares donde se estuviera produciendo un genocidio. Así que la estrategia de Clinton consistió en no reconocer como genocidio lo que estaba ocurriendo en Ruanda y responder con eufemismos a las preguntas de los periodistas. Cruz Roja, para entonces, elevaba la cifra de asesinados a 100.000 personas.

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Kofi Annan, en una visita a Ruanda tras el fin del genocidio. | Foto: Brennan Linsley/AP Photo

 

El general Roméo Dallaire, al mando de la fuerza de paz de las Naciones Unidas, conocida como Unamir, estimó que con 5.000 soldados bastaba para interrumpir la masacre y acusó a los franceses de financiar a los hutus, denunciando que estaban entrando en el país miles de machetes de fabricación china. Incluso meses antes de la muerte del presidente ruandés, en enero, advirtió de que tenía información sobre grupos de hutus que planeaban el exterminio masivo de las poblaciones tutsi del país y que contaban con los hombres y las herramientos necesarias para asesinar hasta 3.000 personas por hora, prediciendo una locura que no tardó en confirmarse. La primera respuesta que recibió de Kofi Annan, jefe de la misión de paz en Ruanda por la ONU, fue poco esperanzadora: “Se rechaza la operación contemplada porque excede el mandato confiado a la Unamir”.

La segunda respuesta consistió en una retirada considerable de tropas. De las 2.750 iniciales, quedaron en Ruanda solo 250.

 

Víctimas y victimarios

Francia decidió intervenir en junio de 1994, cuando Cruz Roja ya había elevado la cifra de muertos al medio millón. El Frente Patriótico Ruandés (FPR), el principal partido y movimiento de los tutsis, temió esta circunstancia; desconfiaba de las intenciones de los franceses y le preocupaba que se implicaran directamente en la batalla que ellos libraban especialmente en las zonas fronterizas. No obstante, el objetivo de la llegada de los europeos se debía a que iban a permitir la salida pacífica de los tutsis hacia otros países. Esto abrió un pasillo que el FPR no desperdició y en un mes se habían hecho con Kigali, dando la guerra por terminada. En ese momento las víctimas pasaron a convertirse en victimarios.

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Una cola de ruandeses de la etnia hutu espera a las puertas del campamento. | Foto: Stringer/Reuters

 

Los tutsis habían recuperado Ruanda, pero los hutus sentían miedo por su retorno, por la toma de represalias, y decidieron salir del país. Fue un éxodo inimaginable, de cerca de dos millones de personas. Esto produjo la huida de incontables verdugos que nunca fueron enjuiciados, que se camuflaron entre el gentío. “Entre la multitud de cientos de miles de hutus que salían en masa se encontraba gente que había sido partícipe de la tragedia, que eran victimarios”, cuenta Teresa González. Esta realidad también pudo comprobarla Mila Font en su campamento en Tanzania. Font cuenta que su campo estaba bien organizado en comparación con otros en los que estuvo anteriormente, pero que llegó un momento en que descubrieron que los mismos que habían maquinado y ejecutado el genocidio estaban beneficiándose de los asentamientos para refugiados: “Tuvimos que dejar de trabajar allí. Veíamos que esos líderes utilizaban a las personas como escudos humanos. Fue una decisión muy difícil que llevó mucha discusión interna. Continuar allí implicaba convertirnos en cómplices de todo aquello, y tuvimos que tomar esa decisión”.

La tragedia de Ruanda, continúa Font, acompañó a los refugiados hasta los campamentos: “Nos enfrentábamos diariamente a muchos problemas. Las luchas tribales, el ser tutsi o ser hutu, era uno de los motivos. Había ataques, violaciones… En muchos casos eran los responsables del genocidio”. Todavía recuerda cuando se acercaba junto a su marido, que era cooperante de Médicos Sin Fronteras de Holanda, a la orilla del río Kagera, que es la frontera natural entre Ruanda y Tanzania. Allí contaban muertos: “Íbamos los fines de semana para ver si bajaban cadáveres por el río. Era una forma de saber lo que pasaba al otro lado de la frontera”.

«Lo fácil sería pensar que los buenos eran los tutsis y los malos, los hutus. Pero estaríamos olvidando el tiempo en que los tutsis oprimían a los hutus»

 

En 1997, los países vecinos decidieron desmontar los refugios y forzar a los exiliados a regresar a Ruanda, donde les esperaban los tutsis. En ese retorno se produjeron ataques a poblaciones ruandesas y en Gatonde, una de ellas, se encontraban tres cooperantes españoles de Médicos del Mundo: Manuel Madrazo, Maria Flors Sirera y Luis Valtueña. Fueron disparados a bocajarro. Socorro Avedillo, ahora jubilada, formaba parte del equipo que fue asaltado, pero se salvó porque en aquel momento no estaba en Ruanda, sino en el Congo. Tras recibir la noticia, renunció a regresar a Gatonde: “Nosotros fuimos el últimos grupo en estar allí. Yo llevaba mucho tiempo en África y trabajaba en sitios de miseria. Pero aquello me dejó tocada. Mi viaje duró 20 días porque ocurrió lo de Flors, Manolo… y nadie me preguntó si me quería quedar, aunque tenía claro que no. No había mucho que hacer, no estaba preparada para quedarme. De los cuatro españoles del equipo, tres habían muerto… La experiencia fue muy fuerte”.

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Una ruandés lleva en brazos el cadáver envuelto de un niño. | Foto: Corinne Dufka/Reuters

 

Teresa González, después de haber viajado y de haber conocido, no acepta los maniqueísmos. «Yo creo que hay gente buena y hay gente mala, pero no hay grupos buenos y grupos malos. Lo fácil sería pensar que en Ruanda los buenos eran los tutsis y los malos, los hutus. Pero estaríamos olvidando el tiempo en que los tutsis oprimían a los hutus. Yo creo que la mayor parte de los victimarios no querían ser parte de eso. Y es cierto que los hutus hicieron una masacre, pero cuando volvieron se convirtieron en víctimas».

Teresa desconfía profundamente de las masas, aborrece los nacionalismos, ha visto de cerca cuáles son sus consecuencias y no siente reparos para defender su postura: «Hay muchas veces que me dicen que soy una exagerada cuando hablo sobre el nacionalismo, pero he vivido demasiadas circunstancias en las cuales se ha identificado a un pueblo como peor por ser distinto y se ha llegado a punto que no se imaginaban. Me dicen que eso solo pasa en África, pero no. Yo he estado en Sarajevo y allí eran personas como tú y como yo. Es como si te abrieran los ojos y te mostraran lo más horrible de la humanidad. Y esto ocurre cuando detectamos un culpable al que responsabilizar de todos los males y, sobre todo, cuando detectamos que es alguien de quien nos podemos vengar».

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