¿Cuánto ha influido la propaganda digital en las elecciones?
La organización de las campañas de desinformación en España se realiza a través de Twitter, Facebook, Instagram y WhatsApp y tiene detrás a partidos políticos y organizaciones civiles
Las desinformaciones son protagonistas de la actualidad y desde 2016 no hay proceso electoral en el que no abordemos esta cuestión. Según The Global Disinformation Order: 2019 Global Inventory of Organised Social Media Manipulation, elaborado por Oxford Internet Institute, las campañas de desinformación se han incrementado considerablemente. En 2018 se registraron en 48 países, este año en 70.
Hace unos días, Freedom House denunciaba que la desinformación es ya una táctica más efectiva que la censura. La organización ha recogido interferencias domésticas y de regímenes extranjeros en los procesos electorales de 26 países de los 30 analizados.
Sin embargo, se ha hablado poco de las junk news o información “basura” que circula con objetivos puramente propagandísticos y en línea con ideologías extremas e hiperpartidistas.
Estos contenidos suelen alojarse en “medios de desinformación”, que simulando ser medios de comunicación, difunden únicamente propaganda y se aprovechan de las redes sociales para dispersar sus publicaciones.
Las junk news se viralizan con publicidad y con interacciones falsas generadas con bots que contribuyen a impulsar los temas de conversación. En otras ocasiones, se contratan granjas de trolls, personas remuneradas para agitar la conversación social.
Esta propaganda digital puede tener objetivos como los siguientes:
- Desprestigiar al adversario político.
- Reforzar a los partidarios.
- Llamar a la abstención.
- O crear una campaña de astroturfing, es decir, posicionar en la opinión pública determinados temas de manera que parezcan espontáneos, creados por los propios usuarios.
El caso de las últimas elecciones en España
En España, y sobre el estudio de Oxford mencionado anteriormente, la orquestación de estas campañas se realiza a través de Twitter, Facebook, Instagram y WhatsApp y son articuladas por partidos políticos y organizaciones civiles.
El caso más reciente se recogió días antes de que arrancase la última campaña electoral. Se detectó en Facebook una red de páginas que desacreditaba a varias formaciones políticas y llamaba a la abstención, buscando con ello favorecer al PP. Desde las elecciones municipales, habían invertido 40.000 euros en publicidad política y sus 59 anuncios sumaban cerca de nueve millones de visualizaciones a finales de octubre.
A lo anterior se añade que hace dos meses, Twitter y Facebook eliminaron 359 cuentas falsas también vinculadas al PP, cuyo objetivo era aumentar las interacciones de contenidos. Ninguna formación política se salva: también el PSOE, Unidas Podemos y Ciudadanos han estado relacionadas con esta práctica de propaganda digital.
Por su parte, Vox refuerza su estrategia a través de webs como Caso Aislado, Mediterráneo Digital o Periodista Digital, entre otros, que diseminan bulos y propaganda partidista. Una auténtica arquitectura de desinformación que alcanza altas cuotas de difusión.
¿Cómo influyen en los votantes?
Medir el alcance y la efectividad real de estas prácticas resulta aún complicado, pero empiezan a recogerse investigaciones de interés.
En la campaña por las presidenciales en Estados Unidos (2016), las historias falsas que favorecían a Trump se compartieron 30 millones de veces, cuadruplicando la cantidad de acciones a favor de Hillary Clinton.
El adulto promedio veía y recordaba 1,14 noticias falsas en este período electoral. El poder persuasivo de la desinformación fue mayor que el de otras herramientas como los anuncios electorales.
El recuerdo se produce gracias al fenómeno de la adhesión ideológica: seleccionamos y recordamos aquella información que refuerza nuestras creencias, incluso si es falsa.
Hace unos días, McCombs School of Business publicó un estudio realizado a 80 estudiantes en el que, a través de electroencefalogramas, analizaban su capacidad para discernir información veraz y falsa. Los estudiantes eran más propensos a creer aquella información acorde a sus creencias políticas, un hecho que es conocido como sesgo de confirmación.
Estudiar las creencias se ha vuelto más necesario que nunca para tratar de entender cómo la sociedad con mayor acceso a la información se ha convertido en la más desinformada. En Europa, se ha lanzado un proyecto de consulta ciudadana en cinco países, entre ellos España, para determinar qué influencia tienen las creencias, más sólidas e inamovibles en ocasiones que el razonamiento lógico.
A un año de las próximas elecciones presidenciales en Estados Unidos, la desinformación ya ha empezado a circular, obteniendo incluso más audiencia que la información generada por los propios partidos.
Twitter ya se ha posicionado al anunciar que no permitirá publicidad política pagada en ningún país. Un paso que le hará ganar en credibilidad y confianza frente a Facebook, enrocado en que la libertad se fundamenta en no controlar los contenidos publicitarios, fuente de ingresos fundamental para la red.
En este ecosistema de desinformación marcado por el auge de los populismos, la manipulación y las trampas dialécticas, la educación mediática y la divulgación científica son más necesarias que nunca.
Necesitamos que los ciudadanos distingan la propaganda digital, que no se dejen engañar, que recapaciten sobre aquellos argumentos y mensajes que solo buscan rompernos como sociedad para gobernarnos desde el miedo y la diferencia. Necesitamos que la desinformación deje de ser protagonista.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.