Adolf Eichmann, un burócrata del Holocausto
Otto Adolf Eichmann había vivido una década de trabajos anodinos en Argentina bajo la protección de una identidad falsa cuando el Mossad, la mayor agencia de inteligencia israelí, irrumpió en territorio ajeno y logró sacarlo a la fuerza, violando todos los tratados internacionales y las leyes argentinas. Detrás del secuestro de este funcionario nazi, escondido en Sudamérica como tantos otros que nunca aparecieron y como otros tanto que lo hicieron con el tiempo, estaba el primer ministro de Israel, David Ben Gurion, quien creyó adecuado anteponer su sed de venganza a proceder en conveniencia con la Ley.
Otto Adolf Eichmann había vivido una década de trabajos anodinos en Argentina bajo la protección de una identidad falsa cuando el Mossad, los implacables servicios de inteligencia israelíes, irrumpieron en territorio ajeno y lograron sacarlo a la fuerza, violando todos los tratados internacionales y las leyes argentinas. Detrás del secuestro de este funcionario nazi, escondido en Sudamérica como tantos otros que nunca aparecieron, estaba el primer ministro de Israel, David Ben Gurion, quien creyó adecuado anteponer su sed de venganza a proceder en conveniencia con la Ley.
Al ex trabajador nazi lo introdujeron en un coche en marcha cuando se dirigía a su trabajo, luego lo llevaron a un piso franco donde fue maniatado y forzado a confesar su verdadera identidad y nueve días después, el 20 de mayo de 1960, lo sacaron del país en un vuelo con destino a Jerusalén. Todo en secreto, sin el supuesto consentimiento de la República de Argentina.
Un día como hoy de 1961 comenzó uno de los juicios más sonados del siglo XX. A Eichmann se le acusó de quince delitos relacionados con crímenes contra el pueblo judío, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra durante los años de gobierno nazi (1933-1945).
Casi tan conocido como su juicio fue el reportaje que escribió Hannah Arendt para The New Yorker, que tituló Eichmann en Jerusalén y que más adelante se convirtió en libro. La filósofa alemana, de origen judío, recibió el encargo de cubrir el juicio para la revista y se desplazó hasta la Ciudad Santa para ello. Allí encontró numerosas deficiencias en el proceso, comenzando por las traducciones del hebreo al alemán, tan confusas para el acusado, y comenzó su relato explicando que el juicio había sido “organizado y sus procedimientos regulados con especial atención para evitar todo género de parcialidad”. Arendt fue muy crítica con la decisión de Ben Gurion de raptar a Eichmann en Buenos Aires, aun tratándose de un criminal, y puso en cuestión las intenciones del primer ministro.
Fue una publicación que agitó mucho los ánimos de la comunidad judía, a la que ella misma pertenecía, especialmente tras preguntarse a sí misma en el texto “¿Cómo es posible que los judíos cooperaran, a través de sus dirigentes, a su propia destrucción?” o “¿Por qué los judíos fueron al matadero como obedientes corderos?”. Arendt no fue en ningún caso condescendiente con la barbarie nazi, sino crítica con un proceso que arrancó con irregularidades y que no perseguía tanto un acto de justicia como de represalia.
Eichmann representaba para Arendt el hombre común entregado a una causa injusta, pero masiva. Eichmann fue teniente coronel de las temidas SS, cuerpo paramilitar de protección nazi, y uno de los arquitectos de la eufemística Solución Final, programa que puso en marcha el genocidio del pueblo judío. Fue el responsable logístico de las deportaciones de judíos a los campos de la muerte y uno de los hombres que con más ánimo trabajó por acelerar el proceso de exterminio. Con todo, Arendt interpretó que Eichmann no era un hombre de grandes aspiraciones, sino un hombre necesitado del reconocimiento del grupo, cuya identidad particular se diluía en la colectiva y que, como tal, se trataba de un hombre “temiblemente normal”. La pensadora alemana trató de demostrar a partir de Eichmann que cualquier hombre o mujer común es capaz de ejercer y consentir el peor de los horrores bajo determinadas circunstancias, y a esta teoría la bautizó como la banalidad del mal.
Eichmann no era inteligente, ni culto, ni idealista. Eichmann cumplía órdenes, pero también la ley. Y sin embargo, consideraba Arendt, este hecho no le eximía de responsabilidad; además de ser un burócrata disciplinado y eficaz, era un hombre inclemente, sin compasión, entregado a la Solución Final hasta el hundimiento del régimen. Tanto es así que cuando el oficial nazi Heinrich Himmler ordenó una moderación del trato a los judíos, Eichmann protestó, convencido de que el genocidio debía llevarse hasta último término.
El antiguo teniente coronel de las SS fue ahorcado en la madrugada del 30 de mayo al 1 de junio en la prisión israelí de Ramla. Su cuerpo fue incinerado y sus cenizas vertidas al mar Mediterráneo, en aguas internacionales, para evitar que se hiciera de sus restos un lugar de peregrinación. Eichmann es uno de los mayores tiranos del siglo XX y su vulgaridad causa miedo. De esto nos advirtió Arendt; no hay límites para la tiranía cuando la burocracia es obediente.