Caracas: noches sin luz
El apagón era sentido como un hecho enteramente normal y, a pesar de ello, parecía, también, haber llegado a su límite
Caracas engaña. Aún en medio de la sequía que mantiene los tanques de agua vacíos y obliga a muchos a bañarse con tapara, el cielo absolutamente azul y la floración masiva de los araguaneyes que pintan la maraña de bejucos de amarillo fulgurante, distraen la vista del deterioro profundo que ha sufrido la ciudad. Llegar a casa, además, produce un placer y un regocijo únicos que opacan cualquier percepción inquietante. Por eso, el miércoles 6 de marzo, fecha en que volví por pocos días a Caracas, les decía a todos mis allegados con los que hablaba: «tengo agua, tengo electricidad, tengo internet y, además, tenemos a Guaidó, ¿qué más queremos?».
Lo del agua, la electricidad y el internet duró poco. El jueves 7 de marzo antes de culminar la tarde, un rápido estremecimiento y el pitido de los reguladores de carga de las computadoras dieron inicio al gran apagón, el colapso del sistema eléctrico a nivel nacional que, con ciertas intermitencias, dejó durante varios días a todo el país[contexto id=»381721″] sin luz. En segundos, la Avenida Francisco de Miranda, principal arteria de la capital, se llenó de miles de trabajadores que salían apresurados de sus oficinas. A pesar de la aglomeración y el nerviosismo de las personas, el extraño silencio que acompañaba la anómala situación me llamó la atención; ríos humanos ordenados hacían colas en las paradas de autobuses mostrando un civismo y una amabilidad admirables, civilidad que, en el límite, podría también ser interpretada como producto de la repetición del suceso o la resignación.
No se comportaba igual el tráfico automotor, agresivo, díscolo, un empuje que convocaba al caos ante la total ausencia de policías. Los entrecruces de las calles quedaron rápidamente bloqueados con automóviles con conductores impacientes que terminaron castigados por los efectos perniciosos de la viveza en la acción colectiva. Decidí ayudar al vigilante de la torre donde trabajo y llevarlo hasta el Puente 23 de julio en Petare. La ciudad parecía un hormiguero en estampida. Los carros saltaban por encima de las aceras para burlar las trancas en las esquinas y las motos pasaban oscilantes a toda velocidad. Al dejar al vigilante decidí bajarme del automóvil para interrogar a algunas personas, para captar, de manera más directa, el sentimiento de la gente. Unos tomaban tranquilamente cerveza a la salida del puente. Otros, ansiosos, apresuraban el paso para llegar al rancho antes de que los agarrara la noche. El apagón era sentido como un hecho enteramente normal y, a pesar de ello, parecía, también, haber llegado a su límite. «Esto no aguanta más». «Esto es un desastre. Esto tiene que acabar». «Maduro: coño de tu madre».
Al día siguiente hice un breve recorrido por la ciudad. Miraflores estaba totalmente atrincherado pero muy pocos organismos públicos lucían operativos o parecían tener plantas eléctricas. Asistí a la concentración por el día de la mujer y entre visitas a una que otra ONG transcurrió el día sin novedad. Nadie sabía a ciencia cierta nada o todos estábamos, mas bien, desinformados, confundidos. Lo más molesto era el blackout informativo, la versión infantil repetida por los voceros del Gobierno en las pocas radios oficialistas operativas: se trataba de un ataque cibernético, casi de una intervención mágica del Imperio a través del éter cósmico.
La noches en las regiones equinocciales son largas. Y doce horas en la oscuridad, sin poder leer ni escribir, sin poder bañarse ni comer, incomodan, más aún cuando, por falta de ventiladores, arrecian las picadas de mosquito. En la segunda noche, después de más de 24 horas sin electricidad, la incomodidad pasó a segundo plano y la incomunicación se convirtió en la preocupación dominante, en obsesión. Subí al cuarto unas botellas de agua y me bañé con una pequeña tapara. Adaptado a mis circunstancias, llegué hasta pensar que la sociedad de consumo nos desorienta con el exceso y el lujo y que es en las pequeñas cosas en las que reside la felicidad.
Fragilidad e impotencia
El sucinto y breve baño con apenas un cuarto de litro de agua me produjo un placer y una sensación de frescura muy superior a la de una potente ducha en un hotel cinco estrellas. El estar totalmente incomunicado, sin embargo, la caída de las redes, el no poder hablar por teléfono, el no lograr revisar los mensajes de Twitter o de whatsapp, el no saber lo que sucedía más allá de mi casa me produjo una penetrante sensación de fragilidad, de impotencia. El aislamiento y la obligación de convivir con el largo silencio de la noche, cortado, a veces, por un lejano ladrido de perros, marcaron la experiencia. El tiempo de la realidad, me dijo en algún momento mi hermana Ruth, es mucho más lento que el de la ficción. Y en esa lentitud no podían faltar las preocupaciones sobre los sucesos catastróficos: ¿Cuántos se habrían quedado sin vida en medio de una operación quirúrgica? ¿Cómo estarían haciendo los enfermos de diálisis? ¿Cuántas horas de espera sufrirían los heridos en las emergencia de los hospitales? ¿Cómo se defenderá la gente buena de los malandros en los barrios? ¿Podrá realmente un Gobierno tan incapaz reparar una doble falla de generación y transmisión? ¿Y si el apagón se prolonga? ¿Qué sucederá cuando se pudra la comida y la gente empiece a pasar hambre? ¿En qué momento comenzarían los saqueos? ¿Los utilizaría el Gobierno para sus propios fines?.
El sábado por la mañana me dirigí a una marcha convocada por el presidente interino Juan Guaidó, en la Avenida Victoria, al oeste de la ciudad. La electricidad había sido restablecida momentáneamente, lo que nos permitió conocer que las fuerzas antimotines habían atacado a los primeros manifestantes llegados a la Avenida Victoria y habían apresado a algunos de los jóvenes organizadores. Antes de que el sistema eléctrico volviera a colapsar logré comunicarme con algunos familiares y amigos. Salimos en grupo para la concentración desde Las Mercedes, en el este de Caracas, y caminamos en medio de la algarabía de una multitud entusiasmada que pronto vio abortada su marcha por tanquetas y piquetes de la Policía Nacional Bolivariana apostados en todas las bocacalles que comunicaban con el oeste. El entusiasmo se vio trastocado en desesperanza y, sin forzar la situación ni oponer ningún tipo de resistencia, la multitud tomó el camino de retorno al mismo punto de salida.
Un comentario cruzaba las conversaciones: ya el Gobierno había aprendido que con dejar caer la electricidad podía paralizar el metro, los teléfonos y la redes, fallas con las que podía desactivar cualquier iniciativa de la oposición. A partir de ahora, los apagones los veríamos convertirse en armas o mecanismos de dominación, fórmulas perversas para subyugar a la población. La manifestación terminó en una suerte de reunión social de personas conversando amenamente, de reencuentro entre conocidos y amigos. Y es que en la precariedad de la vida caraqueña, en una ciudad azotada por la inseguridad y el encierro, carente de diversiones, sin espacios de vida pública, las marchas y concentraciones políticas se han convertido en la oportunidad y alternativa única de sociabilidad, en foro de intercambio y encuentro.
A partir de ahora, los apagones los veríamos convertirse en armas o mecanismos de dominación, fórmulas perversas para subyugar a la población.
La tercera noche decidí retar la oscuridad y el silencio. Salí a conocer la Caracas nocturna en medio de una crisis eléctrica. Los chavistas habían copado todos los hoteles cinco estrellas de la ciudad pero había también restaurantes con grandes plantas eléctricas que reunían a todo tipo de público. Recordé la película Casablanca con Ingrid Bergman y Humphrey Bogart, sobre un Cabaret en Marruecos en medio de la Segunda Guerra Mundial en el que víctimas y victimarios ahogaban con música y diversión su indefinida espera. Me impresionó el contraste. Mientras comenzaban a aparecer la cifras de neonatos y otros pacientes muertos por fallas de las plantas eléctricas de los hospitales y la mayor parte de la ciudad se atrincheraba en sus casas con miedo a atravesar otra noche más en la incertidumbre oscura, diversos restaurantes en Altamira y Las Mercedes descollaban con iluminación deslumbrante. Adentro, hombres con relojes de oro rodeados de bellas y voluptuosas mujeres que batían sus melenas con gran sensualidad, todas con senos y traseros operados a punto de estallar, cantaban animados en torno a botellas de whisky Buchanan 18 años que reponían sin cesar.
En principio, todo el mundo tiene derecho a divertirse de la forma que quiera pero había algo en el tono afectivo con respecto a la emergencia nacional que no me encajaba. Como inmejorable expresión de la hiperinflación y de la realidad económica que vive el país, el dólar norteamericano circulaba como moneda franca. Los comensales pagaban y recibían el vuelto libremente en divisas. El vaho de fatuo y superficial entusiasmo que llenaba el lugar y la sensualidad monetaria de las mujeres me llenaron de tristeza. En vez de pasar el tiempo y olvidar momentáneamente las aciagas circunstancias que atravesamos como sociedad, me encontré de frente con la verdadera tragedia de Venezuela: con la estructura del carácter social dominante, con la superficialidad de una plutocracia desconectada, desalmada.
Los últimos capítulos de La Rebelión de Atlas, la novela de Ayn Rand sobre la toma y destrucción socialista de los Estados Unidos de América, describe el proceso de paulatino deterioro de los servicios públicos e infraestructura, los problemas de transporte y distribución, la escasez de productos, la desidia e incompetencia que culminan en un gran apagón de la ciudad de Nueva York, seguido de saqueos y caos generalizado. Venezuela pareciera haberse convertido en la imagen especular de la ficción, su reflejo en el orden palpable de la realidad. Todavía nos hace falta el triunfo del discurso liberal de John Galt para cambiar verdaderamente y comenzar de nuevo.