Los peligros de ilegalizar las opiniones
La tendencia de los gobiernos a limitar la libertad de expresión comporta graves consecuencias. El auge del «derecho a sentirse ofendido» llama a nuestras puertas
La apología del franquismo como delito. Esta propuesta de reforma del Código Penal en la que trabaja el Gobierno de España ha vuelto a poner de actualidad en el debate público la eterna problemática sobre la regulación de los delitos de opinión.
El conflicto derivado de la relación entre Moral y Derecho es una realidad que ha interesado a los teóricos más influyentes de cada época. Algo que demostraría que la regulación jurídica debe entenderse en equilibrio con el ordenamiento moral, el cual pertenecerá únicamente a la conciencia individual.
A nadie se le escapa que la etapa del Franquismo no merece alabanzas, pero lo verdaderamente reseñable es la aparición de la inquietud por parte del Gobierno actual de comenzar a penar opiniones sobre etapas históricas. John Stuart Mill en, quizá, su obra más importante Sobre la libertad desarrolló la siguiente idea: ¿la libertad de expresión (freedom of speech) debe tener algún tipo de límite o es impermeable a cualquier intento de limitación?
La libertad de expresión es un derecho reconocido en nuestra Constitución en el artículo 20 y en la Declaración Universal de Derechos Humanos, en el artículo 19. Asimismo, para equilibrar la proclamación de dicha libertad, encontramos el artículo 18 en la Constitución que recoge el derecho al honor. El artículo 20 debe ser entendido en relación con el artículo 18. Es decir: toda persona tiene el derecho a expresar con total libertad una opinión siempre y cuando ésta no afecte o vulnere el honor de un tercero. Esta ponderación es la que deben realizar los tribunales para resolver los conflictos de estas características.
¿Son las ideas capaces de delinquir?
Al mismo tiempo que potencialmente totalitario, es despótico pretender tipificar como delito defender, sentirse parte o incluso justificar un pensamiento anacrónico, por muy violento que este fuese. La explicación es simple: las ideas son únicamente pensamientos. Nada ni nadie puede pretender limitar el pensamiento, sino la acción, que es verdaderamente la causante del daño. Pensar que unas corrientes de pensamiento particulares deben ser adoptadas por todos los ciudadanos, únicamente muestra la ilusión de superioridad moral de la que adolecen nuestros gobernantes.
Una vez entendido el mecanismo de contrapesos existente entre derechos constitucionalmente reconocidos, únicamente nos queda analizar el posible rédito electoral que puede generar pretender que los tentáculos jurídicos penetren en una determinada forma de pensar.
No es, sin embargo, la primera vez que ocurre. Por ejemplo, en Alemania está prohibida la apología del nazismo. Quizá sea la hora de preguntarnos: ¿cuál es la vara de medir cuando se trata de ideas? Esto es, ¿las ideas, per se, son capaces de delinquir o causar un mal?
Con la aparición de las nuevas tecnologías, se ha añadido un nuevo escenario donde se dan conflictos de estas características. Debido a su gran repercusión, y a su facilidad para el anonimato, las redes sociales se prestan a la defensa y ataque de ideas. Pero no sólo Twitter o Facebook son el escenario de este tipo de conflictos. La letra de una canción puede considerarse ofensiva. Por ejemplo, el rapero mallorquín Valtonyc fue condenado por la Audiencia Nacional a tres años y medio de prisión por ofensas a la monarquía. El delito está tipificado como “injurias y calumnias graves” a la institución.
Mientras tanto, el poeta que insultaba en unas rimas humorísticas (y machistas) a la política Irene Montero, el juez Lorenzo Pérez San Francisco, vio su condena anulada. En la propia sentencia se reconocía a la libertad como “uno de los pilares de toda democracia, la cual no puede existir realmente sin ella”.
Ciudadanos libres, o ciudadanos ignorantes
Establecer una limitación del ejercicio de libertad de expresión, cuyo poseedor de la misma es el individuo, es tan peligroso como pretender que el ámbito jurídico sea capaz de decirnos cómo pensar. Por ello, entender el ordenamiento moral ajustado a una determinada actitud no es más que otra forma de cercar la libertad de expresión en boga de una supuesta estrategia de compensación a un hipotético caso de defensa del inexistente “derecho a sentirse ofendido”.
En este difícil terreno se encuentra actualmente el debate público. En el epicentro del conflicto existente nos encontramos con el escenario perfecto para potenciar la brecha entre defensores y lastimados. La intención de forzar los ordenamientos jurídicos para que éstos sirvan como guía del pensamiento tiende a desvirtuar la naturaleza del mismo. Es por esto que el ordenamiento jurídico debe situar sus límites en la no intromisión en el ordenamiento moral.
Afirmaba Víctor Hugo que “la libertad comienza donde acaba la ignorancia” y con esto llegamos a la pregunta clave de este artículo, ¿cuál de las dos queremos potenciar como sociedad?
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.