A pocas millas del campo de concentración de Dachau, en Múnich, una Alemania partida en dos por un muro buscaba dejar atrás la infamia. Se suponía que esos sí serían los Juegos de la Alegría (“Die Heiteren Spiele”), o al menos ese era su lema. No como aquellos otros celebrados en Berlín en 1936, a la sombra del Führer y la pretendida supremacía aria, de las esvásticas y la propaganda nazi.
Los intentos por mejorar su reputación y desmarcarse de un pasado que la señalaba como una nación belicista que propició la Segunda Guerra Mundial no dieron el resultado esperado. La tristeza ensombreció las Olimpiadas de 1972. Pasados 45 años, poco se habla de los muchos récords alcanzados allí, solapados por la sangre derramada, por el drama imborrable de los 11 atletas israelíes asesinados en pleno sueño olímpico.
Esa fiesta deportiva que pretendía disipar ante la opinión pública el recuerdo del Holocausto fue, paradójicamente, escenario de muerte debido a un ataque que marcaría la proliferación del terrorismo como fenómeno internacional. Los judíos volvían en suelo germano a ser víctimas.
La Masacre de Múnich representó, según la autobiografía del locutor deportivo de ABC que cubrió los hechos, Jim McKay, “el final de una edad de la inocencia para el deporte”. Fueron 21 horas de suspense que acabarían trágicamente y relegarían la XX edición de los Juegos Olímpicos de la Era Moderna a las páginas de sucesos.
Moneda de cambio
Todo empezó a las cuatro y media de la madrugada del 5 de septiembre de 1972, cuando cinco militantes del grupo terrorista Septiembre Negro, facción de la Organización para la Liberación de Palestina, liderada por Yaser Arafat, intentaron escalar la verja de escasos dos metros que protegía la villa olímpica.
Iban camuflados, vestidos con chándal, tal como cualquiera de los 7.134 deportistas de los 121 países participantes en la competición inaugurada el 26 de agosto. Parecían uno más, tanto así que atletas estadounidenses que habían pasado una noche de copas, al verles, les ayudaron a sortear el muro sin imaginar que poco después desenfundarían las armas que llevaban ocultas en sus bolsos tras entrar en el edificio donde se alojaba el equipo israelí.
Sin levantar sospechas, se juntaron con otros tres terroristas que ya se encontraban dentro. Dos de los veinte miembros de la delegación de Israel fueron asesinados sin contemplación: el levantador de pesas Joseph Romano y el coach de lucha Moshe Weinberg, cuya voz de alarma permitió que nueve de sus compatriotas pudieran huir, toda vez que intentara en vano defenderse de los intrusos con un simple cuchillo de los que se usan para picar frutas.
“Cuando me despertaron pensé que se trataba de una broma”, recuerda Shaul Ladany. Era el único atleta israelí que se encontraba en el dormitorio 2, junto a un par de expertos tiradores a quienes les estaba permitido guardar consigo sus armas y municiones. Cree que eso fue lo que hizo que los terroristas no entraran allí, sino que siguieran a la habitación siguiente, según reseña La Nación. Esa, al menos, es la teoría que maneja este sobreviviente del campo de concentración Bergen-Belsen para explicar cómo en Múnich logró salvarse por segunda vez.
Otros nueve israelíes no corrieron con la misma suerte; se convertirían en moneda de cambio. La exigencia para entregar a los secuestrados: la liberación de 230 palestinos presos en las cárceles de Israel y de 2 en Alemania. También pedirían un avión para poder escapar a salvo a Egipto.
La televisión fijaría en la memoria a un terrorista cuyo rostro estaba cubierto con un pasamontañas, asomado en un balcón, a la luz del mundo entero.
Una cadena de errores
La imagen del terror desde esa década de los años setenta se multiplicaría. “Lo que pasó en Múnich fue el balazo que empezó el terrorismo internacional”, afirmaría años más tarde a La Vanguardia la esgrimista devenida en periodista después de la masacre, Anky Spitzer, viuda del entrenador de esgrima André Spitzer.
El ultimátum había sido dado bajo amenaza de hacer explotar sus granadas y ejecutar a todos los rehenes. “El gobierno israelí no negocia con terroristas”, había dicho la primera ministra de Israel, Golda Meir. La última palabra la tenía la dirigencia de la República Federal Alemana (RFA), que se negó a recibir colaboración por parte de los equipos antiterroristas israelíes.
Tras negociaciones y prórrogas, las autoridades germanas accedieron a trasladar en helicóptero a los ocho secuestradores, junto a los nueve deportistas cautivos, a la base aérea militar de Fürstenfeldbruck, desde donde abordarían un avión supuestamente en dirección a El Cairo.
La villa olímpica se alejaría del foco. Y es que allí, además, poco se podía hacer, después de que los terroristas vieran por televisión las tomas de policías haciéndose pasar con su vestimenta como deportistas, pero con las armas al descubierto. Por supuesto, ese intento de rescate murió al nacer.
Entonces, planearon sorprender a los terroristas en la aeronave que les aguardaba con policías disfrazados como tripulación, aunque los uniformes estaban incompletos. La misión fue abortada por los propios agentes que desistieron a última hora y abandonaron la nave, dejando el plan de rescate ya sólo en las manos de cinco tiradores de precisión que no habían recibido ningún tipo de entrenamiento especial, cinco tan sólo para enfrentar a ocho. La que se avecinaba era una lucha desigual.
Cuando los fedayines se encontraron con un avión vacío, supieron de inmediato que estaban frente a una trampa. Se abrió el fuego. Alrededor de las 12:30 am del 6 de septiembre se escuchó el último de los disparos que dio término a una operación marcada por el fracaso y una sucesión de errores y omisiones. Todos los rehenes fallecieron y también un policía alemán. Cinco de los secuestradores fueron abatidos y los otros tres detenidos, aunque serían liberados el 29 de octubre al ser canjeados tras el secuestro de un avión de Lufthansa.
No podía ser de otro modo si se toma en cuenta que en esa noche sin luna los francotiradores no contaban con gafas de visión nocturna, lo cual hubiera marcado la diferencia, de acuerdo con una reconstrucción llevada a cabo días después por miembros de la Fiscalía de Baviera. Tampoco tenían chalecos antibalas ni radios bidireccionales.
No extraña, por tanto, que en 2002 Michael Hershman, un alto ejecutivo de la consultora de seguridad Decision Strategies, que ha participado en varias Olimpiadas, afirmara a Time: “A lo largo de los años, Múnich ha servido como un modelo de lo que no se debe hacer de ninguna manera”.
El jefe de la delegación israelí, Samuel Lankin, había manifestado su inconformidad sobre el lugar de alojamiento de sus compatriotas por ser vulnerable, al estar sólo protegido por una verja fácil de romper o saltar. “No olvidaré cómo no escucharon mi voz”, se lamenta ya nonagenario al periódico Yediot Ajronot.
Su advertencia no fue atendida, como tampoco la que hiciera un agente de seguridad de Israel ante las autoridades policiales alemanas y el Comité Olímpico Internacional (COI).
La persistencia de la memoria
El mismo 6 de septiembre, la fúnebre sinfonía “Heroica” de Beethoven fue entonada por la Orquesta Filarmónica de Múnich en un tributo realizado en memoria de las víctimas en el estadio olímpico.
Aquello de que el show debe continuar se impuso. Las Olimpiadas siguieron su marcha al día siguiente. La petición de Israel de suspender su curso fue desestimada alegando que significaría la rendición frente al terror. No hubo tiempo de llorar a los muertos.
En 2012 se conocería, gracias a unos 45 documentos desclasificados del Archivo Oficial israelí, que el gobierno alemán estaba renuente a interrumpir la realización de los Juegos debido, entre otras razones, a que los canales de televisión no contaban con una programación alternativa. “Total, eran 11 atletas más después del Holocausto. ¿A quién le importaba eso?”, señalaría Ilana Romano, viuda de Joseph Romano, en Yediot Ajronot.
Y allí estaban, aún tibia la sangre derramada, 80.000 espectadores vitoreando a sus equipos como si nada en el partido de fútbol entre la RFA y Hungría. Tan sólo una pancarta alzaba: “17 muertos, ¿ya olvidados?”. Esta fue desalojada sin más por los agentes de seguridad. No había cabida para cuestionamientos, como si de un plumazo pudiera pasarse de la tristeza a la pretendida alegría.
Desde Montreal 1976, cada cuatro años los familiares de los 11 israelíes que perecieron en la masacre pidieron que se les rindiera algún reconocimiento en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos, pero su solicitud fue ignorada. Las 103.000 firmas que recogieron para un tributo en Londres 2012 tampoco sirvieron, bajo el alegato del temor a un boicot de las 21 delegaciones árabes, según se lee en The Guardian.
Finalmente, el 3 de agosto de 2016, en Río de Janeiro, fue inaugurada la Plaza del Duelo en la villa deportiva, en recuerdo de todos los deportistas fallecidos en los Juegos por diversas causas. Así, en los pasados Juegos se accedió a guardar un minuto de silencio en la ceremonia encabezada por el presidente del COI, Thomas Bach. “Es lo que queríamos porque eran miembros de la familia olímpica”, afirmaría Anky Spitzer.
También, a partir del 6 de septiembre de este año, un monumento en homenaje a las víctimas descansará en el parque olímpico donde estos perdieron la vida.
Guerra avisada…
Los sólo 2 millones de dólares gastados en seguridad en Múnich 1972 mucho costaron. También el haber hecho caso omiso al psicólogo de la policía germana Georg Sieber, que puso en el tablero los peores escenarios posibles como modo de preparar la protección de cara a los Juegos, informó la revista Time en 2002.
Sieber había esbozado 26 situaciones y, curiosamente, la número 21 calzaría con lo ocurrido: a las 5 de la mañana, unos doce palestinos armados y resueltos a no rendirse escalarían la verja de 2 metros de la villa olímpica, entrarían mediante una explosión en el edificio donde se alojaba la delegación israelí, matarían a uno o dos rehenes y pedirían la liberación de prisioneros en las cárceles de Israel y un avión para volar a alguna capital árabe.
Archivos confidenciales difundidos por Der Spiegel en 2012 daban cuenta cómo las autoridades alemanas desestimaron las advertencias sobre un inminente ataque e intentaron encubrir el error tras error en la gestión que acabó en la masacre.
El 18 de agosto de 1972, el Ministerio de Exteriores de la RFA, gracias a una información proveniente de Beirut, envió un alerta a la agencia de inteligencia bávara sobre la preparación de una acción por parte de palestinos durante las Olimpiadas, recomendando tomar todas las medidas de seguridad posibles.
Más explícita aún fue la publicación italiana Gente, que el 2 de septiembre escribía que terroristas de Septiembre Negro planeaban un “sensacional acto durante los Juegos”, advertencia que sólo fue registrada por la policía criminal de Hamburgo dos días después de la tragedia que podía haber sido evitada.
Los años han despejado también otro tipo de detalles: los tratos crueles recibidos por las víctimas, que fueron abordados en el documental Múnich 1972 y más allá. Incluían golpizas que causaron fracturas de huesos y hasta castración, a la que fue sometido Joseph Romano. Al cumplirse veinte años de la masacre, los familiares de los fallecidos tuvieron acceso a crudas fotografías que no han mostrado públicamente, así como tampoco lo hizo The New York Times al constatarlas.
La Ira de Dios
La ligereza con la que fueron recibidas por parte de la RFA las advertencias sobre un posible atentado contrastaría con la vehemencia de la represalia ejecutada por el gobierno de Israel, que persiguió a muerte a todos los involucrados de algún modo en la masacre. “Hay que buscar a los terroristas estén donde estén y convertirles de perseguidores en perseguidos”, había sentenciado Golda Meir.
La operación Ira de Dios, encomendada al Mossad (servicio secreto israelí), se desplegó en Europa, el Norte de África y Oriente Medio. Culminó con más de una docena de militantes de Septiembre Negro y de la OLP eliminados, así como un camarero marroquí muerto por error en Noruega.
En las misiones participaría un joven Ehud Barak, que en 1999 se convertiría en primer ministro de Israel, disfrazado de mujer, episodio que recrearía Steven Spielberg en su película Múnich, de 2005.
Ni las marcas batidas como las siete medallas de oro del nadador estadounidense Mark Spitz, sólo superado décadas después por “el Tiburón de Baltimore” Michael Phelps, ni Waldi, la primera mascota en la historia olímpica, signarían los Juegos de Múnich 1972.
Otro perro salchicha, este de juguete, que uno de los deportistas israelíes asesinados guardaba para regalar a su bebé recién nacida y que fue hallado junto a la sangre y los agujeros de bala en la villa olímpica, pasaría a las manos del Museo de Tel Aviv en memoria de una pesadilla que aún pasados 45 años es imposible de olvidar.